Contesto: bailo tu danza
Por María Moreno
Jueves 29 de julio de 2021
Leé el epílogo de Quipu. Nudos para una narración feminista (EME), de María Pia López. "Una escritura del goce no es de por sí política pero hay escrituras que constituyen políticas de los placeres mientras amordazan la lengua convencional de la denuncia".
Por María Moreno.
Tierra no es el nombre de una mansedumbre natural, a veces asolada por un temblor, sino el temblor mismo de la explotación y la pelea. Los pies o la cabeza, firmemente apoyados, para no bambolearse, no caerse, no desarmarse, no divagar. No enmascarar la impotencia como poder ni menoscabar el poder como magia.
Lo que bulle. El cuerpo es bullicioso. Puro movimiento, choquecitos, fluidos, ramificaciones. La mente, ni hablar. Bulle y bulle, habitadísima por una circulación infinita. El yoga es estabilidad: afirmar los pies, tener conciencia de los agarres, evitar que la cabeza barriletee. Mientras más detención más lucidez permite. Y detención no es quietud, es concentración, llevar los movimientos en un sentido, reconocerlos, pensar en y desde el cuerpo.
Podría recordar el cuerpo de Pia cuando ella afirmaba sobre su cabeza un rodete que era una cita capilar de Rosa Luxemburgo o de Emma Goldman y formaba parte de la coalición del Ojo Mocho y ya piaba la pregunta por el feminismo, antes de transformarse en la intelectual de pensamiento más hospitalario en sus marcas activistas que desbordaban la ingenierías de la clase, la nación, el relato de los vencidos por sobre los vencedores. O cuando, micrófono en mano, hablaba en asamblea con una voz que carecía del tono castrense que pervivió aún en nuestros mejores revolucionarios y de la dulzaina psi propia de nuestra clase media porteña: firme y campechana –luego la vi templarse en la plaza, enronquecer en busca de la palabra común, nunca prescriptiva. O con el verde brillantina de su cosmética y bajo el bonete de bruja mientras formaba parte de una sentada frente a la redacción de la revista Noticias luego del número en que quemó, desde la tapa, a Cristina, acusada de ser la escoba mayor del akelarre. Pero yo la recuerdo de entrecasa y en postura de Sirsasana.
Para Luce Irigaray, que en sus prácticas últimas ha leído en Oriente una enseñanza liberadora y en fuga de nuestra pesadas tradiciones capitalistas, la respiración es una metáfora entre lo que va y vuelve entre el alma, el yo o cualquier otra unidad con que se nombre el propio cuerpo y el mundo; el soplo que sale hacia el otro y que vuelve a sí transformado por el aliento del afuera: aspirar y expirar es el primer gesto del recién nacido, su primera autonomía. El yoga enseña a retener una reserva de aliento que tal vez sea traducible en estilo, eso que María Pia López busca en su palabra que quiere hecha de retazos, basura artística de función reinventada como la que enciende nuestra imaginación cada mañana en los volquetes de Balvanera, entre su casa y la mía.
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¿Cuántos vínculos concretos y virtuales somos cada une de esos retazos que se cosen, siempre con esfuerzos, sobras y rebarbas, en el sujeto colectivo?
Es difícil pensar así si esto que se escribe es porque hay un punto de organización de lo múltiple y lo que deriva, alguien –“yo”– que tira del hilo y va tejiendo, una memoria que se activa y se objetiva en discurso.
La palabra quipu encierra una querella antigua y anterior a la crónica colonial y el teatro misionero de evangelización donde la sangre se cuenta en tinta: narra, contabiliza, reserva, establece un entre nosotros mucho antes de que Freud afirmara que lo único que las mujeres habían aportado a la civilización había sido el tejido luego de anunciar una caprichosa relación entre esta práctica y los pelos del pubis destinados a tapar la castración.
