Filba

El otro

Jiniva Irazábal / Filba

Compartimos el texto que el argentino Nelson Specchia leyó, junto a Jon Bilbao, Lina Meruane, Lucas Soares y Gabrielle Boulianne-Tremblay en la inauguración del Filba 2025. 



Por Nelson Specchia



  

Buenas tardes. 

Nuestra relación comenzó -como suelen comenzar muchas relaciones duraderas- con una especie de malentendido: nos pusieron demasiados nombres. O sea que, prácticamente, es un malentendido de origen, puesto que se arrastra desde el momento uno de nuestra existencia. Verán: por elección de mi madre fui nombrado como Gustavo; mi padre, por su lado, me eligió el nombre de uno de sus héroes históricos predilectos: Lord Nelson. Pero, por mandato familiar, debía llevar el Pantaleón prescriptivo (que también llevaba mi padre), y el Nicolás, que llevaba mi abuelo, y sus padres y sus abuelos y todos los primogénitos de la familia desde -supuestamente- el siglo XIII. Así fue como arranqué con seis largos nombres, los que son suficientes para dos personas, aquí y en cualquier lado.  

Advertí su presencia, casi subrepticia, bastante más tarde, en todo caso. Siempre he hablado solo, en casa, cocinando, o por los caminos, vagando por ahí, quizás alentado por aquella sentencia de don Antonio, que decía que “quien habla solo espera hablar a Dios un día”. La sorpresa (o la revelación, si ustedes me lo permiten, ya que he citado tan alta fuente) fue advertir conatos de respuestas en ese soliloquio. Entonces comencé a prestar atención y, con algún disimulo al principio y desembozadamente luego, a inquirir, a preguntar, y a dejarme cuestionar. 

Y también -con cierta dosis de discreción- ir intentando conocerlo, a pesar de la cercanía (que llamaría “íntima” si no fuera una redundancia). Me percaté primero de las diferencias: él, era evidente, no tenía el arrojo del manco vencedor de Trafalgar ni su manía de meterse en problemas (que siempre ha sido uno de mis sinos); por el contrario, parecía madurar un talante más calmo, pausado, casi conservador, como mis tan conservadores ancestros paternos. Con señales y signos de este tipo fui deduciendo, con los años, algunos rasgos de su personalidad, que, claro, también era la mía, pero, claro, no lo era. Yo soy -me decía- de los Nelson; él -le decía- de los Pantaleones.  

Nombrar -lo sabemos por indicación veterotestamentaria- es crear. Y nombradas nuestras áreas, los diálogos del soliloquio devinieron más ágiles, más sustantivos. Más fructíferos, en definitiva. Así, diría que Pantaleón ha sido, además de coautor, mi primer lector. Y desde hace mucho ya, un crítico insustituible. En prácticamente todos mis textos podría subrayar trozos que le pertenecen. O recordar versos o párrafos enteros de sus supresiones (porque, en la tradición pantaleónica, es de duro cortar y tachar). 

No los abrumaré con detalles (por lo demás, privadísimos, ustedes comprenderán; en definitiva, y aunque sea una imagen remanida, he de decir que me conoce como nadie), sólo mencionaré uno, para ilustrar nuestra mutua colaboración: tuvimos una cuestión con Santa Teresa. 

Yo estaba escribiendo un cuento centrado en la personalidad de Teresa de Ávila, lo que había significado para su tiempo; su marranismo; las formas espurias en que fue deformado su legado; la carnicería que hizo la iglesia con su cadáver; la forma desvergonzada de la dictadura franquista de apropiarse de su figura, esas cosas. Tenía el cuento entero armado en mi cabeza, pero no encontraba el narrador, alguien que la hubiese conocido, que hubiera conocido a Teresa de cerca y que pudiera contar su historia contra la Historia. Hasta que una tarde, hablando solo mientras vagaba por la costa (el mar es mi elemento, como el de Nelson) escuché decir a Pantaleón: al cuento le sobran tres páginas y al cadáver de Teresa le falta un dedo. Alguna vez lo habría leído en algún lado: en efecto, de las destazadas secciones en que se ha repartido el cadáver de la Santa de Ávila por toda España, hay un dedo que no se ha recuperado nunca. Así encontré a mi narrador: al cuento lo contaría ese dedo improbable, esa parte de su cuerpo, su testigo directo y remoto. Ahí estaba: Pantaleón lo había encontrado, era perfecto. El texto quedó resuelto (también acertó con las tachaduras: le sobraban tres páginas) y redacté “El dedo de Teresa” en el transcurso de una tarde. 

Como ven, para mí -y completando aquel verso de Machado- “el soliloquio es plática con ese buen amigo que me enseñó el secreto de la filantropía”. Esto es, a que nada de lo humano me sea ajeno.  

Muchas gracias. 


Korcula, 12 de septiembre, 2025.  

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