Flor de lección
Robos
Viernes 18 de marzo de 2016
Por Martín Kohan.
¡Qué flor de lección nos dio esta señora! Porque, admitámoslo, nos fascinan las librerías de esta clase, las tan bonitas, las tan cálidas y acogedoras, entre otras cosas porque nos suscitan la encantadora ilusión de que un mundo así, de puros libros y buen sosiego, puede existir para nosotros. Y además nos ofrecen siempre un bar en su interior, para que esa ilusión se asiente y logre durar en el tiempo. Es eso lo que nos complace tanto: esta especie de mundo aparte para la literatura, o esta puesta en escena de la literatura como mundo aparte; que ninguna aflicción, ningún incordio, ninguna cosa mala, puedan invadir y perturbar este sobrio entorno de libros y más libros, espacio y tiempo diestramente protegidos para quedarse a leer y a escribir.
Y entonces viene esta señora y, aprovechando que nadie la ve (nadie o casi nadie, apenas las cámaras), se arrima haciéndose la sonsa a una computadora portátil que no es de ella, sino de otro, y la ronda, la merodea, la soba, la acomoda un poco, la acerca, la suelta, la vuelve a acomodar, y por fin, en un pase de magia hecho de manos y de abrigo, así sin más, se la chorea. Yo no soy un defensor de la propiedad privada, más bien lo contrario. Pero entiendo que hay que atacarla ideológica y políticamente, y no de una manera simplemente personal, no con pillerías apenas individuales, que no resultan sino una privatización del ataque contra la propiedad privada (el dilema de Silvio Astier, según se ha dicho).
Por eso pienso que robar es una cosa mala. Y no obstante, ¡qué lección nos dio esta señora! Porque no existe ningún mundo aparte para la pobre literatura, ninguna asepsia confortable y cierta, ningún ámbito de reserva protegida, sino esa endeble provisoriedad en la que leemos y escribimos casi todos, esa permanente zozobra nunca exenta por completo de irrupciones o de interrupciones, de esas interferencias que bien nos joden, de modo que no podemos jamás terminar de abandonarnos, de distraernos, de confiarnos, de compenetrarnos.
Tengo para mí que esta señora no se hizo pasar por lectora para adentrarse en la tienda de libros, que lo era (y lo es) de verdad. La cosa dañina que hizo no vino entonces desde afuera; es que la propia literatura, incluso en sus palacios más bellos, está plagada de cosas dañinas. Por lo demás, es notorio que la ladrona se llevó consigo un aparato que, entre varias otras utilidades disponibles, sirve para leer y sirve para escribir. Por qué no imaginar que la señora está ahora en su casa, tan burguesa como ella misma, tipeando en esas teclas que no son suyas, sino de otro, una magnífica novela policial, que acaso una de las exitosas editoriales independientes acabe por publicarle gustosamente alguna vez.
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