Viajar por la ciudad de los muertos
Por Jonathan Lethem
Viernes 04 de octubre de 2019
"Cuando creí que por fin había llegado a la ciudad de los muertos me hallaba entre porciones interminables de pasto revuelto y bloques de tierra fresca, repletos de pequeñas cruces de madera blanca, con los nombres de los muertos delicadamente inscriptos, y las fechas de su permanencia en la ciudad de los vivos": la bitácora que el autor estadounidense leyó en el último Filba Internacional.
Por Jonathan Lethem. Traducción de Gabriela Adamo. Foto de Walter Sangroni.
Lo raro de la ciudad de los muertos, me estaba diciendo mi compañero, es que solo hay una manera de entrar… Bueno, en realidad hay dos, para ser exacto, pero hay una sola forma de hacerlo por tus propios medios. Por la entrada principal, quiero decir. Cruzábamos esa entrada cuando lo dijo; yo estaba distraído por las esculturas, las criptas como hileras de casas en un barrio pudiente, como de estilo holandés, y por las calles de adoquín con carteles con nombres y alcantarillas y postes de iluminación y vistas profundas, ordenadas, como las de las avenidas que nacen en el Arco de Triunfo en París. Entonces realmente es una ciudad de los muertos, exclamé, a lo que mi compañero respondió que en realidad no era tan impresionante, no si lo comparaba con el cementerio reservado para los ricos, el que la mayoría de las guías turísticas sugerirían que deberíamos estar visitando, realmente una ciudad de los muertos, y en ese sentido yo tenía razón -solo que no tenía razón en sentirme impresionado por este barrio como una fortaleza de galletitas de jengibre, con el esplendor falso de una clase media alta, como una cuadra del Manhattan de Edith Wharton, que si me gustaban esas cosas me gustaría mucho más el cementerio reservado para los ricos. No, no debería sentirme impresionado todavía, esta era solo la fachada, de algún modo, el pueblo de Potemkin, una extensión de la misma entrada, el rostro que la ciudad de los muertos mostraba a la ciudad de los vivos que la rodeaba por todos lados y, sin embargo, solo podía entrar a este lugar de visita, y por eso resultaba que entrar era algo así como trepar a través de la boca de una máscara con sonrisa dudosa, como una atracción en una feria de carnaval, y ser tragado por las ilusiones temporarias del lugar. No, si quería viajar por la ciudad de los muertos debía ir más allá de sus pretensiones, que son mucho menores que las pretensiones del cementerio reservado para los ricos, que por ejemplo contiene la tumba del general; el cementerio que uno de cada dos visitantes de la ciudad seguramente estaba recorriendo en este preciso momento, dejándonos casi solos cuando pasamos más allá del portón alto y las estatuas inferiores y los adoquines y los carteles con los nombres de las calles, más allá de la tumba muy ignorada del gremialista muy olvidado que se atrevió a oponerse al general y más tarde se convirtió en el compañero del general, confundiendo mucho a los seguidores de ambos hombres, o por lo menos así me pareció según lo que contó mi compañero, mientras seguía sus pasos rápidos hacia lo que él me aseguraba era la verdadera ciudad de los muertos, a la que había un solo ingreso, el que acabábamos de usar. No tuve tiempo de mirar hacia atrás.
