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Tres escritores cuentan la canción que no pueden dejar de bailar

Carolina Sanin, David Leavitt & Fikry El Azzouzi

La canción que no pueden dejar de bailar, ¿cuál es y cómo la escribirían? En el último Filba Internacional en Buenos Aires, una de las mesas invitó a los autores a compartirla. Acá, tres plumas que se atreven a narrar la melodía.

En el último Filba Internacional en Buenos Aires, una de las mesas invitó a los autores a compartir la canción que no pueden dejar de bailar.

Cada una trajo, claro, una historia. Colombia, Bélgica y Estados Unidos, de repente, aparecieron en los parlantes del teclado.

 

 

Según David Leavitt

Nacido en Pittsburgh, Pensilvania, Estados Unidos en 1961. Entre sus libros Baile en familiaEl lenguaje perdido de las grúasAmores igualesUn lugar en el que nunca he estado y Los dos hoteles Francfort.

 

A fines de los ’80 viví un par de años en Barcelona. Fue una época extraña y surreal para mi, en la que asistí a muchas fiestas. Mis amigos de Barcelona solían usar el verbo madrugar, que se traduce al inglés como “levantarse temprano”, para decir justamente lo opuesto: quedarse despierto hasta tarde, hasta altas horas de la madrugada. Era un uso apropiado, ya que entonces –igual que ahora- era habitual en Barcelona cenar a las diez u once de la noche, antes de salir. Si ibas a un club a medianoche, estaba vacío. Mis recuerdos de las fiestas a las que fui en esos años se condensan en una imagen: el sol que comienza a subir por las altas ventanas de un living-room en el Eixample, el olor a hachís, la bonhomía lánguida que se ve en los retratos de las cuevas de opio en París. Estoy con mis mejores amigos de aquellos tiempos, Albert y Josep-Maria, y mi novio de aquellos tiempos, Didac, y cantamos a la par de “Descanso dominical”, el álbum de Mecano. Tal vez es “Mujer contra mujer”, un temprano himno gay prohibido por la iglesia católica; tal vez, “El blues del esclavo”; tal vez, “La fuerza del destino”.

El que más cantamos es “Laika”. Supongo que eso se debe, sobre todo, a que para mis amigos y para mi la historia de Laika -esa perra callejera rescatada de las calles de Moscú, atrapada en un Sputnik y enviada al espacio- fue parte vívida de nuestra infancia, una historia convertida en leyenda (Laika hizo su viaje -en el que murió- en 1957. Todos nosotros habíamos nacido a principios de los ’60). No solo eso: la canción que Mecano escribió para conmemorar a Laika tenía mucho gancho. Pide a gritos que uno la cante, como la mayoría de las canciones de Mecano.

Mecano -eso lo aprendí después- se formó en 1981 y duró hasta 1992. El grupo se consideraba -y era considerado por sus fans- como una banda “synth-pop” en la línea de Spandau Ballet. Esa comparación no se me habría ocurrido en aquella época, aunque más no fuera porque, para mi, la característica más impactante de Mecano era el contraste entre la sofisticada música electrónica de los hermanos Cano y la voz de su cantante principal, Ana Torroja (una voz de soprano misteriosamente suave e infantil, que Torroja manipula con gran habilidad, modulando con astucia entre la inocencia y la experiencia, la seducción y la exhortación, la dulzura y el dolor). Para mí, el gran momento de “Laika” es cuando la canción redime la muerte del animal: “En la tierra una perra menos, en el cielo una estrella más”. Ese era el momento en el que mis amigos y yo, sentados juntos en aquella sala anónima y llena de humo de Barcelona, mientras amanecía y comenzaba la madrugada, inevitablemente empezábamos a sollozar.

¿Qué es lo que resulta tan poderoso de ese momento? Por supuesto, está la correlación perfecta entre la música y la letra. Por supuesto, está la construcción gradual hacia la recompensa liberadora y casi catártica (“en el cielo una estrella más”). Y sin embargo pienso que lo que realmente hace funcionar al momento es la rima, específica del español, entre “tierra” y “perra”. La rima es una coincidencia que el escritor astuto puede explotar y aquí es utilizada para crear un efecto rapsódico, uniendo a la tierra y a la perra en un abrazo cósmico.