La historia patriarcal tergiversa en la figura de Penélope quien hace y deshace su tejido debido a la simple espera de que el hombre vuelva de la guerra o de la caza. Pero el tejer y el bordar fue también tarea de historiadoras. Es famoso el tapiz de la reina Matilde Bayeux que contiene entretejidos los nombres de todas las mujeres que lo hicieron; la monja Guda, en el siglo XII, hizo su autorretrato y escribió su nombre utilizando patrones de letras mayúsculas. Otra monja, la hermana Herrade de Landsberg, ilustró El jardín de las delicias con la imagen de todas las monjas de su convento divididas en clases y oficios, una suerte de testimonio histórico-sociológico. Se escribe con el tejido y el bordado cuando el escribir es negado. La crítica feminista descubrió que a menudo las mujeres utilizaban el tejido o el bordado para escapar de los moldes transmitidos por generaciones y hacer verdaderas obras de arte que hoy se consideran “reinos preestéticos”. Que el texto, un fetiche del estructuralismo, tuviera consistencia de tejido debió haber alentado la labor de tantas feministas tejedoras. La chilena Julieta Kirkwood, siempre sobria pero certera en sus intervenciones políticas, matizaba reuniones feministas con el tejido de un suéter. La española Marysa Navarro se presenta en los congresos internacionales como “feminista y tejedora”.
Las tejedoras mapuches que, entre el corral y el toldo, desarrollaban técnicas más propias del matemático y del geómetra que de la tejedora, no escardaban sino que iban retorciendo la lana virgen con un palito: el ikat (se hacían ataduras en la urdimbre, hasta 1600, según cálculo para las guardas escalonadas y se cubrían con greda que, después de teñir, se quitaba) y el plangit (se pellizcaba un poco de la urdimbre y se ataba fuerte la base antes de teñir, luego se desataba. Los expertos mencionan tramas múltiples alternadas y secuenciales múltiples, toda una ingeniería en blando. El bricolage reivindica la figura del amateur no como el que ignora los saberes del experto y del especialista sino el que les agrega la improvisación como arte express y que, en lugar de obedecer al mandato del consumo, crea con materiales de ninguna prosapia, un objeto de utilidad feliz que discute a Hanna Arendt el arte considerado secundón del animal laborans.
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Porque no se trata de subordinación a una jerga establecida o a una lengua teórica consolidada, sino ese andar a saco, tomando lo que se puede. Insolencia cosechadora, a campo traviesa. Todo, palo y a la bolsa. O amorosidad recolectora.
Desorden y oficios terrestres, traducción a nuestra lengua y territorio, con los malestares que acarrea: bricoleur, tan resonante en el francés, por acá parece aludir a las manualidades que solemos despreciar como pautas del quehacer del género. Retomar esos moldes, esas costuras, para apropiar y subvertir. Monstruosa hechura.
Alguna vez escribí fingiendo un instructivo leninista: Como el lugar que poseen las mujeres en la teoría es un poco al sesgo y de cierta “exterioridad muda”, las críticas feministas no tienen por qué escuchar la última campanada teórica y su flamante slogan parricida. Si la amplia noción de “literatura” es más apropiada que la de “escritura”, o si necesitan reflotar la desacreditada existencia del “autor”, ellas no deberían avergonzarse de su retraso medido según los valores de la jerarquía dominante. Decir bien la mayoría de las veces sirve para asegurar la propia mordaza. Por el contrario, mal-decir puede extraer jugo político de una posición superada por la economía parricida; un análisis prelacaniano como el que realiza Xaviére Gautier en Surrealismo y sexualidad, por ejemplo, lo sugiere. Sor Juana, reprochada por el pope Octavio Paz en su retrasado platonismo, funda su genialidad en esa retaguardia estratégica, una mezcla gozosa donde la demostración científica se encontraba –prohibidos los libros– en lo peroles de su cocina.
