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El trabajo literario

Alejandra López

Martín Kohan regresa a su columna para ponerle comillas a la fama literaria y devolver la atención a lo real: las condiciones materiales en las que quienes escriben, sobreviven.




Por Martín Kohan.



Prefiero pensar a los escritores tanto mejor en los términos de esa especie de autorretrato de escritor que ensayó Gustavo Ferreyra en una entrevista reciente (la que le hizo Alejandro Bellotti para el suplemento cultural del diario Perfil). O bien a la manera de Héctor Libertella, cuando se figuraba el Varela Varelita (el café en el que paraba, donde casi residía) como una especie de derivación del viejo “Salón Literario”. Echarse o sentarse a escribir, en el sofá predilecto de una casa o en una mesa consuetudinaria de bar, según las preferencias de cada cual, a solas o casi a solas, que es como en definitiva se escribe, en el repliegue por temperamento a lo Ferreyra (retraído en general de los ritos de la sociabilidad literaria) o en el sigilo imaginario de Libertella (que con gestos a distancia, de mesa a mesa, se figuraba formando parte de alguna solapada conspiración de las letras). Prefiero pensar a los escritores en la línea de Hebe Uhart, cuando decía: “Yo soy escritora solamente cuando escribo”; es decir, definirse más bien en un hacer, y no en el orden de un ser: no en un modo de mostrarse, comportarse, circular, aparecer, sino en una práctica concreta (la de la escritura), la de alguien que sencillamente se pone a hacer su trabajo.

Perduran sin embargo, contra toda evidencia empírica, ciertos enfoques que insisten en algo así como una estelaridad literaria. He visto parangonar, en estos días, el mundo de la circulación de los libros con el del espectáculo globalizado del fútbol; he leído que alguien se aventuraba en la insólita homologación de un simple escritor (no importa cuál) con una estrella rutilante del pop (¡Ale Sergi, nada menos!). Más allá de notoriedades puntuales, y en una escala comúnmente más modesta, raramente podrían caber en la literatura estrellatos como los que prodigan el fútbol o el rock&pop. No hay en la literatura (no digo que deba haber, ni celebro que no haya: me limito a constatar que de hecho no hay) luminarias de esa índole, escenarios de esa índole, fulgores de esa índole, famas de esa índole.

Quienes asumen expectativas así, con ansiedades de “ser escritor”, habrán muy probablemente de frustrarse, empantanados en poquedad (perdiéndose, en consecuencia, por sentirlas en disminución, las gratificaciones o el reconocimiento que la literatura sí puede llegar a procurar). Quienes insisten en asignar a los escritores brillos tan equívocos como inciertos, esos que suelen verificarse en cambio con los ídolos de las canchas o de la música, no hacen sino escamotear, no sé si por desconocimiento, no sé si por mala fe, la realidad de las condiciones materiales en las que esos escritores suelen llevar a cabo su tarea. Cuando veo o cuando leo cosas así, pienso en seguida en Libertella, pienso en Ferreyra, pienso en Hebe Uhart. Me hace bien.

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