No Ficción

No seas tan cruel

Kawabata
Literatura japonesa

La autora de Ausencia de té, editado por 17 Grises (próximamente: Ensayo sobre lágrimas) hilvana su experiencia como becaria en la Universidad de Tokyo con títulos y escritores de la literatura nipona, bajo una lluvia de flores de cerezo.

Por Karen Garrote.

Kawabata se vacía de papel como se vació de infancia. A los dos años pierde a su padre, a los tres a su madre, a los siete a su abuela, a los nueve a su hermana. Queda al cuidado de su abuelo ciego. Cuando miro su foto sonriendo despeinado y gris y un cigarrillo en su mano, me pregunto de qué se estará riendo. Cuando miro su foto sentado sobre el tatami delante de una pequeña mesa, escribiendo, ya no me pregunto nada.

En Aokigahara, el bosque del suicidio cerca del Monte Fuji, se quitan la vida alrededor de cien japoneses al año.

En 1968 Kawabata recibe el Premio Nobel de literatura y en su discurso de aceptación dice, refiriéndose a la nota suicida dejada por su amigo Ryunosuke Akutagawa, que el suicidio no nos acerca a la iluminación ni mucho menos a la santidad.

El día de mi examen de ingreso a la Universidad de Tokyo alguien se arrojó a las vías del tren en la línea Keio. Tardaron aproximadamente cinco minutos en retirar el cadáver y limpiar todo. Al salir de la estación un empleado con guantes blancos me extendió un certificado justificando la demora para ser presentado ante quien corresponda.

El 16 de abril de 1972, a la edad de 73 años, Kawabata se suicida. Lo encontraron en un pequeño departamento con vista al mar.

En La casa de las bellas durmientes Kawabata obliga al anciano Eguchi a mirar y no tocar. La vejez es cruel cuando tiene por únicos testigos a la juventud y la belleza. Dormir, sólo dormir y yacer junto a jóvenes narcotizadas durante toda la noche.

Tristeza, fealdad, desolación.

Mi amiga Miyu me pide que no le cuente intimidades, que los amigos no hablan de esas cosas. Mi alumno de español me pide que no le pregunte qué hizo el fin de semana. No hace nada. La directora de la escuela donde trabajo me pide que no les pregunte a los chicos qué hacen en su tiempo libre. Tampoco me deja abrazarlos.

Kamo no Chōmei le canta a la vida desde una choza luego de pasar por incendios, hambrunas y terremotos. Escribe. Escribe. Dice que así son los hombres y sus moradas en el mundo. Así.

Me siento sobre un mantel azul de plástico a la orilla del río Sengawa a contemplar la caída de las flores de cerezo. Miro hacia arriba. En la tele avisaron que hoy caerían. Tan hermoso. Un festín moribundo.

Tanizaki le presta sus agujas a Seikichi para que en Shisei las clave en la piel de una joven hermosa y tatúe con ellas una araña gigantesca en su espalda. Le dice que nunca más sentirá miedo.

Las mujeres dormidas son muñecas. Son como muñecas que se articulan y desarticulan en manos de aquellos que las ven dormir. 

Se abren las puertas del tren en Hongō-sanchōme y un hombre de traje gris y portafolio grita descontrolado. Se cierran las puertas y deja de gritar. 

Misako y Kaname tienen una crisis matrimonial en Hay quien prefiere las ortigas, de Tanizaki. Kaname se cree un perverso por pensar en cómo dejarla desde el primer día. No hay intimidad. 

En el viaje a Shinjuku una mujer parada frente a las puertas del tren habla con su reflejo. Se toca el pelo y se dice a sí misma que es hermosa.

La araña estira sus patas en la espalda de la joven y cobra vida.

Mi sensei me ayuda a ajustar el obi de mi yukata. Es azul, con flores blancas. Mis hombros caídos y figura de tubo confunden. El humo del incienso se escapa por la ventana. Empiezo a preparar el té. Todo es muy hermoso. Y cruel. 

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