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La aparición de los feminismos masivos, la juvenilización maravillosa de las calles feministas, se prodigó en festejos y luego en preocupación, cuando de esas mismas juventudes magníficas surgían prácticas punitivistas, disposición cotidiana al escrache, esencialismos mujeriles. En medio de la marea, navegando encandiladas con la multitud de pececitos, fuimos advirtiendo, dramáticamente, un giro conservador, una bifurcación imprevista.
Si Pia se burla de nuestro afrancesamiento lector que viene de los hombres de mayo reinventando el bricolage, podemos llamar cochones a los que discuten los feminismos leyendo solo los mensajes de sus grupos dirigidos hacia la razón punitiva o sus insurgencias teenagers que niegan la historia como si la edad biológica garantizara el pensamiento radical y en línea garantizada hacia un futuro emancipatorio. Cochones por chanchos (sin insultar a los chanchos salvo a los burgueses) y como deformación de cojones. “No hay ni puede haber pretensión de purificación del sujeto político, sino a riesgo de normalización, opresión y reproducción de nuevas exclusiones. Los activistas del FHAR (Frente Homosexual de Acción Revolucionaria de Francia), afirman un mal sujeto político, un sujeto con fallas, que de ningún manera es puramente revolucionario”, decía contra los cochones un ensayo francés de los años setenta.
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Mar es nombre del dolor de la infancia. Mar conocido en la adultez, ávida sorpresa, contrapunto de otras infancias que fui conociendo: mis amigues, niñes, y sus recuerdos del mar. Supe que nunca había tenido vacaciones con mi familia, pero lo supe cuando conocí a quienes sí las habían tenido. No-Mar es sinónimo del trabajo de mi vieja desde los catorce. No-Mar es nombre del alcoholismo de mi viejo. Mar es lo que redime, lo que cura, lo que ampara en desmesura.
María Pia López , autora de una novela llamada No tengo tiempo, teje en su quipu una historia política del tiempo. Primero el personal, cuando en su infancia el mar se posponía y era la suerte de los otros, y ahora lo querría en un presente perpetuo. O tal vez, como Copi o Fernando de Magallanes, querría que toda la tierra fuera mar, que es el nombre de su deseo. Luego hace el elogio del horario laboral acortado por las luchas obreras, del tiempo merecido de las vacaciones pagas, del ocio peronista que diseñó para el lujo y no para la necesidad, chalecitos californianos y palacios de escalera de mármol y piletas públicas verde esmeralda como las de La Salada en Ezeiza de donde se partía para alcanzar los mares lejanos y la de la Tupac para un norte sin salida al mar.
Y en esa felicidad que no cuenta con la vida eterna ni con un socialismo del futuro, y que el artista Daniel Santoro conjuga en el presente del peronismo, hay algo que los pueblos latinoamericanos celebran hasta en el duelo: en los altares populares latinoamericanos no solo hay velas y flores fúnebres, son el museo de los goces en vida a través de los juguetes populares en reemplazo de las miniaturas del inventario burgués –ropa de muñeca, maquetas de casita con jardín, animales de granja, botellas de alcohol, copiosas comidas y chafalonías de colores, vísceras de alpaca. Erigidos luego de una muerte no natural, glorifican y hacen crecer en su improbable diseño final los deseos cumplidos, la memoria mucha y el placer vivido.
Pero en el feminismo de Pia se sabe que el tiempo de condena hacina, tortura y humilla sin abrir al femicida a su comprensión de la violencia como esa trama patriarcal que Rita Segato teoriza en los conceptos “mandato de violación” y el femicidio como ritual expresivo desprivatizado en mafias paraestatales.
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Escribir: entre el deseo de escritura y la exigencia de decir. Entre la urgencia de intervenir y la espera del cotilleo. Entre el secreto a voces y el culto de la polémica. Y oscilamos entre una exigencia que atenaza, un deseo que prolifera, una responsabilidad pública a veces un poco fantasmal, una casa de palabras que debe ser construida también para otres, un modo de sabernos. Yugo del sentido y placer del desvarío. Escribir, en nuestra ternura y nuestro odio.
