El primer escritorio
Martes 23 de diciembre de 2025
Miguel Vitagliano escribe sobre los escritorios de Sarmiento, Sor Juana, Pablo Neruda y demás autores notables en este extracto de Sala de máquinas (Tenemos las máquinas)
Por Miguel Vitagliano.
El escritorio de san Jerónimo, el traductor de la Biblia al latín, fue el escritorio más representado hasta la invención de la fotografía. Durero realizó su grabado en 1514, casi mil años después de la muerte de san Jerónimo y, sin embargo, eligió representarlo en un ambiente del Renacimiento. Las ventanas terminadas en arcos y con vidrios, el atril, la mesa y las sillas no son propios de la ciudad de Belén en el siglo v. Más allá de eso, resulta oportuno detenerse en el resto de los objetos. Sobre la tabla, solo el atril y el tintero; al costado libros desparramados, aún no se habían inventado las estanterías; atrás, colgadas en la pared, se ven notas, una navaja y unas tijeras. También hay objetos alegóricos, como la cruz, la calavera y el reloj de arena. El león y el perro echados delante de la mesa merecen otra atención. Cuentan que san Jerónimo le quitó a un león una espina que llevaba clavada y que desde entonces la fiera no se apartó de su lado: dicen que murió de hambre junto a su tumba; otros aseguran que la leyenda es atributo de otro santo. Como la presencia del perro, se podría decir, porque ese animal no pertenecía a Jerónimo sino al mismo Durero, que seguramente buscó representar la lealtad a través de él.
La idea que destaca el grabado es que el escritorio ha sido siempre un espacio fuera de lugar para los escritores. Dispositivo de tránsito entre mundos y épocas. Dispositivo de transformación. No hay escritorio que no contenga objetos imposibles, restos de futuros que acaso jamás serán visitados. ¿Qué es lo que cuelga del techo? ¿Es simplemente una calabaza en posición inexplicable? Maquiavelo no ocultó el poder que expandía su propio escritorio. Después de un tiempo en prisión acusado de conspirar contra los Medici, se retiró a vivir a una casa de campo. Pasaba los días entre leñadores cazando tordos en el bosque o conversando en la posada con un carnicero y un molinero. Maquiavelo lo dice de otro modo: «revuelto con estos piojosos, dejo enmohecer mi cerebro y desahogo la malignidad mía». Y contrasta esa situación con lo que le sucedía por las noches al regresar a la casa, cuando se despojaba de la «ropa cotidiana» y entraba a su escritorio a dialogar con los grandes hombres: «Durante cuatro horas no siento fastidio alguno, me olvido de todos los contratiempos; no temo a la pobreza ni me asusta la muerte». En esas condiciones escribió El Príncipe, publicado un año antes de que Durero realizara su grabado.
En plena ciudad de México, en el siglo xvii, Sor Juana Inés de la Cruz hizo de su celda en el convento un laboratorio de ideas. Lo convirtió en el único refugio donde una mujer de su época podía pensar y practicar sin restricciones el estudio de las ciencias y las letras. Para lograrlo se apartó de las carmelitas y se ordenó en el convento de SJerónimo. Como estudiosa de la obra del jesuita Kircher, entendía que las palabras eran cosas con las que se fabrican mecanismos complejos. El nombre de san Jerónimo fue, sin duda, una suerte de talismán. Las celdas del convento, explica Octavio Paz, tenían baño, cocina y sala, además de la habitación para dormir; no eran espacios diminutos, lo minúsculo estaba afuera, en el mundo. El obispo de Puebla le envió a Sor Juana una carta firmada con nombre de mujer en la que la adulaba, la criticaba y le aconsejaba dejar los libros y las ciencias. En realidad estaba tendiéndole una trampa: si ella respondía destacando la importancia de los libros no sagrados lo que le esperaba era la Inquisición. Lo que Sor Juana hizo entonces fue escribir la verdad mientras aparentaba que fingía.
