Columnas

Las preguntas del desamor

Foto: Alejandra López

Martín Kohan se interna en los laberintos de la canción popular para reflexionar sobre sus signos de interrogación.



Por Martín Kohan.



Que las preguntas se las haga a ella, a ella y no a él; que oscile, como oscila, entre el “si te hago una pregunta” y el “pregúntale”; que le hable a ella, siempre a ella, solamente a ella: creo que es eso lo que más me afecta, lo que lastima, lo que me acongoja, cuando escucho “¿Y cómo es él?”. Eso más incluso que el tan doloroso “abrígate”, que indica que él todavía la quiere; que el “te sienta bien ese vestido gris”, que indica que ella todavía le gusta; o el desgarrador “sonríete, que no sospeche que has llorado”, que revela que es tan terrible el desamor, tan profundo y lacerante, que también quien deja sufre (la versión de que esta canción José Luis Perales la hizo para su hija, versión forzada y ya desmentida, provino sin duda alguna de quienes, no pudiendo soportar la desolación tan sin remedio del final del amor, precisaron suponer que era otra cosa).

Es bien distinto el “pregúntale” de Perales del “pregúntale” de “Perfidia”, de Alberto Domínguez: “Mujer, si puedes tú con Dios hablar, pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar”. Porque, en “Perfidia”, lo que deriva el que canta es el dar una respuesta, les delega la contestación a Dios y al mar, para que hablen en su nombre, para que hablen por él. En cambio, en “¿Y cómo es él?”, lo que desiste de hacer es preguntar, hablar directamente con el otro, ese que le “ha robado un trozo” de su vida (en el extremo opuesto cabe ubicar la enunciación feroz de “Amablemente”, milonga de Iván Diez: lo que le dice a él, lo que le dice a ella, lo que hace con él, lo que hace con ella).

Cómo es él, en qué lugar se enamoró de ella, de dónde es, a qué dedica el tiempo libre: son preguntas que podría razonablemente dirigirle a él mismo, porque es él quien mejor podría responderlas. Y sin embargo, no: las preguntas se las hace a ella, le traslada a ella el preguntar. Le pide a ella, o le encarga a ella, que pregunte. Y es que, claro: las preguntas son para ella. Para ella, y no para él: por eso se las hace a ella. Porque lo que quiere saber en verdad no es cómo es él, ni dónde se enamoró, ni de dónde es, ni a qué dedica el tiempo libre. Lo que quiere saber es por qué ella dejó de quererlo y pasó a querer a otro.

Son las preguntas del desamor, del intolerable desamor, que sólo puede formularle a ella: cómo, dónde, qué, por qué (por qué, especialmente por qué). Es la escena, finalmente insondable, del desamor, a la que el enamorado no puede sin embargo dejar de interrogar: cómo es que quien amaba dejó de amar, por qué razones, por qué razón: por qué, por qué, por qué. No son para el otro esas preguntas, son para ella: son sobre el otro, pero para ella. Por qué ahora quiere al otro, por qué a él ya no lo quiere más.

Y claro, no hay respuesta. Obviamente, no hay respuesta. Al empezar “¿Y cómo es él?”, se canta y se presupone: “Que tienes algo nuevo que contarme”. Y ella no: no cuenta nada, no hace falta; no tiene nada que contar, no tiene nada que decir. De hecho, nada dice. Y si dijera, si respondiera por caso: él es alto (o petiso, o mediano), se enamoró en la oficina (o en el club, o en el supermercado), es de Burzaco (o de Castelar, o de Saavedra), en su tiempo libre se dedica al golf (o a mirar series, o a la filatelia), ¿qué cambiaría? Nada. ¿Qué estaría diciendo? Nada. ¿Qué respuesta estaría dando? Ninguna.

Porque la pregunta es otra y en el fondo es una sola: cómo y por qué el amor se acaba. Y ella eso no lo sabe, y tal vez nadie lo sepa. Está por llover, el otro la espera, ya ha llorado, se quiere ir. Eso es el desamor. Las preguntas le quedan al dejado. La que deja no las responde. Y el otro ni se va a enterar.

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