El elefante roto

Por Jon Bilbao.

Cuando yo era niño mis padres tenían un amigo que trabajaba como misionero seglar en Burundi. Siempre que nos visitaba nos traía regalos. Algunos eran piezas de artesanía que solían darle los nativos.

Uno de los regalos que nos hizo fue una talla en marfil de un elefante. Tenía palmo y medio de alto y representaba a un elefante macho con la cabeza erguida y la trompa curvada en una poderosa S. El autor lo había tallado con todo detalle: las arrugas de la piel, la lengua triangular asomando de la boca, los dos orificios del extremo de la trompa, el par de brillantes colmillos...

Yo, que por aquel entonces vivía fascinado por todo lo relacionado con los animales, de inmediato me apropié de aquel objeto de adorno. Jugaba con él, poniendo todo el cuidado del que es capaz un niño de seis años. Los colmillos eran tan puntiagudos como para producir una herida notable. Me gustaba acercarme el elefante a la cara para que pareciera más grande y amenazador.

Habitualmente, el elefante de marfil tenía su sitio en la repisa de la chimenea del salón. Un sábado por la mañana, cuando fui a buscarlo para jugar con él, me encontré con que los colmillos habían desaparecido. Alguien los había roto a la altura de su base. Llorando, corrí junto a mi madre para preguntarle qué había pasado.

Mi hermano pequeño había querido jugar también con el elefante, me dijo. Al tratar de tomarlo de la repisa de la chimenea, la talla se le había resbalado de las manos y caído al suelo. Pero el desperfecto apenas se notaba, se apresuró mi madre a añadir. Salvo por los colmillos, el elefante estaba igual que antes. Yo podía seguir jugando con él.

Me enjugué las lágrimas y asentí. Después fui en busca de mi hermano. No me importó que sólo tuviera tres años y que fuera demasiado bajo como para llegar a la repisa de la chimenea. Lo zarandeé a conciencia y puede que le diera algún golpe. Ni siquiera me molesté en explicarle el motivo de mi enfado. Rompió a llorar y mi madre tuvo que ir a separarnos. Me gané una buena riña.

Mi madre estuvo triste durante el resto del día. Cada poco rato, iba junto a mi hermano, lo abrazaba y lo acunaba, aunque hacía mucho que él ya había dejado de llorar.

Yo nunca volví a jugar con el elefante. Estaba roto. Ya no me gustaba.

Hoy el elefante sigue estando en la casa de mis padres, en su lugar sobre la chimenea. La versión oficial continúa siendo que lo rompió mi hermano.

Hace unos años, un conocido de la familia vino de visita. Era anticuario y entendía de marfil. La talla del elefante llamó su atención. Tras examinarla, declaró que, si no estuviera deteriorada, podría alcanzar un precio muy considerable.