Cuando creí que por fin había llegado a la ciudad de los muertos me hallaba entre porciones interminables de pasto revuelto y bloques de tierra fresca, repletos de pequeñas cruces de madera blanca, con los nombres de los muertos delicadamente inscriptos, y las fechas de su permanencia en la ciudad de los vivos, cruces que en muy pocos casos tenían algún otro adorno, en parcelas con pequeños ramos de flores frescas o marchitas y camafeos clavados en pequeños maderos para que se mantuvieran derechos en el suelo irregular, interrumpido. Cada una de estas pequeñas tumbas era personal, tan exquisitamente privada e íntima que parecía impropio mirarlas de reojo o incluso, tal vez, hacer algún comentario a mi compañero, que se había detenido bajo la sombra de un pequeño árbol retorcido para tomar un trago de la lata de cerveza que había sacado del bolsillo de su buzo. Cuando la abrió, se oyó un pequeño “chuff” que se elevó como mosquitos maleducados en el claro de silencio que rodeaba la escena. Había comprado la lata de cerveza cuando veníamos a la ciudad de los muertos, desviando a nuestro taxista hacia uno de los pequeños locales que hay por doquier y que llaman “kiosko”, con hombres enmarcados en pequeñas ventanas cuadradas y rodeados de aparatos de plástico y caramelos y revistas y anuncios de bebidas frías como la que mi compañero estaba disfrutando bajo la sombra del árbol. Era un día caluroso. El se había apartado de mí, tal vez por discreción, o quizá con desagrado, mientras yo empezaba a registrar la escena con mayor detalle. Estas parcelas privadas señalaban el pasaje de aquellos que solo eran conocidos por quienes los conocían, solo recordados por quienes los recordaban y, tal vez lo más esencial, presentes en la ciudad de los muertos solo por un tiempo determinado, una duración financiera, si entendí bien. Estos nombres estaban condenados a sufrir un imperdonable segundo descenso hacia el anonimato, comprendí, ahora que veía las filas y pilas de cruces desenterradas, con fechas apenas menos recientes que las que aún estaban plantadas en la tierra. Este vecindario, a pesar de su primera impresión de placidez y discreción, era el escenario de un recambio vertiginoso, con actividad permanente, en la que los cavadores se dedicaban a su trabajo cotidiano con la misma falta de remordimientos de los oficiales con órdenes de desalojo; recordé los clichés del melodrama victoriano: “¡Debes pagar el alquiler!”, “¡No puedo pagar el alquiler!”. Era una escena con inquilinatos y hoteles baratos, de ocupación temporaria. Tal vez era algo parecido a la sala de espera de un aeropuerto, un espacio de guarda en el que el tiempo parece haberse detenido, pero las personas que ocupan la escena congelada cambian a cada rato, solo que en lugar de subir a un avión, aquí estaban cambiando sus pasaportes para poder ingresar a otra sala de espera, más remota, en un recorrido infinito de salas como estas, cada una más lejos todavía de cualquier lugar en el que un avión hubiese podido haber despegado alguna vez. La palabra que se me había ocurrido, recambio, era demasiado exacta para mi gusto. De pronto vi el espacio entero como en un documental de Walt Disney sobre la naturaleza -como The Living Desert-, en el que los trucos de la filmación acelerada revelan cómo la naturaleza aparentemente inerte del desierto consiste, en realidad, en un ciclo de florecimiento y descomposición y actividad tan frenética como un panal de abejas. Mi compañero estaba terminando su cerveza. Cuando me acerqué y retomamos la caminata a través de varios pasillos llenos de estas cruces anónimas, nuestra conversación era oblicua, indirecta, y aunque quería sentir que ahora sí había estado en la ciudad de los muertos, él, a su manera, se negó a confirmarlo.
-Hay tanto de esto -dije-. Una cantidad tremenda.
-Más de lo que puedas saber -respondió-. Más de lo que puedas imaginar.
-Imagino bastante -dije.
-Es más que eso -respondió.