 

 

 

 

 

Según Carolina Sanín

Nacida en Bogotá, Colombia, en 1973. Entre sus libros Todo en otra parte, Los niños, Ponqué y otros cuentos, Yosoyu, Alto rendimiento, Dalia, La gata sola.

 

Tiene razón Simón Ganitsky en que, de las canciones que sonaron en las fiestas de fin de año, la mejor fue “Festival en Guararé”. Oí las canciones decembrinas desde mi casa, porque vivo en la ruta de las chivas rumberas, esos infiernos portátiles en los que encierran en diciembre a los empleados de las empresas para pasearlos por las calles que ya conocen, para que se mezan en los trancones que ya conocen y se sacudan con los baches de la calle y se mareen y beban aguardiente y lo vomiten mientras se aturden con las canciones que no saben si les gustan, y entonces sientan, no sé cómo, que su trabajo es menos alienante, o dejen de sentir que es alienante para que la alienación sea definitivamente efectiva: letal.

No oí “Festival en Guararé” desde mi ventana sino en la carretera, llena también de baches y destrozada como tantas carreteras del país. Íbamos Pacho, Simón y yo por un páramo hacia un valle, por ese país nuestro que es deslumbrante y también es una cuadrícula horrible de alambres de púas, pues para eso somos bien cumplidos y precisos: desde el bordecito mismo de la carretera toda la tierra está cercada con postes de cemento y seis filas de alambre espinoso, no va y sea que a una bandida se le ocurra entrar un poquito en el bosque para ver cómo es el bosque, porque entonces se incurriría en una violación muy seria y se precipitaría el derrumbamiento de las instituciones nacionales, se promovería la falta de respeto, y sería la anarquía o el comunismo y la violencia y el horror. La próxima vez, ya lo juré, voy a llevar un cortafríos.

Simón es mucho más joven que Pacho y que yo, y por eso nunca había oído “Festival en Guararé”, no como nosotros, que la teníamos tan sabida que si sonaba no la oíamos para nada. Después de que la canción sonó en el radio en la nueva versión de Adriana Lucía, hablamos de ella por la carrera, durante un largo trecho, como si camináramos por ella ya que no podíamos caminar por el bosque siempre ajeno. La buscamos en Internet y la oímos otras veinte veces. La canción dice una sola cosa: “Vamos mi amorcito / que te llevaré / al decimoquinto / festival en Guararé”. Luego le da vuelta a la frase y repite: “En Guararé. / Decimoquinto festival /en Guararé”.  A veces después de un “Guararé” suena un punto y después del siguiente suena una coma que tal vez es un signo de interrogación, y eso nos hizo hablar de cómo la coma suena como un signo de interrogación y la mitad de las oraciones de la lengua son interrogativas aunque finjan ser afirmativas. Nos parecía orgullosa y cariñosa la corrección del “decimoquinto” en una canción popular, cuando popularmente se diría “quince”, y nos parecía una broma muy fina ese número ordinal fuera de contexto, que en la mente se nos aparecía en números romanos.

Allí mismo en el carro, del que no podíamos bajarnos porque el paisaje en Colombia no es para andar por él (eso es de guerrilleros y descarados), averiguamos que Guararé no está en Colombia sino en Panamá, y que el festival de Guararé, que también se llama “Festival Nacional de la Mejorana” y es de música folclórica, se celebra desde 1949, de modo que para el decimoquinto ninguno de nosotros tres había nacido aunque en la canción se nos prometiera que se nos llevaría.

La canción era un anuncio sin contenido. Con el cambio en las modulaciones hacía un encantamiento que conducía a ese lugar que nombraba y que iba vaciando más y más de tanto nombrarlo. Era la invitación a una ocasión que ya había pasado y a la que, al mismo tiempo, nunca se llegaba. Era incumplida y reiterada promesa del pasado. Era una minuciosa demolición de su propio referente: por eso era tan buena. Era puro baile o pura meditación; retorno, interiorización disparada. Su énfasis, su reconcentración, era distracción. Señalaba un vacío y celebraba una contradicción.