Esa manera de proceder en su Respuesta a Sor Filotea condensa bastante la potencia contenida en los escritorios. Un espacio de combate que siempre es más frontal cuando se toma el camino oblicuo. Un espacio donde los detalles traman rituales secretos. En 1852, el mismo día en que Rosas es derrotado por el Ejército Grande, Sarmiento se alista para una íntima venganza. Ingresa por la noche a la casa de Rosas en Palermo, va a su escritorio y se sienta en su silla, y con la pluma, el papel y la tinta de su enemigo redacta cuatro cartas a unos amigos. «Era esta una satisfacción que me debía», escribió después: «Había cumplido la tarea». ¿En qué lugar se había librado la guerra entre ambos si no era en las palabras?

Para Sarmiento el futuro comenzaba en un escritorio. Es más, había escrito sobre Buenos Aires sin haberla visitado, y lo mismo hizo en verdad con la campaña, a la que llamó «desierto» aun cuando contenía las tierras más fértiles de la región. El espacio más fecundo para Sarmiento estaba en su pluma, por eso no podía perder tiempo en corregir sus escritos teniendo por delante tanto por hacer. Una pluma para un solo mundo. Bertolt Brecht, en cambio, tenía siete escritorios en su casa de Berlín, y en cada uno trabajaba en proyectos diferentes. Eran otros tiempos, a mediados del siglo XX el mundo mostraba nuevas formas de guerra. Se habían abierto todos los frentes en la guerra de masas. No bastaban un escritorio ni un solo tipo de pluma, las ideas debían estar en constante movimiento. Era preciso atender a la combinación de tácticas para mantener una estrategia efectiva. A un burrito de madera que tenía a la vista, Brecht le colgó un cartel que decía «Hasta yo lo tengo que entender» y, en una de las vigas del techo, anotó «La verdad es concreta».
El editor de Suhrkamp Verlag, Siegfried Unseld, destacó la capacidad de su autor para retomar trabajos apartados en alguno de sus escritorios luego de varios años. Brecht recortaba y pegaba frases de distintas versiones de sus textos, como si hiciera montajes o collages. Sus manuscritos siempre estaban en proceso de construcción. Los entregaba a la editorial con notas para la mecanógrafa, pidiéndole que en tal o cual párrafo dejara un amplio espacio para luego poder corregir y borrar.
Otra característica de los escritorios: llegan a ser crueles, prometen compartirlo todo y apenas si sueltan algo. Brecht solía distraerse mirando a través de la ventana que daba al cementerio y terminó por ser enterrado allí. También a Pablo Neruda le gustaba mirar a través de la ventana, contemplaba el mar desde una ventana de Isla Negra, la casa que compró en 1939 para convertirla en un lugar donde escribir. La casa no tardó en ocuparse con mascarones de proa y su colección de caracoles. Un día salió corriendo con Matilde hacia la playa a esperar algo que había divisado en el mar: «Matilde, allí viene mi escritorio».
Mientras unos aspiran a que su escritorio llegue lejos con sus trabajos, Neruda estaba convencido de que su escritorio era una tabla que venía desde los confines. ¿Quién elegía a quién?
Sarmiento murió en Paraguay en 1888, a los 77 años. A sus familiares dejó el expreso pedido de ser fotografiado, no en la cama sino sentado en su sillón de su trabajo. Como si la muerte se confundiera con el sueño.
Georges Perec recordaba la imagen de san Jerónimo en su escritorio, pero la realizada por Antonello da Messina en 1475. El detalle que concitaba su atención era que se veía a san Jerónimo vestido con un suntuoso atuendo rojo y descalzo.
¿Cuál era la razón para esa posición: mover los pies con mayor libertad o maltratar la vanidad del cuerpo ante el frío? Los escritorios son impredecibles, pueden resultar extrañas moradas. La celda de Sor Juana, junto con el resto del convento de San Jerónimo, pasó, por ejemplo, a ser posesión del gobierno mexicano en 1862 y se convirtió en cuartel, y luego en caballeriza. En 1927, ya en manos privadas, Antonieta Rivas Mercado fundó allí el Teatro Ulises: una artista de vanguardia actuando en lo que había sido la odisea de Sor Juana. Después fue el lugar para un salón bailable llamado El Pirata, un cabaret, un conventillo, un parking, un baldío… La rutilante trama barroca incorporó, en 1979, un signo altisonante: el proyecto de crear en el predio una universidad.
Durante las excavaciones para la nueva construcción hallaron entre el palimpsesto de muros lo que podrían ser, según aseguraron, los restos de Sor Juana. Pero ningún rastro de su escritorio.