Columnas

Algo de pulpo en mí

María Sonia Cristoff cruza la lectura de Vampyroteuthis infernalis, de Vilém Flusser (InterZona) y Autobiografía de un pulpo, de Vinciane Despret (Consonni), con un revelador paseo por la playas patagónicas.




Por María Sonia Cristoff



Me meto por el pasadizo secreto, el que solo conocen los locales, y de pronto los veo, estoy ahí. En medio del cementerio de barcos. Años sin verlos. Es porque los vallaron, dijo anoche mi amiga, y después me describió este pasadizo. Camino entre las moles oxidadas, los despojos. En este viaje al Sur traté de ver a un par de esos amigos que por acá todavía me quedan y fue ahí, en una de esas conversaciones, que salió el tema de los barcos, de estos barcos abandonados. O más bien no: salió el tema de las exploraciones submarinas que en estos días han capturado tantas atenciones, las que está haciendo el Conicet, y todos en la mesa se pusieron a hablar maravillas de las profundidades oceánicas que habían visto en transmisiones simultáneas, y que suelen ver también en sus buceos, y de los animales increíbles, y de los colores deslumbrantes. Les dije que para mí, en cambio, el fondo del mar siempre había sido sinónimo de un negro absoluto, una oscuridad al borde del terror, y ahí fue que me acordé de estos barcos abandonados entre los que ahora circulo, porque era precisamente un tipo de terror que se me volvía muy presente cada vez que, caminando por la costa, me topaba con ellos. Porque antes, un antes que se remonta a mi infancia, o a mi adolescencia, no estaban vallados, como ya dije, y el efecto era claramente otro. Iba por la costa del mar, feliz, despreocupada, mirando el color del cielo o escuchando música, pensando en la conversación de ayer, en el plan de mañana, y de pronto, como salido de la nada, aparecía uno de estos barcos. Encallado por completo en la arena, totalmente fuera de su hábitat, como a veces les pasa a las ballenas por estas mismas costas. Pero lo que en la ballena genera compasión o angustia, acá trocaba en amenaza, en una inquietud que oscilaba entre la fascinación y el miedo. En principio por esa cosa de mole gigantesca que aun en su inmovilidad parece avanzar sobre uno, luego por el azoramiento que me generaba tener frente a mis ojos la parte nada menor que los barcos nos ocultan a la vista mientras navegan por las superficies acuáticas, como si alguien nos revelara de pronto su cara velada, su lado insospechado. Una ráfaga de extrañamiento submarino, digamos. Y luego también por la certeza de que esa parte oculta, la misma que en aquellos momentos de estupor habría podido tocar con solo estirar la mano, era la parte que conocía de cerca e íntimamente el fondo del mar, verdadero origen de mi fascinación y mi miedo. Terrores de una niña que creció muy cerca de un pueblo marítimo, supongo. O de una adolescente que creció leyendo los viajes torturados de Arthur Gordon Pym o del capitán Ahab. O terrores de una mujer que devino escritora: en la mesa de anoche uno de mis amigos dijo que en la jerga de los navegantes, a esa parte del casco que queda bajo la superficie, la que conoce de cerca el fondo del mar, se la llama “obra viva”, y a la parte que queda por encima, “obra muerta”.  

Tal vez por esos dos nombres que me quedaron rondando en la cabeza, o simplemente por el paso de los años, esta vez me animo a estirar la mano y tocar el casco, este hierro oxidado y áspero, grumoso, que alguna vez fue rojo. En ese instante me acuerdo de otra lectura, una más reciente, esa especie de fábula filosófica llamada Vampyroteuthis infernalis en la cual Vilém Flusser arma sus conjeturas siguiendo la pista del animal submarino que le da título a su libro, el calamar vampiro del infierno en lenguaje no especializado. Ahí, pienso de pronto, en ese libro, se conjuga la fascinación por los animales subacuáticos y su hábitat de los que hablaban anoche mis amigos con mi terror atávico a los abismos marítimos, que van mucho más allá de mi relación con la escritura pero a los que vuelvo a contactar, a revisitar, gracias a ella, porque si algo queda claro es sin ese contacto con lo infernal solo puede salir, en términos de mi amigo el navegante, obra muerta.  

Cuando vuelvo a mi escritorio porteño, lo primero que hago es buscar el ejemplar del libro de Flusser, que editó hace poco Interzona. Vuelvo a mirar fascinada las ilustraciones de Luois Bec y la tapa de N.C. Wyeth que me remite a los clásicos anglosajones de mi infancia. Hace poco, empieza diciendo Flusser en este libro publicado originalmente a fines de los años ochenta, se pescó en las aguas del Pacífico, frente a las costas de la China, un ejemplar de esta especie rarísima que habita en esas profundidades donde la oscuridad es total, las temperaturas están siempre en un punto de congelamiento y la presión es mil veces mayor que la atmosférica. Me corre un escalofrío por la espalda mientras releo los párrafos que marqué. No me acuerdo de haber sintonizado esta línea abismal cuando lo leí, hace un par de meses. Más bien leía buscando modos de conectarlo con el de Vinciane Despret, Autobiografía de un pulpo, editado por Consonni, no solo por las proximidades biológicas entre el vampireteuthis y los pulpos de la comunidad en las costas napolitanas de la que habla Despret sino por la capacidad de abordar lo animal desarmando miradas antropocéntricas que evidencian los dos libros. Aunque, ahora que lo pienso, hubo un momento en aquella primera lectura de hace meses en el que también me quedé helada, sí, pero por otra razón, una extratextual: por primera vez en mucho tiempo yo acababa de cambiar de homeópata y, justo cuando leía esos dos libros en paralelo, la nueva médica me prescribió que tomara Sepia, el medicamento que viene precisamente de un tipo de pulpo, el que tiene ese nombre.  

Quizás sea entonces porque ahora hay algo de pulpo en mí, o quizás sea por haberme finalmente animado a tocar aquel casco que alguna vez fue rojo, o quizás sea por las dos cosas y tantas otras a la vez, que quién sabe cómo es que se van abriendo nuevas líneas de sentido en aquello que leemos, pero ahora, mientras sigo releyendo mis párrafos marcados, me doy cuenta de que en esta fábula, como él mismo la llama, Flusser escribe por un lado fascinado por las capacidades emancipatorias que laten en el vampyroteuthis -en sus movimientos, en su colorido, en su predisposición al juego como forma de vida y al sexo como forma de encuentro- y por el otro, ya yendo a un terreno metafórico en el cual el ser humano puede verse como un espejo distorsionado del vampyroteuthis, Flusser escribe a la vez aterrado por las capacidades destructivas que laten en el calamar vampiro, en nosotros, en el error de traer a la superficie esas mismas pulsiones subterráneas que laten en ambos ya no en su versión emancipatoria sino destructiva. Ve ejemplos en la Historia de esto último. El exterminio nazi -en el cual, además, murió toda su familia- es uno, la carrera nuclear otra. Me pregunto si Flusser, que murió a principios de los noventa, habría agregado hoy a la inteligencia artificial a la lista, pero antes de armar algo remotamente parecido a una conjetura me voy de tema, vuelvo a mi oficio cotidiano y pienso, tan metafóricamente como lo hace él, que en la práctica de la escritura se sintetizan esas dos opciones de las que habla en este libro: una práctica que supone entrar en contacto con nuestras pulsiones sin quedar atrapados en su versión aniquiladora, que permite “dejar emerger al vampyroteuthis sin ser deglutido por él”, que transforma al infierno en formas emancipatorias del juego y del sexo, en obra viva.  

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