Claroscuros
Sobre tres piezas de Caravaggio
Jueves 30 de noviembre de 2017
El autor de Dos veces junio y una lectura de las obras del pintor italiano Caravaggio: lo que se esconde en los trazos de las sombras en una escena de ofrenda mortuoria.
Por Martín Kohan.
1607
Salomé sujeta la bandeja, pero no la cabeza: la cabeza la sujeta el verdugo, que acaba de rebanarla. La está depositando, de hecho, teniéndola de los pelos, sobre esa bandeja que Salomé sujeta. Se la ofrece, es para ella: se la sirve, literalmente, en bandeja. Ella la recibe, sí; pero al mismo tiempo se aparta: aparta el rostro, aparta la vista. Se muestra así receptiva u a la vez renuente. Quiere esa cabeza, de hecho la ha exigido, y de hecho la recibe. Pero no por eso quiere verla, no por eso soporta verla. A diferencia del recio verdugo, que mira lo que hace, que mira lo que ha hecho, y a diferencia de la vieja, que inclina el rostro y lo aproxima para ver mejor la cabeza segada de San Juan Bautista, ella entiende (en el sentido en que se dice que alguien entiende en un asunto) pero también en parte se desentiende: porque entiende (en el sentido en que se dice que alguien comprende lo que está pasando) en parte se desentiende.
Hay algo que vincula a los tres personajes de la escena, y es la tela blanca: la del manto de Salomé (que ella coloca, por cierto, entre su mando derecha y la bandeja), la túnica del verdugo, la envoltura de la cabeza de la vieja. Pero hay algo en lo que marcadamente divergen, y es en lo que pasa con sus respectivas miradas: hay dos que son concéntricas, en tanto que la de Salomé se desvía o se fuga (de la escena no menos que del cuadro). Está la que mira y está el que hace (y luego mira lo que ha hecho), y está la que manda hacer pero luego no quiere mirar. Porque Salomé es la destinataria de la ofrenda, que antes ha encargado; es la que ha decidido todo, la que da sentido a todo, pero mira para otro lado una vez consumados los hechos.

1609
De nuevo Salomé, de nuevo San Juan, de nuevo la cabeza, de nuevo la bandeja. Pero esa misma Salomé ya es un poco otra: más añosa, más gastada, y ahora envuelta en un manto rojo. La cabeza cortada del Bautista ya reposa en la bandeja, de costado. La mira el verdugo, como antes, aunque ahora girando la cabeza, porque está casi de espaldas; la mira la vieja, como antes, desde atrás de Salomé, aunque ahora sin inclinarse ni aproximarse tanto. Salomé sujeta la bandeja, recibe la cabeza cortada, pero otra vez se aparta: aparta el rostro.
El rostro sí, decididamente; pero ahora la mirada no. Hay ahora una especie de tensión de fuerzas entre la cara, queriendo separarse de la presencia ominosa del decapitado, y los ojos, que van en sentido inverso, casi como queriendo volver. El rostro puede más que la mirada: esos ojos no alcanzan a ver. A mitad de camino entre el gesto de escape de quien no quiere mirar y no mira, y la determinación de quien se decide a ver y ve, la mirada de Salomé se resuelve aquí como mirada perdida. ¿Adónde va a parar? A un punto indefinido. Sus manos, en cambio, se tienden y siguen firmes. Son ellas las que saben que la cabeza del Bautista ya está ahí. Y es que esa cabeza no es algo que ella tenga que contemplar, sino más bien que soportar, en el sentido material y físico, y acaso en el sentido moral, de la expresión.

1598
Y antes, bastante antes, Judith. Judith hace y Judith mira: es ella misma la que, espada en mano, corta la cabeza de Holofernes. La está cortando ahora mismo, por lo que Holofernes, revolviendo los ojos, podría estar mirándola a su vez (los ojos de San Juan Bautista estaban en cambio cerrados, pues él no estaba muriendo, sino muerto). La sangre salta, roja como la tela que alcanza a verse en el fondo; desde el costado, desde la sombra, desde atrás de la mujer que mata, otra vieja observa la escena. Sus manos tensas, retorciendo una tela, se asemejan a la mano izquierda de Holofernes, antes que a las manos de la hacendosa Judith (la izquierda agarra de los pelos a Holofernes, pero no para enarbolar su cabeza ya cortada, sino para sostenerla y cortarla; la derecha luce firme, pero no transida de esfuerzo: Judith está cumpliendo con in deber, haciendo lo que tiene que hacer). El ceño fruncido de Judith (más fruncido que el de la primera Salomé, que lo está apenas, y tanto más que el se la segunda, que no lo está para nada), ¿a qué hay que atribuirlo? ¿A la consternación moral de lo que ve? ¿O a la aplicación concentrada en lo que hace? La mirada no se aparta, no; y el rostro tampoco. Pero el torso sí está algo retirado hacia atrás. ¿A qué hay que atribuirlo? ¿Al espanto por lo que sucede? ¿O al ángulo que necesita adoptar para mejor degollar a su víctima? Es decir, ¿responde a la contemplación o responde a la ejecución? ¿Es del orden de la mirada o es del orden de la acción? Judith parece consternada ante lo que ella misma está haciendo, la delicadeza de su expresión imprime delicadeza incluso sobre el acto atroz que consuma. La violencia se aloja en Holofernes, que es el que muere, antes que en ella, que es la que mata. Judith no puede apartar la mirada ni puede apartar el rostro ante la imagen horrorosa de su víctima, como sí hará Salomé, porque ella misma es el verdugo en este caso. Sus manos entonces son suaves, pero actúan, y con firmeza; sus ojos sufren, pero miran. La sangre se suelta hacia el otro lado, salpica el blanco de la sábanas y de la almohada, no el de su blusa, que por cierto ella ha tenido el buen cuidado de arremangar.