El primer hombre que vio un mamut
Una lectura de De animales a dioses
Jueves 14 de febrero de 2019
Después de leer el libro de Yuval Noah Harari, el autor de El asesino de chanchos se pregunta: "¿Por qué, como adultos razonables y universitarios, nos fascina mirar (o leer, pongamos el caso) vidas ajenas, que sabemos que no existen, pero con las que nos sentimos compenetrados hasta las lágrimas y la náusea?", y repasa algunas de las novedades edioriales del verano también.
Por Luciano Lamberti.
El hombre casado recuerda una frase célebre de Nabokov, que no sabe si es cierta, que dice que la literatura no nació cuando el primer hombre de las cavernas contó verídicamente que había visto un mamut, sino cuando contó que había visto un mamut y era mentira.
Está sentado en un muelle, en Tigre, el hombre casado, con lentes negros y un bronceado “Punta del Este 92”. El calor es grande y él acaba de darse un chapuzón, y con la mano libre (en la otra tiene un libro) se espanta los tábanos y los mosquitos que insisten en distraerlo. El hombre casado ha leído muchas cosas interesantes este verano:
* La biografía de Silvina Ocampo de puño y letra de Mariana Enríquez, que se llama La hermana menor y es un gran retrato de una época y una clase social en decadencia (las cucarachas en las paredes, las manchas de humedad, la locura que en la clase dirigente es “excentricidad”).
* Ha leído Rabia, de Stephen King, un libro que anticipó las masacres en los colegios secundarios de Estados Unidos, y que fue prohibido, y que King publicó bajo el seudónimo de Richard Bachman para no saturar el mercado, cuando su producción era de dos o tres libros por año.
* Ha leído El diario completamente verídico de un indio a tiempo parcial, de Sherman Alexie, que Natale le recomendó y con creces, por que es un cuento o una novelita de gran valor emocional.
* Ha leído, después de mucho tiempo (el hombre casado, estúpidamente, espera que pase la moda de los libros para leerlos) El nervio óptico, de María Gainza, que le gustó mucho pero no dejaba de recordarle a Juan Forn todo el tiempo.
El Tigre es propicio para la lectura, se dice el hombre casado: no es extraño que Sarmiento y Lugones y Quiroga hayan pasado un tiempo acá. La luz se corta cada dos días. No hay wifi en ninguna maldita parte. Algunos días el agua sube, no deja de subir, cubre el patio y se lleva las zapatillas que se dejan olvidadas ahí. Naturaleza al cien por ciento.
Pero el libro que el hombre casado tiene en sus manos ahora, en el muelle de Tigre, asediado por nubes de mosquitos y de tábanos que no lo dejan un momento es paz se llama De animales a dioses, una breve historia de la humanidad, y su autor es Yuval Noah Harari, escritor israelí de 42 años que practica ese viejo amable género llamado divulgación científica. Hay varias ideas poderosas en el libro (encontrar razones genéticas para la glotonería con la que nos atiborramos de chocolate, o los impulsos extramatrimoniales, por ejemplo), pero el hombre casado rescata una, la que le recordó la cita de Nabokov. Harari escribe que, contrariamente a lo que se piensa, la evolución humana no fue algo lineal y organizado. Es un momento dado convivían en el mismo mundo, incluso en la misma zona, homo neardentales con homo sapiens. Ahora bien, ¿qué ventaja tenían los homo sapiens para imponerse sobre las demás especies? En comparación, los sapiens eran menos fuertes que los neardentales: era el costo que habían pagado por el desarrollo de su cerebro. ¿Cómo, entonces, con menos fuerza, lograron ser vencedores?
La respuesta es la ficción. Los homo sapiens tenían la capacidad no solo de contar que vieron un mamut, sino de inventárselo. Eso significó que podían unirse, crear lazos comunitarios, trabajar entre desconocidos en la búsqueda de un bien común. La herramienta que les permitió distinguirse de sus congéneres evolutivos fue la capacidad de contar que habían visto un mamut cuando no había ninguno. La religión entonces, y después el arte, o la cultura en un sentido más amplio, fueron las herramientas más poderosas de ese hombre de las cavernas.
Es una buena respuesta a la pregunta, bastante repetida es estos tiempos aciagos, de para qué sirve la ficción, entendida como la posibilidad de nombrar lo que no existe. Hoy que, sobre todo en el cine y en las series de tv, consumimos más ficción que nunca, buena o mala, pagana o religiosa, la pregunta sigue teniendo sentido. ¿Por qué, como adultos razonables y universitarios, nos fascina mirar (o leer, pongamos el caso) vidas ajenas, que sabemos que no existen, pero con las que nos sentimos compenetrados hasta las lágrimas y la náusea? No podemos más que concluir que, como la gula, la ficción es genética, parte de nuestro entramado mental. Basta abrir los diarios todos los días para darse cuenta.