Elogio del desborde
Foto: Alejandra López
Miércoles 13 de agosto de 2025
“Las palabras, en su esencia, cargan con un espesor connotativo que trasciende su mera existencia lingüística", escribe en esta columna el autor de La Circunstancia.
Por Jorge Consiglio.
El malentendido como factor determinante de las relaciones humanas. También como clave en la historia del pensamiento. Entender mal resulta un acontecimiento usual, es lo más corriente del mundo. En ocasiones, cuando un asunto se interpreta de manera incorrecta, surge la duda e, inmediatamente, la necesidad de aclarar o profundizar, lo que abre nuevas perspectivas. Los errores de interpretación, es sabido, propician la actitud crítica. Son corrimientos involuntarios de la ortodoxia. En ocasiones derivan en silogismos herméticos que obligan a reconsiderar el tramado de ideas que los generó y, sobre todo, a explorar nuevos puntos de vista. En resumen, el malentendido actúa como un catalizador que desafía argumentos preconcebidos y estimula a profundizar en el conocimiento y la reflexión.
Por poner un caso, en la secundaria tuve un profesor de filosofía de apellido Pagani ¾tupidos bigotes nietzscheanos, pelo peinado hacia atrás con agua o con gomina- que, cada tanto, hablaba de Ortega y Gasset. Había una frase de este pensador que a él le gustaba repetir: “Yo soy yo y mis circunstancias”. A pesar de que la expresión es sencilla y de que Pagani se esforzaba por esclarecerla, a mí me dejaba afuera, no había forma de que la entendiera, quizás porque tanta repetición la había convertido en una sentencia cristalizada, un fósil lingüístico. Sin embargo, jamás me la pude sacar de la cabeza, y, a medida que pasaban los años, la fui tergiversando y le encontré nuevos sentidos. Me centré en un concepto que, me parece, la máxima encapsula: el individuo y el contexto resultan inseparables; es decir, la razón vital histórica se conecta profundamente con la perspectiva individual y de ahí surge la comprensión del mundo. Eso fue el primer paso. Después, lo asocié con el lenguaje: las palabras que se usan para describir ese mundo (el resultante del cruce entre sujeto y razón histórica) forman también parte del mundo. No se pueden separar del entorno en el que se produjeron.
Me parece, creo, que hasta este momento los enlaces argumentativos fueron correctos, o, para ser más preciso, guardaron cierta coherencia, pero, de pronto, la torrencialidad verbal pudo más, rompió los diques, se desmadró como si se tratara del arroyo Napostá en Bahía Blanca, y trazó un devenir. La nueva vinculación resulta un tanto arbitraria, incluso errada, falaz; sin embargo, el destino al que accedí podría considerarse una especie de iluminación. Relacioné el poder alusivo de las palabras con la subjetividad: la multiplicidad de referencias de un vocablo es responsabilidad de todos los hablantes de ese idioma. Las palabras, en su esencia, cargan con un espesor connotativo que trasciende su mera existencia lingüística, pues su poder radica en la carga subjetiva que la comunidad les atribuye. Son vehículos de significado que, al ser compartidos y utilizados por todos, adquieren una dimensión colectiva que las dota de una fuerza simbólica y emocional. En este sentido, las palabras no solo representan ideas u objetos sino que también construyen y reflejan la subjetividad social, configurando un entramado de significados que se nutre de la experiencia común y de la memoria colectiva.
En la misma línea, encontré un fragmento de una novela de César Aira, En El pensamiento, que ilustra esta cuestión de la proliferación de sentidos de las palabras. El narrador/protagonista de la novela es un niño, homónimo del autor del texto, que vive en un pequeño pueblo rural, una parada ferroviaria, que se llama, justamente, El pensamiento y que queda cerca de Coronel Pringles. Por varias razones, el padre decide poner la educación de su hijo en manos de un preceptor, que es un joven de 20 años. El muchacho vivía en Pringles hasta el momento de tomar el trabajo y, al partir, su madre le pidió que la mantuviera al tanto de su vida. Fastidiado por la demanda, planea una venganza. Le escribirá cartas contándole absolutamente todo lo que le pasará en su nueva residencia, sin omitir nada, ni siquiera un estornudo. Aira niño se queda perplejo frente a esta decisión: una escritura tan abarcadora no le dejará tiempo para vivir. Le pregunta, entonces, a su formador cómo resolverá este dilema. La respuesta es clara: usará la sugerencia, la alusión, contará con el poder de síntesis. Apelará a lo que las palabras irradien. Llegado este punto, el narrador, usando el punto de vista del tutor, enuncia algo que, además de hermoso me parece útil para clarificar lo que vengo enunciando sobre el desborde connotativo de la lengua, sobre su desborde polisémico: “La palabra rana, por ejemplo, hacía que se reflejaran en los círculos del agua del estanque en el que se zambullía los árboles con cada una de sus millones de hojas, y las nubes con sus millones de formas cambiantes, y las penas de los amantes separados y el cielo estrellado en pleno día cruzado por los patos fugitivos, todo con una sola palabrita de dos sílabas y una sola vocal repetida”.