Nelly Richards recomendaba hablar varias lenguas. La lengua materna no es una, no hay monoligüismo posible, estalla en idiolectos que van de la escritura en papel a la retórica oral de la plaza, de la voz pública que finge atenerse a la lengua-nación mientras le inocula sus gíglicos espontáneos a la voz que chismea –y hay en el chisme información que se pasa y teje cuidados aunque lo haga en lengua de víbora–, de la que comunica un slogan político de síntesis ejemplar –ni una menos– o la que teje palabras entre. El conventillear es la red de cuidados en acción que mueve sus hilos hacia la red política, pero no en plan rentabilidad militante, sino con atención puesta a que el peso de los legados no nos cierre a la invención del acontecimiento y donde el rostro propio y el de al lado, el grito de nuestras miradas en busca de reconocimiento, la conversa sobre lo común, en el diario estar juntes, deshace los automatismos fachos para establecer una pedagogía mutua del roce.
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Este dichoso festejo no debe arrastrar una pérdida de historicidad, una negación de las capas de discusiones en las que se fueron tramando las distintas creaciones colectivas. Muchas veces eso se suprime en el gesto mismo del reconocimiento hacia las llamadas “precursoras”, “antecesoras”, “históricas”, como si la historicidad se pudiera reducir a panteón o efeméride, cuando es un roce difícil y la apertura sensible de una conversación.
Con la hegemonía del marxismo entre las izquierdas, Flora sería arrumbada al rincón de las precursoras y considerada un ejemplar más del socialismo no-científico. El romántico, que le decían. En ese menoscabo se olvidó su mayor radicalidad: la idea de que no se podía pensar el fin de la explotación de clase sin considerar la desigualdad entre los géneros. Por eso, obreras y obreros, la múltiple interpelación, y el pivoteo del libro entero sobre la idea de desigualdad entre mujeres y hombres.
Pia dice leer a las precursoras no en la momificación del homenaje o en el ancestralismo como pureza de origen o trama folclórica. Alguna vez leí en la Alejandra suicida y maldita a la cómica de la lengua que se explayaba en prosas obscenas, en Alfonsina a la vanguardista cuyo suicidio la situaba en la serie con Leopoldo Lugones y Horacio Quiroga, porque eligió la soberanía sobre la muerte por sobre las miserias de la vida en bajada; y realizada ya una porción de la libertad que nunca es completa y es relativo el fracaso cuyo valor perdura en el riego de su apuesta. Pia lee en Flora Tristán no la precursora en clave femenina de los marxismos con una paja en el ojo del género, la abuelita rara capitalizada en la sangre insurrecta de Paul Gauguin, ese bancario que se fue a las islas, sino a la cronista de los barrios obreros del Londres del siglo XlX en cuya miseria Engels leyó la extranjería como barbarie.
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La inutilidad: escribir porque sí. En estado de goce. En la lengua de la política de lo supuestamente relevante se descartan modos del decir, del hacer, del pensar, como “hacerse la paja”. Masturbación sujeta a juicio, condenable aislamiento, disposición al cultivo de sí, al puro goce solitario. Habría escrituras pajeras, masturbatorias, gozosas.
Una escritura del goce no es de por sí política pero hay escrituras que constituyen políticas de los placeres mientras amordazan la lengua convencional de la denuncia –su credibilidad sostenida en una deliberada pobreza, su deber fáctico, su solemnidad– mientras la hacen estallar en mil flores retóricas como la de Pedro Lemebel en sus crónicas. Y la de Pia que va enhebrando aún en su lengua pública y en el arco de las alianzas que exige desterrar los goces solitarios en guiños de elite y ritmos a tontas y a locas, unas mostacillas léxicas que ya circulan sin autoría en los corrillos conversados: “barriletear”, “recienllegadismo”, “plebeyón”. Y las usa en este manual de todo lo que importa en los feminismos como tarea común y alegría a sostener contra las militancias tristes, genealogía sin patrones y genio “plebeyón”.
