Sobrevivir al horror con un poema
Nelson Mandela
Miércoles 07 de diciembre de 2016
"¿Cuánto dura una visión? ¿En qué momento lo epifánico termina diluido en la trivialidad de la rutina como si fuera un caballo cansado de galopar?" La historia de un hombre que soportó la oscuridad total con unos versos, en otra de las epifanías de Luis Sagasti.
Por Luis Sagasti.
¿Cuánto dura una visión? ¿En qué momento lo epifánico termina diluido en la trivialidad de la rutina como si fuera un caballo cansado de galopar? Lo que en verdad se modifica son las condiciones de posibilidad de la epifanía, el fondo donde se recorta la figura. El mundo, allí fuera, permanece intacto. El combustible ―uno mismo― no se agota nunca, lo que se acaba es el oxígeno o, más que acabarse, en monóxido se convierte si no se abren ciertas ventanas. ¿Cómo afilar, entonces, el cuchillo?
A veces, de golpe y sin motivo, nos encontramos con un platito en la pared o un jarrón invisible que ha estado por años en ese lugar y lo vemos como por primera vez. Aparece allí como un golpe de karate y la visión dura lo que un estornudo. Luego todo se restituye, la pared vuelve a comerse al plato, la canción sigue siendo la misma.
Pues con un adorno de la abuela en el living sobrevivió Nelson Mandela a las condiciones espantosas de su encierro. El jarrón en verdad era un poema que se ha hecho ya famoso y que se titula Invictus. Fue escrito por William Henley en 1888. Henley era el amigo que inspiró el personaje de Long John a Robert Louis Stevenson en La isla del tesoro.
El poema concluye con un verso que es nafta súper: Yo soy el capitán de mi alma. Todos los días, allí esas palabras leídas por primera vez porque la tela donde se inscriben es también por primera vez: el sufrimiento, el grito, el dolor, como todo lo unánime, no tiene historia, es inicio perpetuo. Podemos imaginar a Mandela deseando que ese poema ya nada signifique para él y para nadie, que ya no hagan falta capitanes porque la tormenta ha terminado y lo que hay ahora es un océano manso de corrientes amables (esas cuyo único destino es un buen puerto).
Dieciocho años en la prisión de la isla de Robben, en una celda de dos y medio por dos que hoy es patrimonio de la humanidad, picando piedra en serio, torturado, golpeado e insultado en forma continua, trabajando más tarde en una mina de cal sin la menor protección, sin poder asistir a los funerales de su madre y de su hijo fallecido en un accidente de tránsito. Y porque suele creerse que la poesía es solo palabra, nunca le quitaron ese poema escrito en un papel.
En marzo de 1980, del otro lado del muro, un periodista llamado Percy Ooboza publicó el mantra «¡Liberen a Mandela!». El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas encabezó la campaña internacional para su liberación.
Un año más tarde, la ciudad de Glasgow le entregó en ausencia las llaves de la ciudad. Las puertas de a poco comenzaban a abrirse.
Yo soy el capitán de mi alma queda a veces como una frase de poster, un slogan vacío, como si a fuerza de tuit podemos de veras llegar a cambiar el mundo. El efecto que genera es casi inverso porque en las redes sociales no hay oscuridad; todo brilla con el mismo pálido fulgor en este nuevo Reader Digest, como los platitos en las paredes ocres de la casa de la abuela.