Columnas

Vamos las bandas

20 años de Corazones en llamas

El libro de Laura Ramos y Cynthia Lejbowicz que retrató el surgimiento del rock nacional post-dictadura cumple dos décadas. Luciano Lamberti ensaya una relectura de este clásico moderno a la vez que indaga sobre cómo el rock y el pop nacional intervino en la educación sentimental de su generación: “Hay una moral en la música, una idea de mundo y de lo que está realmente bien que nada puede reemplazar, porque entra en el cuerpo y ya no se va”.

Por Luciano Lamberti.

El primer caset que compré en la vida fue “Yendo de la cama al living”, de Charly García, editado originalmente en el 82, que el kiosco de la esquina de casa vendía en el 92 a un precio bastante bajo. Antes había escuchado furiosamente a Sui Generis, grabado en un TDK, a La Máquina de hacer pájaros y a Serú Girán, a todo lo que podía conseguir de Fito Páez y las bandas metálicas que escuchaba mi hermano, desde Iron Maiden a Black Sabath y AC/DC. Como ciertos libros, todos esos discos moldearon mi cabeza de una forma que ni el colegio Normal al que asistía había logrado. Más allá de la canción de Babasónicos, hay una moral en la música, una idea de mundo y de lo que está realmente bien que nada puede reemplazar, porque entra en el cuerpo y ya no se va. Como me sucedería con The Wall, de Pink Floyd, la parte más profunda de mi educación, estética y personal, pasó por la música. Todo era clarísimo, no había lugar a dudas. Charly me hablaba a mí, me conocía, quería decirme que era yo el que estaba en lo cierto, que había determinadas decisiones en la vida que lo cambiaban todo, que lo importante era otra cosa, que estaba bien la rabia que sentía contra todo. Yo era parte de algo, de una organización secreta de iluminados que sabían muy bien cómo venía la mano. Si con algunos amigos nos pasábamos discos, era para mostrar cierto costado tremendamente visible y podrido de la sociedad de la que éramos parte, y también nuestros fuckings padres, el fucking colegio y el fucking todo. De allí a la poesía había un solo paso, era tan natural como poner un huevo: había que tener música en la cabeza y saber qué andaba mal. Punto.

Leo Corazones en llamas, de Laura Ramos y Cynthia Lejbowicz, y todo ese espíritu vuelve a mí. Publicado originalmente hace 20 años, el libro es una reedición corregida y aumentada, con fotos clásicas y desconocidas, que indaga en la relación entre el la música y el contexto que le dio lugar. De ahí su estructura, en tres columnas paralelas: la de las entrevistas con los protagonistas, la de la crónica de los acontecimientos, la del contexto histórico de cada año. Esto lo convierte en un mosaico que se lee facilísimo y rápido y, por lo menos en mi caso, con una gran curiosidad. Más que una cronología del rock, es una breve historia de los años 80, en su nacimiento, apogeo y declinación, y de cómo esa época —que, para los que no la vivimos, se reduce a un par de clichés visuales: peinado glamorosos, cocaína, especulación financiera y grandes películas— generó un movimiento estético tan fuerte en el país y en Latinoamérica como el rock argentino. El libro arranca en el 80, con el asesinato de Lennon, y termina en el 89: en el medio se sucede ese extraño fenómeno inexplicable que es la locura de los 80, el final de la dictadura y la forma en todos esos artistas saltan por los aires. Es como la explosión de una gran olla a presión: artistas perfomáticos vomitivos y grandes músicos se elevan como rellenos de helio para el espanto de la clase media. No es casual que Omar Chaban, con sus bares nerviosos y mal iluminados, víctimas predilectas de la policía, sea uno de los protagonistas del libro: es la cabeza secreta del movimiento, el que abría su casa para que esas pequeñas bandas todavía verdes e incipientes (registran el nacimiento de Los Twist, Soda Stereo, Sumo, Viudas e Hijas del Rock And Roll, Virus, Los abuelos de la nada, entre otras) hicieran sus primeras armas, fueran encarcelados y golpeados con diferentes objetos contundentes por los siempre estúpidos punks de la época (y de cualquier época). Son sus acciones performáticas, y las de otros delirantes como él, las que presentan esos primeros discos de los que cambiarían la música en castellano para siempre, y vista a la distancia, en la perspectiva de lo que sucedió, pone la piel de gallina. Los más afortunados han muerto: los otros se dedican a envejecer pacíficamente tratando de recordar quiénes eran. Si algo sorprende en el libro es la conexión entre ellos, que uno ve como entidades muy separadas. Charly, Pipo Cipolatti, Miguel Abuelo, Los Redondos: se prestan músicos, se cruzan en sus presentaciones, tocan juntos. Como si supieran, en el fondo, que lo que iban a hacer sería grande: Aquí llega la aristocracia del rock, decía Charly al entrar a un lugar, y tenía razón. Corazones en llamas es un libro tierno y sus protagonistas son tan amorosos que dan ganas de llorar largamente por todos ellos: por los que les hizo el tiempo, por lo que el tiempo nos hizo a todos, al fin.

Otra vez la autobiografía. Una noche de verano, de visita en la casa de mis padres, vi el titular de Crónica sobre el incendio de Cromagnon. Algo que parecía una noticia inofensiva, de las que van y vienen, de pronto comenzó a volverse monstruosa: los cadáveres en bolsas negras se acumulaban en la vereda, y la cifra iba subiendo a medida que avanzaba la madrugada. Quizás ese hecho marca otro fin: el de un circuito informal que el rock supo aprovechar, donde los grupos hacían sus primeras armas y continuaban con cierta tradición de descalabro. Más allá de las bandas indies que hoy medran, no parece haber lugar para la gran banda de rock argentino. La culpa no la tienen las bandas, si no, imagino, el mercado.

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