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Extravío

Sabe que está muy cerca de su casa, pero no tiene idea de cómo volver. Es como si estuviera en medio del mar. O en un laberinto.

Por Jorge Consiglio.

brujula

Se abriga como si cumpliera un rito. Está enfundado en un blazer gris. Abajo lleva puesto un pullover de lana tejido; en la cabeza, una gorra. Se mira en el espejo para enroscarse la bufanda. Le cuesta, pero no se da por vencido. Respira por la nariz. Se agita un poco. Todo gesto suyo es, en la misma medida, premeditado y fortuito. Hoy, en este preciso instante, ese hombre es para sí mismo mucho menos que hace unos años, pongamos dos décadas. Una paradoja: ganó volumen pero perdió espesor. Es un martes de junio de 1980. Sale a la calle.

Está en Buenos Aires. En la vereda par de Helguera, por ejemplo. Es la mañana. Son las nueve y media. Siente que el aire frío le endurece el cuerpo. Camina con paso corto, rápido, como si tuviera que cumplir con un horario estricto. Como a todos, representar la vida le impone una instancia de dramatización. En su caso, este recurso se dispone para disimular la demolición personal —tiene más de 80 años— y, en menor medida, la histórica: sus costumbres, lo perimido. El interrogante es: ¿cómo se las ingenia para acelerar en el marco de la máxima desaceleración? Esta cuestión lo enajena. Por eso, anda una cuadra, gira hacia Nazca y se pierde. Sabe que está muy cerca de su casa, pero no tiene idea de cómo volver. Es como si estuviera en medio del mar. O en un laberinto. Nada le sirve como referencia. La confusión no es externa, proviene del espiral de su propia mente. Perdido como está, en medio de lo cotidiano, encarna un problema eterno: el hombre que se abre camino a través del bosque.

No llega a su casa. No sabe cómo hacerlo. Se toca el pecho, la frente. Quisiera palpar un rumbo. Este hombre extraviado en el corazón de un barrio es signo de un presente equivocado, de un tiempo que debe permanecer invisible. En alguna medida, es un espejismo: su propia mano le resulta ajena. Da dos pasos. Se detiene. Está paralizado. Mira lo que conoce, pero ignora la noción de ruta. Hasta lo más común, lo trivial, le resulta ilimitado: una carnicería, un par de zapallos en un cajón, la forma de un limón. Lo marea el número infinito de veces que la realidad tiene de repetirse. En medio de la calle, es consciente de esa clave en la que todo se junta. No hay conjeturas posibles. Cree ver la aberración del paisaje, el sitio por el que se cuela lo ininteligible, pero lo que en verdad ve es el ritmo de su mismidad que en un solo acto lo desbarata.

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