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Cuarenta años sin Elizabeth Bishop

Poemas en versiones de Laura Crespi

Tomados de El iceberg imaginario, de la editorial cordobesa Postales Japonesas, compartimos tres poemas de la Premio Pulitzer nacida en 1911, que falleció en Boston el 6 de octubre de 1979 dejando una obra imperecedera.

Poeta laureada de los Estados Unidos y Premio Pulitzer de poesía en 1956, Elizabeth Bishop es una marca de fuego en la poesía norteamericana. "Escribo siempre el mismo poema", le parecía a ella.

Bishop nació en Worcester, Massachusetts, en 1911 y falleció en Boston un 6 de octubre de 1979. "Tuvo una infancia triste y solitaria, que tal vez la hizo tomar esa distancia, respecto al mundo y a la vida social, en que estaba instalada siempre y que explica sus largos exilios de viajera, la manera oblicua con que excepcionalmente es autobiográfica, los temas de la supervivencia y de la tierra natal, la incontaminación de su poesía siempre ajena a las modas y a las vanguardias. No cumplía un año cuando murió su padre y tenía cinco cuando su madre fue internada en un sanatorio para enfermos mentales", escribió Ulalume González de León.

Bishop estudió en Boston y se graduó en Vassar, donde fue condiscípula de Mary McCarthy trabó amistad con Marianne Moore, cuya influencia puede rastrearse en sus versos. Tomados de El iceberg imaginario, de la editorial cordobesa Postales Japonesas, compartimos tres poemas de la Premio Pulitzer en traducciones de Laura Crespi.

 

 

 

Un arte

 

El arte de perder no es difícil de dominar;

tantas cosas parecen cargadas con la intención

de perderse, que su pérdida no es una catástrofe.

 

Perdé algo cada día. Aceptá el bajón

de perder las llaves, de la pérdida de tiempo.

El arte de perder no es difícil de dominar.

 

Después practicá perder más lejos y más rápido:

lugares, y nombres, y donde pensabas viajar.

Nada de esto será una catástrofe.

 

Perdí el reloj de mi mamá. Y mirá! Se fue

mi última o mi anteúltima casa, de las tres que tanto amé.

El arte de perder no es difícil de dominar.

 

Perdí dos ciudades, las amaba. Y, más aún,

algunos reinos que poseía, dos ríos, un continente.

Los extraño, pero no fue una catástrofe.

 

–Incluso al perderte a vos (la voz graciosa, el gesto

que amo) no habré mentido. Es evidente

que el arte de perder no es tan difícil de dominar

aunque pueda parecer (escribilo ya!) una catástrofe.

 

 

 

 

El descreído

Duerme en la punta de un mástil. –Bunyan

 

Duerme en la punta de un mástil

con los ojos bien cerrados.

Las velas se despliegan debajo suyo

como las sábanas de su cama

dejando libre al aire de la noche la cabeza durmiente.

 

Dormido fue transportado ahí,

dormido se acurrucó

como una bola dorada en la punta del mástil,

o trepó por adentro de un pájaro dorado,

o ciegamente se sentó a horcajadas.

 

“Me apoyo sobre columnas de mármol”,

dijo una nube. “Nunca me muevo.

¿Ves las columnas ahí en el mar?”

Seguro de sí mismo en la introspección

observa las columnas aguadas de su reflejo.

 

Una gaviota tenía sus alas por debajo de las suyas

y notaba que el aire era “como mármol”.

Dijo: “Acá arriba

me remonto a través del cielo

porque las alas de mármol vuelan en la punta de mi torre”.

 

Pero él duerme en la punta de su mástil

con los ojos bien cerrados.

La gaviota investigó en su sueño,

que era: “No debo caer.

El mar brillante debajo mío quiere que caiga.

Es duro como diamantes; quiere destruirnos a todos.”

 

 

 

 

Pequeño ejercicio

para Thomas Edwards Wanning

 

Pensá en la tormenta vagando inquieta por el cielo

como un perro buscando un lugar para dormir,

escuchala gruñendo.

 

Pensá en cómo estarán ahora los manglares

flotando, insensibles a los relámpagos

en familias oscuras y muy fibrosas,

 

donde ocasionalmente una garza levanta su cabeza,

sacude sus plumas, hace un comentario ambiguo

cuando el agua brilla a su alrededor.

 

Pensá en el bulevar y en las palmeras bajas

bien clavadas en sus filas, de repente convertidas

en puñados flexibles de esqueletos de pescado.

 

Está lloviendo ahí. El bulevar y sus veredas agrietadas

con yuyos saliendo de cada quebradura,

aliviados por mojarse, y el mar por refrescarse.

 

Ahora la tormenta se aleja otra vez en una serie

de pequeñas escenas de batalla mal iluminadas,

cada una “en otra parte del lugar de la pelea”.

 

Pensá en alguien durmiendo en el fondo de un bote

atado a la raíz de un manglar o al pilote de un puente,

pensá en él como intacto, apenas perturbado.

 

 

 

 

  

 

 

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