Columnas

La inocencia

Sobre Oso, de Marian Engel

"Las historias de amor pueden resumirse tan brevemente como los policiales. Son casi intuitivas de tan simples y directas: chico conoce chica, chico lucha por chica, chico se queda con chica. El detalle de que el chico sea un oso de quinientos kilos es lo que le da a esta historia su sabor especial".

Por Luciano Lamberti.

Como muchos, yo también creí alguna vez que la felicidad, si es que existe tal cosa, consistía en vivir en el campo. Me imaginaba como un Horacio Quiroga contemporáneo, hachando yo mismo la leña que iba a calentar mi casa, lejos del, como se dice en la mala poesía, “mundanal ruido”, depurado de toda aquella mugre de la ciudad, pacífico y centrado: un hombre nuevo. Me levantaría por la mañana, escribiría hasta pasado el mediodía, atendería los tomates de mi huerta, leería toda la tarde, vería una película y me iría a dormir. A lo mejor ni siquiera necesitaría una película: con la visión de las montañas me iba a bastar. La realidad es que el campo es aburrido. Aburridísimo. Aburrido de una forma que los que nacimos en una ciudad, aunque sea chica, no podemos imaginar, siquiera. La gente que vive en el campo es depresiva, en su mayoría, el que no es alcohólico toma cocaína hasta perder la conciencia. Y para los que nacieron ahí, no tardé en descubrirlo, el campo no les va ni les viene, miran telenovelas o Tinelli en la televisión como cualquier hijo de vecino, no son ni puros ni depurados, se aburren. El campo es aburrido, solitario y deprimente, y a los únicos que puede llegar a gustarles es a los hippies que se esforzaron tanto por llegar ahí que se mienten a sí mismos, como los que pagan carísimas las entradas de un show (El séptimo día, por ejemplo) y todo les parece maravilloso a la salida, aunque una vocecita interna…

Nada aburrido es el campo en este maravilloso libro del que quiero hablarles. Se llama Oso, y es de la canadiense Marian Engel, editado por Impedimenta en el 30 aniversario de su muerte. Una novela corta, de 170 páginas, con las riendas muy sujetas y un fantástico sentido del humor (en gran parte de las fotos de Marian Engel que circulan en internet, detalle no menor, ella sonríe, un poco al revés de la mayoría de los escritores que tratan de parecer más bien serios, pensantes, graves, sufridos, o cansados de leer esas bibliotecas que suelen aparecer como telón de fondo). Viene recomendada por figuras del calibre de Robertson Davies y Alice Munro, lo que no es decir poco, y a medida transcurre la historia uno entiende que no hay nada inflado en esas recomendaciones, no: la historia está buena y muy bien contada.

Gaje del oficio: me gusta leer todo pensándolo dentro de los géneros, no porque crea que los géneros existen (son más bien problemas de los críticos y no de los escritores) sino porque suelen ofrecer un marco esquemático para pensar los límites de un libro, que en general son rotos por las apuestas individuales. En el caso de Oso, creo que debería ser leído como una historia de amor, pero de amor entre especies.

El argumento es simple, lo que contribuye a su belleza: Lou, una bibliotecaria, recibe el encargo de inventariar los libros de la biblioteca del “Coronel Jocelyn Cary”, situada en una mansión que se levanta en medio de una inhóspita isla canadiense, país bastante inhóspito de por sí. Una vez allí, ayudada por Homer, un habitante del lugar, descubre que una de las posesiones de la casa es un oso pardo, atado a una cadena, en una cabaña adjunta. La novela narra la relación entre el oso y Lou, que no tarda en volverse sexual y acaba siendo amorosa.

Las historias de amor pueden resumirse tan brevemente como los policiales. Son casi intuitivas de tan simples y directas: chico conoce chica, chico lucha por chica, chico se queda con chica. El detalle de que el chico sea un oso de quinientos kilos es lo que le da a esta historia su sabor especial. El animal, al principio, provoca temor: su presencia es amenazante, sus garras largas y afiladas. Su mente, sus estados de ánimo y su carácter, son impenetrables. Es necesario un largo proceso por el cual ambos se conocen, aprenden a tratarse el uno al otro, y terminan haciendo el amor con las lenguas y cosas peores. Al principio es gracioso, después termina siendo tierno y al final lo único que cualquier lector en sus cabales quiere con toda su alma es que terminen juntos. Pero casarse con un oso puede ser más complicado de lo que uno piensa, sobre todo en Canadá.

(Entre paréntesis: cuando salió, la obra fue tildada de perturbadora, transgresora o algo por el estilo. Hoy, años y revueltas culturales después, esa perturbación se ha esfumado, por lo menos fuera de Canadá, donde todo es tan políticamente correcto que a El negro Narcisus, de Conrad, le cambiaron el nombre para que no tuviera una nota racista).

Sabemos que Lou se acostaba (“polvos sobre el escritorio”) con el director del instituto, y sabemos que otra de sus parejas era un hombre horrible, que le exigía todo el tiempo determinadas formas de comportamiento “femeninas”. El oso, con su mudo bamboleo, sus pedos y su furia irracional, estaría significando quizás al hombre perfecto: una mascota, un grandulón peludo que no discute pero cada tanto le raya la espalda con una de sus zarpas. En él se mezclan la figura del bebé, del amante y del enfermo que necesita que le den de comer y lo cuiden, pero sobre todo la inocencia, que es otra de los nombres de la naturaleza. Lou se va a vivir “al campo” (por trabajo, pero también para tomarse unas vacaciones de su propia vida sedentaria) y todo es ligeramente ridículo u ofensivo, hasta que entabla relación con el oso. El animal, cuyos movimientos, gestos y reacciones son descriptos con belleza e intimidad, como si la autora hubiera hecho un profundo trabajo de campo, es el puente hacia la inocencia perdida, lo que verdaderamente buscamos en la naturaleza, sin encontrarlo nunca. Lou lo encuentra y aunque la chica no se quede con el chico el final está en el orden de la felicidad, cosa rara para la literatura.

 

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