Columnas

Immanuel Kant Königsberg, 1789

De la serie "Epifanías"
¿En qué consiste el conocimiento humano, hay algo más allá de la razón? ¿qué debe hacer el hombre, qué puede esperar?

Por Luis Sagasti.

La pregunta es una manzana que cae por su propio peso: ¿cómo hizo Newton para desentrañar las leyes de la física sin salir un minuto de su casa, sin hacer siquiera un experimento? Qué hay en nuestra mente para que podamos hacer algo así, quiso saber Kant quien no abandonó jamás su ciudad natal en los casi ochenta años de su vida. Siempre se creyó que su apego al terruño obedecía a una salud frágil, a vaya a saberse qué temores, a ciertas obsesiones muy toc. Acaso sea todo eso junto aunque visto desde otro lado parece ser más bien un método, una estrategia que develaría el misterio del conocimiento humano. Como ocurre con los científicos, de los filósofos más arduos siempre nos queda una anécdota, una brasita para acompañar alguna frase de poster con la que, creemos, se cifra toda su sabiduría. Sabemos que la regularidad de su paseo diario de cinco a seis de la tarde por la ciudad de Konigsberg era tan exacto que los vecinos ponían en hora su reloj de acuerdo a su andar.

Kant era un viejo cordial; siempre fue viejo y siempre fue cordial; aunque, concedamos,  en esa caminata evitaba cualquier encuentro y nunca se fijó en una mujer que, sabiendo de su derrotero, salía a la puerta de su casa para poder verlo. Siempre. Alguna vez se habrán saludado, como al descuido, se supone.
Y así, paso a paso, construyó su filosofía.

¿En qué consiste el conocimiento humano, hay algo más allá de la razón? ¿qué debe hacer el hombre, qué puede esperar?

“Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Son cosas ambas que no debo buscar fuera de mi círculo visual y limitarme a conjeturarlas como si estuvieran envueltas en tinieblas o se hallaran en lo trascendente; las veo ante mí y las enlazo directamente con la conciencia de mi existencia.” Kant llena de música ese silencio eterno del espacio infinito que aterraba a Pascal. Una cajita musical: fría, mecánica, exacta, invariable, infinita. Contemplar el cielo nocturno es una experiencia sublime: enfrentarse a una magnitud que sobrepasa a la razón. 

Un día, al otro año de escribir lo anterior, el señor Kant no gana la calle como de costumbre. Ya son más de cinco y media, el rumor de que algo malo sucede es un arroyo indetenible. Y como todos allí en la ciudad lo tienen por sabio y los sabios son buenas personas de salud frágil, allí marchan todos a su casa para ver qué había ocurrido.

Kant se encuentra sobrepasado por el entusiasmo, por eso no salió a caminar. Había recibido los diarios de París que dan cuenta de la toma de la Bastilla. Entiende en ese acto político la cifra del progreso humano hacia su destino moral. Podía morirse tranquilo, “he contemplado la gloria del mundo” dice al otro día a sus alumnos.

¿Habrá ido esa señora a la casa del filósofo a ver qué ocurría?, Kant lo era todo para ella, era el cielo arriba y el cielo abajo, la ley en el corazón.

Dos o tres años antes de su muerte, el hombre que entendió como nadie que el tiempo y el espacio eran, por así decir, las condiciones de posibilidad de todo conocimiento, perdió la noción precisamente del tiempo y abandonó sus paseos para siempre. Comenzó a olvidar las cosas, a tener terrores nocturnos (se despertaba a los gritos en la noche), llegó a acusar a su fidelísimo mayordomo de conductas sexuales inapropiadas, aseguraba que la electricidad de los rayos de una tormenta causa enfermedades a los gatos.

La razón lo abandona, lo deja al borde de las estrellas, a un salto hacia lo desconocido, el último que se da.

Dos años después de que se publicara la Crítica de la razón pura los hermanos Montgolfier logran volar en un globo aerostático. Es decir, se dan cuenta como Kant de que el hombre es un ser total y no alguien a quien le faltan las alas.
A cien metros del suelo volaron, al borde de las estrellas.


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