Pero al parecer aún no había llegado del todo a mi destino en la ciudad de los muertos, al menos no hasta que seguí a mi compañero por unos caminos más y nos encontramos con filas y filas de espacios de almacenamiento, cajas de piedra como un archivo gigantesco diseñado para minimizar e intimidar el espíritu humano, como las oficinas inhumanas evocadas por Kafka. Y detrás de cada uno de estos compartimentos con frentes chatos, de piedra -muchos de ellos decorados, como las tumbas en la tierra, con puntillas de flores marchitas o camafeos con el rostro vivo de los que estaban dentro-, había unas cajas sencillas de madera apenas más grandes que un par de cajas de zapatos, en las que se apretaban esqueletos humanos. El motivo que entendí es que los ladrones habían estado trabajando, de vez en cuando, y que por cada diez o veinte fachadas de piedra intacta, una estaba rota, el interior a la vista. Los huesos que no se llevaban eran, siempre, fémures y pies; a menudo también los brazos. Lo que siempre desaparecía eran los cráneos. Alguien cosechaba estos muertos, en una acción menos rítmica que la de los desalojos del subsuelo. Esto, más bien, parecía algún tipo de ataque, en ambos sentidos de la palabra: un robo y un brote de locura, un suceso convulsivo. Mis propias especulaciones me resultaron insoportables. En la enorme superficie de gabinetes de piedra debe haber habido centenares, o millares, de este tipo de ataques: ¿era posible que el vecindario que rodeaba a la ciudad de los muertos consistiera únicamente de estudiantes de medicina pobres y hambrientos, devotos del heavy metal o necrofílicos? ¿O se trataba de algo al mismo tiempo más y menos específico, una especie de impulso colectivo no enunciado, una venganza de los vivos sobre los muertos? Mi compañero no dijo nada, pero señaló unas tumbas detrás de nosotros, junto a un pequeño cartel y una espiga que crecía en el suelo, al lado de un desagüe. Traducido, el cartel decía por favor no utilice esta fuente para lavar a los muertos. Era el pedido, supuse, de que uno tuviera la decencia de lavar los cráneos robados en casa, como correspondía. En una jurisdicción caótica, aquí había algo simple.
Supe con certeza que había caminado en la ciudad de los muertos solo cuando empecé a alejarme, pero para lograrlo tuve que descubrir lo que había debajo de mis pies. Mi compañero y yo caminamos, o tal vez yo fui guiado, hacia un hoyo en el suelo que, a medida que me acercaba, resultó ser una apertura gigante, una grieta profunda como aquellas que revelan sistemas subterráneos que necesitan una ventilación hacia el aire, como un bunker de maquinarias o cañerías bajo tierra en la que los trabajadores se afanan debajo de la ciudad, o como las ventilaciones de las estaciones de sistemas de trenes subterráneos. De hecho, cuando estuve suficientemente cerca como para mirar hacia abajo, descubrí que realmente se trataba de un subterráneo para los muertos. Los trenes, en ese momento detenidos en la estación, eran una versión más moderna y segura de los cubículos apilados arriba del suelo, esos que parecían archivos, los que habían sido decimados por ladrones de cráneos, los vengadores de los vivos. Por contraste, estos se veían inmaculados. Menos decorados que los que estaban sobre tierra, no habían sido profanados. Percibí la vibración leve de los motores de los trenes que esperaban el anochecer, cuando los portones de la ciudad de los muertos se cerraban, para poder empezar con su pasaje. Más temprano mi compañero me había contado cómo, de adolescentes, él y sus amigos habían esperado el cierre de los portones para desafiarse a pasar una noche allí, fumando y bebiendo y escondiéndose detrás de las tumbas, y ahora me contaba que fue durante una de esas noches de vándalos que descubrió el movimiento del subte de los muertos. En ese momento entendí que lo que convertía al lugar en algo distinto de un cementerio -no importa el esplendor de su rival, el cementerio reservado para los ricos, el que tiene las esculturas de nivel internacional que ridiculizan a las estatuas que hay acá, el que tiene la estatua del general, no importa-, lo que convertía a este lugar en la ciudad de los muertos era la presencia del tren subterráneo. El subte, el vasto y ecléctico distrito que corre por debajo de todos los demás como el sistema nervioso del cuerpo: eso es lo que define a una ciudad, me pareció entonces. Y entonces también entendí que si bien hay una sola manera de entrar a la ciudad de los muertos -o una sola de hacerlo por tus propios medios, es decir, obviamente, a través del portón-, había una segunda forma de salir. ¿Querés subirte al tren?, preguntó mi compañero. Tiene una parada cerca de tu hotel. Confié en él -había sido un buen compañero en este viaje- y dije que sí, que quería.