Tres poemas de H. A. Murena
Presentados por María Negroni
Miércoles 03 de marzo de 2021
Escritor, ensayista, narrador, poeta y traductor argentino, escribió unos veinte libros de todos los géneros literarios y fue habitual colaborador de la revista Sur y del suplemento cultural del diario La Nación. Sostuvo que el escritor debía ser “anacrónico, en el sentido originario de la palabra que designa el estar contra el tiempo”. Compartimos algunas piezas, gentileza de Pre-Textos, y tomado de Una corteza de paraíso (1951-1979).
Héctor Álvarez Murena, más conocido como H. A. Murena (Buenos Aires, 1923-1975) fue un escritor, ensayista, narrador, poeta y traductor argentino. Escribió unos veinte libros de todos los géneros literarios y fue habitual colaborador de la revista Sur y del suplemento cultural del diario La Nación. En 1946, publicó su primer libro Primer testamento, un volumen de cuentos. Murena sostuvo que el escritor debía ser “anacrónico, en el sentido originario de la palabra que designa el estar contra el tiempo”.
Compartimos algunas piezas, gentileza de Pre-Textos, y tomado de Una corteza de paraíso (1951-1979), con bibliografía de Federico Barea y edición a cargo de María Negroni y Federico Barea, publicado en Valencia en 2018.
En el prólogo, María Negroni escribe:
"Empecé a leer la poesía de H. A. Murena en los años noventa, en medio de un clima cultural que celebraba modas un tanto horripilantes. El deslumbramiento fue instantáneo. Busqué sus libros, todos inconseguibles, y los leí de un modo espasmódico, a medida que me los agenciaba. ¿De dónde salía este poeta? ¿A qué tradición se afiliaba? ¿Por qué se lo conocía tan mal?
De libro a libro Murena alcanza, con gracia y con saña, su “estilo tardío”, ese momento único en el cual, según Edward Said, los artistas, ya en plena posesión de su instrumento, establecen con el status quo una relación contradictoria y alienada. No estamos aquí en presencia de una hecatombe lingüística, al modo pizarnikiano, en la cual la obra se vuelve, al final, más caprichosa y excéntrica, sino de la asunción plena de un estilo peliagudo, airosamente sordo a cualquier tipo de mandatos.
Ninguna hojarasca. Los poemas, delgadísimos, se yerguen sin sostén. Faltan los verbos, los conectores, los desvíos retóricos, los adornos. Las proposiciones fluyen en cascada, concisas y retardatarias, provocando saltos de sentido. O, como diría Luis Thonis, “estamos ante esa voz lenta, escalonada, sincopada, que encadena efectos de silepsis y tensión metafórica”. Como ocurre en los poemas de Celan o de Rilke, los versos quedan colgando del vacío, como esquirlas del pensamiento. Cualquier resolución es aparente. Cualquier corolario, engañoso. Cada verso niega, completa y complejiza al anterior, abre y cierra, duda y guía, expone los opuestos y en esos opuestos, ve una nueva puerta que vuelve a exigir la entrega y la aquiescencia.
Su concepción del arte y del lenguaje discutió siempre con la rúbrica comprometida de Sartre y también con la de sus contemporáneos locales de la revista Contorno. Para Murena, nunca fue función del arte modificar la realidad. Habría podido exclamar, como el cineasta checo Jan Švankmajer: “¡Me niego a reformar la civilización con mi obra!”.
Al presunto ideal de lo comunitario, opuso como nadie el derecho de cada uno a pensar por sí mismo y, sobre todo, en contra de sí mismo. No olvidemos que alguna vez definió la forma literaria del ensayo como “una vacilación afortunada de la cultura” y que siempre prefirió la ineficacia del arte a la así llamada acción.
En 1607, el monje Chen-i conoció a una mujer que había pasado muchos años en las Montañas de Wu-t’ai. La mujer vivía bajo una techumbre de juncos con goteras, de un metro de altura; casi nunca comía; llevaba el cabello enmarañado. Cuando le preguntaban su nombre, respondía: “No tengo nombre”. Cuando le preguntaban su edad: “No tengo edad”. Cuando le preguntaban por su método de meditación: “Sólo estoy sentada. No hay ningún método”. Cuando le preguntaban qué había logrado entender: “Mis oídos oyen el sonido del viento, la lluvia y los pájaros”.
Siempre pensé que esa mujer sin nombre, sin edad, sin método hubiera podido habitar, sin desmerecerla, la poesía de Murena. Me la imagino así, sentada en silencio en medio de esos poemas diminutos, sin premuras ni sobresaltos, sin hacerle preguntas al lenguaje, abocada sólo al don más difícil: aquel que es en la medida en que deja de ser. Cuando ella salga de esta página, quedará una estela. Una diáfana incertidumbre, hecha de mundos imposibles, de tan reales".
De La vida nueva
(1951)
HIMNOS A LA NOCHE
I
Con qué corazón, con qué ánimo cantarte, noche,
en esta ciudad triste como una gran niña sorda
que no podía desearnos, entre hombres fatigados
por el peor de los males, por la espera, que venían
a repetir en vano desde todas partes los llamados,
las comidas, las frustradas fiestas, a mancharte
sin saberlo, simulando en tus umbrales el inefable ruido
que es el mundo en los días de la vida verdadera?
Íbamos solos y callados por calles, por iluminadas
avenidas,
nos mirábamos sin paz, como sacerdotes amenazados,
en nuestra piel contábamos el paso del tiempo,
en la vaga angustia de una mujer que nos quería,
mientras sentíamos siempre entre los dientes el gusto
honroso y mortal de un fruto de silencio que ardía.
Y ese fruto era el válido homenaje de nuestras voces
que el alba a veces premiaba con su turbia amnistía.
De El Círculo de los Paraísos
(1958)
TRES ELEGÍAS
I
Sólo
en la gran soledad,
me descubro,
yo,
que sentí acudir la dicha
desde todos los puntos de mi cuerpo,
mi alma,
que en los años del tiempo celeste
sobre el enigma de tu rostro cándido
en círculo se cerraba, y desde allí
crecía cubierta de sortilegios diurnos,
no soy, no soy,
derivo, pesado,
porque no me fijas ya
en el agua de negros sueños
en que se ha tornado bruscamente este mundo,
seguido por vanos consuelos,
frases mordaces y estigmas funestos,
hacia la nada transcurro,
mientras contemplo tu recuerdo,
ese amor tuyo que fue también el mío,
el amor, paisaje más hermoso que la belleza,
más infinito que la ternura, el amor,
lugar recóndito al que una vez entramos
y al que ninguno de los dos
volverá a saber nunca cómo regresar.
De El escándalo y el fuego
(1959)
I
Una noche mordí
aquella pepita,
el inconfundible
gusto de mí mismo.
Desde entonces huyo.
¿Qué es ese temblor
hacia el que corro,
ese viento del que no sé
si es el ser o el no ser?
Cuando me vuelvo
lamen mi cara
las llamas
de la ciudad incendiada.
XL
Negamos
a Dios.
Pero
no osamos
andar
desnudos.
Sordos,
ciegos,
en el atardecer
que es el tiempo,
en el vergel
terreno,
oímos
incesantemente
la voz
que nos reclama:
¿Dónde estás?
¿Qué has hecho?