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El pasaje por la carencia no legitima pero sí construye de otro modo la experiencia, menos un enunciado teórico o declaración de principios que un hueco desde el que pensamos.
Una mujer indígena no es solo una víctima del colonialismo que persiste en su actual situación laboral, también es alguien cuyos saberes, visión del mundo y experiencia vital son diferentes a lo prescripto por las rutinas occidentales.
Pedro Lemebel se enfrentó primera vez a los textos de Deleuze, Foucault, Guattari como si fueran en japonés. Hasta que los sintió para él, secuestrándolos en la lengua caliente con la que militaba. Al principio se hamacó en sus ritmos y sus misterios poéticos pero luego entendió, dándolos vueltas, o fiel sin saberlo. No es que estos textos no sean difíciles para todos. Pero la desigualdad ante los saberes existe porque hay grupos privilegiados que se adentran en los textos, aún antes de entenderlos, con un sentimiento de propiedad como si se la diera por descontada como herencia, una familiaridad burguesa con el libro y el derecho de pernada sobre sus sentidos y aceptando los sistemas de promoción bajo el precario procedimiento del examen y las filiaciones obsecuentes.
En cambio la pedagogía de Lemebel dice que no hay código al que haya que acceder por pruebas determinadas por las autoridades catedrales, ni toga a obtener para poder hablar en lacanés, foucultien o perlonghiano, que se aprende con el deseo, por el deseo como una necesidad y hasta llegando a la adivinación por la praxis. Como si dijera “entiendo porque deseo y es por mi urgencia insurgente lo que termino por encontrar desde mi corazón embarrado de activista, y entonces entiendo porque, en estos casos, como el deseo, el entender se vuelve inevitable”. Libros como el de Marlene Wayar, Travesti, una teoría lo suficientemente buena que Pia cita en Quipu tienen esa marca.
Enseñar no es transmitir un saber a los que no saben sino enseñarles a reconocer lo que saben. Una Pia cachorra se sumergió en Ser y tiempo de Heidegger y lo cerró defraudada por su dificultad. Años después su maestro Horacio González la invitó macedoneanamente a saltear lo engorroso hasta que algún párrafo le gustara o le resonara en su propia experiencia: se entiende cuando un texto abre en lo que estábamos pensando un ojal o un ojo de cerradura para lo que viene.
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Hay feminismos de la revolución: los que piensan los engarces entre explotaciones, los que saben hurgar desposesión tras desposesión y advierten los propios privilegios para que no sean impedimento, límite o atajo. Pensando desde los feminismos, la revolución no es pasado. En todo caso lo es “esa” revolución que suponía un esquema de toma del poder y de interrupción jacobina, vinculada a una clase y con un horizonte socialista.
El satimbanqui (palabra talismán de Pia) es la irrupción en una serie –el equilibrio de la ecuyère sobre el caballo al galope, el número de las cachetadas y los baldes de agua entre payasos, las hazañas del látigo en la jaula de los leones, el baile de los monitos vestidos y en dos patas–, lo que parece interrupción espontánea, desvío de atención, fuera de programa. Su destreza es el cultivo saltarín en el desafío de la imposibilidad anatómica, el que muestra todo lo que puede un cuerpo, el que recobra una y otra vez su estabilidad para volver a desarmarla en una revolución permanente. Es que en los feminismos las revoluciones no tienen pasado ni fracaso porque no se limitan a la toma de poder como recuerda Pia; no levantan muros ni los derriban –sostienen solo los de sus pintadas insurrectas–, por eso no solucionan, no liquidan disputas –liquidar siempre se suele hacer con la firma de alguna desigualdad–, viven con sus tramas en conflicto, sospechando en la estabilidad, la burocracia despótica y sin dejar de educar al estado y sus instituciones, retienen su fuerza de darlo vuelta todo, saltimbanqui.