“Festival en Guararé” no es solo pegadiza, sino que es el pegante mismo. Es la atracción, la guianza por un camino que ni se describe ni excita la fantasía. En su enunciación del futuro de un pasado es, pues, solo presente. Es la fiesta del despojo del acto de nombrar. En la versión de Adriana Lucía la canción se llena de brillos por el bombardino, por la voz ronca y alegre de ella, y por los aullidos de Alfredo Gutiérrez. Óiganla en sus paseos a través de la tierra comprada por otros y por las carreteras robadas de Colombia, y aprovechen que las canciones (también las panameñas) parecen lo único que puede ser de todos en un país donde todo tiene dueño.

 

 

 

 

 

 

Según Fikry El Azzouzi 

Nació en Temse, Bélgica, en 1978. Entre sus libros La fiesta del cordero Nosotros en la noche.  

 

El pueblo donde nací no tiene nada especial, su único tesoro son sus dos celebridades. La más interesante soy yo, pero está también ese otro tipo. Un gordito con una panza enorme, que se pasa el día pegado a una silla del bar del pueblo, tomando cerveza.

Mientras tanto, mira ciclismo en la gran pantalla plana que está colgada del muro. ¡Oh sí! En Bélgica es posible pasar el día entero mirando ciclismo.  Cuando, muy de vez en cuando, voy a visitar a mis padres – lo sé, soy una mala persona y probablemente me convertiré en combustible infernal-, me veo obligado a realizar urgentes paradas sanitarias en el bar. Tengo una vejiga pequeña. Siempre que lo hago, me tomo un expreso, sólo para que no piensen que soy un parásito meador.

Tomo mi café en la barra, mientras mi colega-estrella me observa con gesto vacío. Yo sé que me considera un gran rival. Así lo considero yo también. Es lo que pasa cuando hay dos celebridades en un pueblo de mala muerte. Finalmente, llegó el día en que nos miramos a los ojos.

‘Vos sos él que escribió un librito sobre los jihadistas y algo de una oveja parlante?’ inquirió el regordete calvo.

‘Una novela. Y no escribo solo novelas, también escribo obras de teatros y artículos controvertidos en diarios de calidad.’

Me interrumpió con un gran bostezo y ordenó otra cerveza. Respondí con un bostezo más grande aún y ordené un doble expreso.

‘Soy un cantante de fama mundial. Soy tan famoso que ya no me importa la fama. Así son las cosas’.

‘Qué raro que no conozco tus canciones’

El gorila grasoso enrojeció levemente y subió su tono de voz.

‘Escuchame pendejo. Te voy a contar quién soy y qué hice. Con mi colega, tuvimos durante años un hitazo cada verano. Te hablo de hits mundiales. Tuvimos las mujeres más hermosas y nos trataban en todos lados como reyes. Todo cambió cuando nos tomamos unas merecidas vacaciones en Tailandia. Descubrimos los lady-boys. ¿No sos por casualidad un ladyboy?’  Tuve ganas de golpearlo.

‘Me cansé rápido de los lady-boys. Me parecieron muy complicados y, a veces, todo era un poco doloroso.  Pero mi colega nunca tenía suficiente. Encontró su paraíso personal y dejó su carrera atrás. La verdad es que podíamos ya vivir de los royalties.  ¿Lo escuchaste? Soy rico. Lo que te quiero decir es que después de años de éxito te dan ganas de otras cosas. Dejé un gran legado: mis hits se escuchan en todo el mudo. Tus libritos no los lee nadie, con suerte los usan de posa tazas.  Quiero ser honesto con vos.

Soy el único realmente famoso en este pueblito. Esta silla en el bar es mi trono y no se lo cedo a nadie. ¿Lo entandés?

Negué con mi cabeza mecánicamente y comencé a formar una respuesta.

‘María, querés refrescarle la memoria a este chico. Poné uno de mis hits fiesteros!’

María puso un CD en el reproductor y apretó play:

 

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