Prólogos

"Una lengua, como un invierno, no puede ser explicada"

Por Tatiana Ţîbuleac

Compartimos la nota introductoria a El jardín de vidrio (Impedimenta). "Un alfabeto ruso volcado sobre unas palabras rumanas y arrojado como un hueso a un enclave perdido. Esto es lo que nos sucedió a nosotros, los habitantes de Besarabia".

Por Tatiana Ţîbuleac. Traducción del rumano a cargo de Marian Ochoa de Eribe.

 

Cuando me trasladé de Chisináu a París, llevé conmigo algunos libros de relatos que fueron mi refugio. Los tengo en una estantería aparte, y en mi casa los llaman "los libros de mamá". No porque sean míos, sino porque soy la única de la familia que puede leerlos. La lengua en que fueron escritos se ha perdido. "Y ni siquiera debería haber existido", les digo a mis hijos siempre, luego me callo y no añado nada más. Una lengua, como un invierno, no puede ser explicada.

Una lengua, en cambio, puede ser inventada.

Y lo fue, un alfabeto ruso volcado sobre unas palabras rumanas y arrojado como un hueso a un enclave perdido. Esto es lo que nos sucedió a nosotros, los habitantes de Besarabia. Vivimos con la lengua moldava durante medio siglo, como vivirías con alguien a quien conoces de toda la vida y que pierde la cabeza de la noche a la mañana. ¿Es mucho, es poco... cincuenta años?

Para mis abuelos, que fueron enviados a Siberia a morir, pero que regresaron a casa, significó un letargo. La nueva lengua nunca sirvió para guardar recuerdos, fiestas, alegrías. Mi abuelo ni siquiera aprendió a escribirla, como si "el moldavo" fuera una enfermedad, no una grafía. Murió anciano y analfabeto, con todas las letras latinas anudadas a él como un ramillete.

Para mis padres fue una ruptura de todo lo que significaba dignidad, pertenencia, afirmación. Nunca pensé que llegaría a ver a mi padre arrojando libros a la basura, pero lo vi. Los libros en la lengua que lo había cercenado.

¿Y para mí? ¿Qué significó esa lengua para mí y para mi generación? Para todos los niños que nacieron en esta lengua, que amaron, que aprendieron a soñar y que un día descubrieron que era falsa. Me he preguntado miles de veces cómo puedes llegar a odiar la lengua en la que te sabes todos los cuentos y todas las canciones. Y me lo sigo preguntando todavía, siempre con un sentimiento de culpa, siempre en voz baja.

Con el paso del tiempo, he aprendido a guardar una cierta distancia respecto a aquellos años. Nostalgia, curiosidad, deseo de venganza… He transitado todos los estados. ¿Sin embargo, cuánto vale, en términos de indemnización, una mano o un ojo? ¿Cómo puedes robar algo que no se ve?

Me siento a menudo como los libros de mi estantería, inteligibles solo a medias, verdaderos solo a medias. Una mezcla entre lo que soy y lo que debería ser, algo que une como un pegamento vivo cosas que no se pueden unir. He estado siempre "entre", formo parte de la generación "entre", una generación en vías de desaparición.

"¡Tiene que haber un mapa!", solíamos decir de niños cuando nos topábamos con algo incomprensible. Estábamos convencidos de que cualquier carta, cualquier galimatías o adversidad se desvelaría sin duda si teníamos a mano el mapa adecuado. Han pasado muchos años hasta que he comprendido que algunas respuestas no te traen felicidad ni justicia, sino que se solidifican con el tiempo como unos hitos de piedra.

Tal vez este libro sea también un hito en un camino muy largo y accidentado. O tal vez sea un mapa.

París, enero de 2021

 

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