Columnas

El dueño de la tierra

Borges y la propiedad privada

"Que en la base de la propiedad de la tierra no hay otra cosa que violencia y muerte es algo que la literatura argentina ha planteado numerosas veces; entre ellas, por lo pronto, en “El Sur” de Jorge Luis Borges". Una nueva entrega de las columnas de Martín Kohan.

Por Martín Kohan.

 

Que en la base de la propiedad de la tierra no hay otra cosa que violencia y muerte es algo que la literatura argentina ha planteado numerosas veces; entre ellas, por lo pronto, en “El Sur” de Jorge Luis Borges. ¿De dónde, sino de una matanza de indios, proviene esa estancia que tiene Juan Dahlmann en el sur? La heredó, como se explicita, de ese abuelo militar de muerte gloriosa, al que le pagaron con tierra no su muerte sino las que provocó; y sólo mediante un empeño de ahorro, no exento de privaciones, se salvó esa posesión del que fue un destino habitual: alimento de los latifundios más obscenos.

Borges dispone en “El Sur” dos órdenes bien definidos: un orden de plena abstracción, donde inscribe, uniéndolas, a la propiedad y a la muerte (“la idea abstracta de posesión”, dice en un caso; “algo tan abstracto como la muerte”, dice en el otro) y un orden de lo que es más concreto: el cuerpo y sus dolencias. En esa tensión se encuentra Dahlmann, entre el mundo inmaterial de las figuraciones librescas y el mundo material en el que se involucra el cuerpo (golpe en la cabeza, enfermedad y operación, duelo a cielo abierto); pero también el cuento mismo, la propia narración, según se la considere como la entera alucinación de un convaleciente inmóvil o como una aventura cabal de viajes y peleas a muerte.

La postulación de que Borges incurre en una literatura de lo incorpóreo, metafísica y desmaterializadora, no me convence; yo encuentro más bien esto otro: tensión entre la realidad concreta del cuerpo (la de la enfermedad y la eventual muerte de Dahlmann)) y la figuración imaginaria de esa realidad (la de los sueños o los delirios de Dahlmann). ¿No se plantea, acaso, una tensión de esa misma índole en un cuento como “Emma Zunz”, entre las previsiones (planeamiento, prefiguración, imaginación) de Emma y el momento en el que pasa a poner el cuerpo en juego (para el acto sexual, primero; para el acto criminal, después)? ¿Y no se plantea, acaso, una tensión de esa misma índole en un cuento como “El Aleph”, en la medida en que el narrador tiene que poner su cuerpo en juego (y acaso en peligro) para poder acceder al milagro de la visión total, del universo integral de las imágenes? ¿Y no se plantea, acaso, una tensión de esa misma índole en un cuento como “El milagro secreto”, en el que la realidad material de los cuerpos se suspende para que una estricta prefiguración mental acontezca, y se reanuda inmediatamente después, como instancia de violencia y muerte?

El final de “El Aleph” adopta un tono evidente de abstracción y detenimiento temporal: la llanura larga y vacía, por un lado, y por el otro esa noche inminente que nunca acaba de llegar. Ahí es donde va a salir Juan Dahlmann a pelear y muy probablemente a morir. El que lo provocó a esa pelea, el que va  muy probablemente a matarlo, habrá visto en él a un lector (porque Dahlmann lleva consigo su libro, y lo abre y se pone a leer “como para tapar la realidad”); o tal vez a un forastero o un intruso (porque Dahlmann va a parar a ese lugar por accidente, le es ajeno en más de un sentido); o tal vez a un dueño de tierras (porque en definitiva, y aunque a distancia, es lo que es).

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