Arte y realidad
Miércoles 30 de octubre de 2019
"Las últimas novelas de Juan José Becerra contienen siempre (o directamente son) verdaderos tratados sobre la relación del arte con la vida, del arte con la sociedad, del arte con el mercado, del arte consigo mismo".
Por Martín Kohan.
Habrán notado, seguramente, que las últimas novelas de Juan José Becerra contienen siempre (o directamente son) verdaderos tratados sobre la relación del arte con la vida, del arte con la sociedad, del arte con el mercado, del arte consigo mismo. Así, por caso, Toda la verdad, La interpretación de un libro, El artista más grande del mundo. En ¡Felicidades!, que salió este año, consta un breve pasaje en el que se refiere una conversación telefónica que el narrador mantiene con Juan, su hijo de cuatro años: “Me habló de sus compañeros del jardín y del cumpleaños de uno de ellos del que habían pasado varias semanas, donde había visto una obra de títeres que, por lo que contó, era la enésima versión del drama de siempre, en el que un títere llega al escenario de donde se acaba de ir aquel al que está persiguiendo. No es una historia. Es más bien la descripción de una estructura que emula la realidad, y en la que todo el mundo sabe lo que pasa, menos el que protagoniza los hechos”. Puede que el párrafo no tenga una función decisiva para la novela, pero lo tiene, eso está claro, para la literatura en general. Ante todo, porque el verbo que Becerra emplea para designar la relación entre arte y realidad no es “refleja”, no es “representa”, no es “refiere”, sino “emula”; luego, porque esa emulación no la inscribe en una historia que se cuenta, sino en una estructura (en el sentido en el que Adorno, en su Teoría estética, definió la forma artística como “contenido social sedimentado”. Y así la palabra “drama” (“el drama de siempre”) se vuelve prodigiosamente anfibia: es drama porque es teatro, pero es drama de la realidad también: “todo el mundo sabe lo que pasa, menos el que protagoniza los hechos” (otra definición fundamental, en la dirección de lo que planteó Jacques Ranciere en El espectador emancipado: el que vivencia no siempre sabe más que el que contempla, porque el que contempla vivencia también, porque la contemplación es también una vivencia).
Todos vimos alguna vez la reacción infaltable de los niños ante esos cuadros del teatro de títeres, todos tuvimos esa misma reacción cuando, siendo niños, nos los ofrecieron: avisarle, a gritos, al desorientado, dónde está ese otro a quien busca; despabilarlo, a puro alarido, de su aturdimiento o de su distracción. Tiene algo del teatro brechtiano: ruptura de la cuarta pared, incitación a la intervención activa sobre eso que está transcurriendo en escena. El teatro de agitación llevado a su punto de neta literalidad: ¿quién se agita más que los niños ante estas obras de títeres?
Walter Benjamin escribió que los niños lloran cuando descubren que las palabras no tienen poderes mágicos. Tal vez también cuando descubre que sus palabras, las que gritan, desesperados, a los títeres chambones, tampoco bastan para modificar el estado de las cosas, no alcanzan para alterar la deriva de los hechos.