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¿Hay oposición entre “territorio” y “escritorio"? "¿Qué clase de ideología involucra el desmerecimiento intrínseco de los escritorios, por ser escritorios?", se pregunta Martín Kohan en esta nueva columna.

Por Martín Kohan. Foto: escritorio de Trotsky en Coyoacán, México.

 

 

 

 

Aparece por lo pronto en Don Quijote de la Mancha, al plantearse la famosa elección de las armas y las letras. O está también en “El sur”, en los dos linajes de Juan Dahlmann, ya que uno es de las armas y el otro es de las letras, uno es de acción y el otro es libresco. ¿Cabrá inscribir en una tradición de esa índole la antinomia que, últimamente, se esgrime con cierta frecuencia: la que opone categóricamente “territorio” y “escritorio”, un espacio para la acción y otro espacio que se supone inactivo? Aparece, según creo, menos como una disyuntiva (que es lo que era para el Quijote o para Dahlmann) que como una contraposición excluyente en la que el territorio como tal se prestigia (aunque no siempre se especifique cuáles son las acciones concretas que han de efectuarse en esos territorios) y el escritorio como tal queda en desdoro (el escritorio, el lugar de la escritura, reducido a inoperancia, relegado a nulidad).

¿Cómo evitar, si es que interesa evitar, un sesgo antiintelectual en un planteo así formulado? Porque no va de suyo, incluso para quienes resolvieron el dilema de igual forma que el Quijote, despreciar por impotencia lo que pese a todo puede hacerse con las palabras, con la escritura, en escritorios (pienso por caso en Rodolfo Walsh y lo que dejó registrado en sus diarios). ¿Qué clase de ideología involucra el desmerecimiento intrínseco de los escritorios, por ser escritorios? Entiendo su pertinencia en esferas militares (la de Miguel de Cervantes Saavedra, la del abuelo de Jorge Luis Borges), en el uso necesariamente peyorativo de la expresión “general de escritorio”. La entiendo en ámbitos deportivos, en los que resulta obviamente desdoroso salir escapando del campo de juego para ir a ganar después los puntos en un escritorio oscuro de Asunción del Paraguay. Pero ahí donde la cuestión se plantea en relación con el decir y con el pensar, con la elaboración de ideas y con la escritura, ¿cómo encomiar (o más aún, cómo preferir) el espacio de la acción sin por eso desconocer lo que una práctica intelectual implica y aporta? ¿Cómo hacerlo sin incurrir en drásticas oposiciones, tan falsas como vanas?

Dije “práctica intelectual” precisamente para dislocar la antinomia usual entre la teoría y la práctica, que contiene por su parte algún antiintelectualismo en potencia. Es decir, para reconocer en la tarea intelectual (esa que se efectúa, eventualmente, en escritorios) un aspecto práctico también, en el sentido en que lo concibió Max Horkheimer bajo la noción de “teoría crítica”. Una noción fundamental para el pensamiento de Theodor Adorno, que tan inteligentemente se opuso a algunos facilismos sartreanos. Me interesa por otra parte considerar a los “hombres de acción” en escenas de lectura o escritura (como lo hace Ricardo Piglia con el Che Guevara en El último lector), como otra forma de cuestionar el hábito de las dicotomías tajantes. Pienso especialmente en León Trotsky, hombre de acción por excelencia, activista revolucionario y organizador del Ejército Rojo, a quien después de años y años de exponerse en las luchas políticas más arriesgadas, le asestaron su golpe de muerte mientras leía un artículo en su escritorio. Aprovechándose de que leía. Y en su escritorio.

Ese escritorio está expuesto y puede verse en la Casa Museo Trotsky, en Coyoacán, Ciudad de México.

En la Universidad de Frankfurt, por otra parte, de la que fue docente y rector, está expuesto y puede verse el escritorio de Theodor Adorno.

Qué escritorios distintos, por cierto. Pero trazando un arco imaginario que conecte a uno con otro, daríamos según creo con una forma de prevención atendible frente a los riesgos del antiintelectualismo. Al menos para los que consideramos que en el antiintelectualismo hay un riesgo y es preciso contrarrestarlo.

 

 

 

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