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Trenzas: un cuento de la cubana Teresa Cárdenas

Awon Baba es una colección de cuentos que exploran la época de la esclavitud desde diversas perspectivas, publicado por Factotum.



Por Teresa Cárdenas.



Muy cortas, alargadas, dobladas, puntiagudas. Trenzas.

Siambere, siambere... Bemberesío sío, bemberesíosío...

Tu matiti sao, tu matiti sao

bemberesío sío sío,

marembereguá, oya ya osío,

mabembereguá...


Canturreaba mientras peinaba Kainene, sentada en un pequeño cajón, con las piernas abiertas, y acurrucada entre sus rodillas, cualquier niña de la dotación, como escondida, con los ojos cerrados y la cara apoyada en uno de sus muslos.

Kainene peinaba y peinaba sin cansarse. Para ella era como respirar. Sus manos iban de una cabellera a otra, arreglando, acomodando, bendiciendo. Y, sin embargo, aquella esclava de edad incierta, no tenía cabello. Por alguna razón que nadie conocía su cabeza se mantenía completamente calva. 

Algunos decían que por el susto de la travesía en el barco, otros porque vio morir a muchos. Pero la verdad era que su cráneo brillaba en el sol como otro sol diminuto y negro. 

La recordaban bien. Sonriendo y cantando a la misma vez, mientras peinaba a las pequeñas. Sus dedos largos, jorobados, deformes de tanto lavar la ropa de los blancos y, sin embargo, cuando peinaba a Candelaria, a Nicolasita y a las otras criollitas de la Casa Cuna se enderezaban y alargaban, se hacían ágiles como zunzunes. 

Trenzaba con sus dedos caminos, veredas, rutas de escape, mapas de montañas y ríos, senderos secretos a la libertad… También hacía figuras raras, mitad animal, mitad persona. A veces añadía al cabello caracolitos, o semillas agujereadas que semejaban entradas de cuevas o remolinos. Sus dedos parecían entrar y salir de las cabezas.


Pero a Kainene también la recordaban por algo que sucedió. Algo que hizo reír a muchos del barracón durante días. Fue durante las fiestas de la navidad de los blancos. En ese tiempo siempre se encendían muchas velas y había rezos desde la mañana a la noche. Venían invitados de la villa y señores de otros ingenios. Y había niños blancos, jugando, corriendo por todos lados, chillando o llorando cuando querían algo. Las esclavas que los acompañaban no daban abasto. Y los blancos no conseguían dar las misas en paz. 

Hacía un calor terrible en pleno diciembre y todos estaban de mal humor. No bastaba el agua de flores de Jamaica que por tradición se bebía en aquellos días, ni el agua fresca y oscura de las botijas, ni los abanicos, ni los blanquísimos pañuelos secando el sudor de las frentes. Bajo las enaguas vaporosas delas señoras y los chalecos de los caballeros bullía un calor de todos los infiernos. 

Aquella vez vino un obispo recién llegado de España y los blancos del ingenio querían que todo saliera perfecto. Y fue ahí que a la señora se le ocurrió que llamaran a Kainene, para apaciguar un poco a los intranquilos hijos de los invitados. Además de peinar y cantar, hacía cuentos graciosos a los criollitos. Desde la Casona, algunas tardes, la señora escuchaba su rumiar en medio del lloro de los negritos y la risa de éstos pasado un rato. Algo les debía contar la esclava calva, pensaba. Así que creyó que mandar por ella sería una excelente idea. Reunieron a todos los niños blancos en el saloncito de lectura, donde los señores tomaban café por las tardes. Un montón de chiquillos revoltosos, hembras y varones de todas las edades y tamaños. 

Kainene entró y por un momento, el alboroto fue aún mayor. Todos se burlaban de su cabeza lisa y brillante como fruta. La empujaban, halaban su bata, incluso varios la escupieron. Las esclavas nodrizas que los acompañaban corrían tras ellos de un lado a otro sin poder contenerlos. 

Kainene, tal vez sorprendida de ver juntos tantos niños blancos, rubios y castaños, de ojos azules o verdes, chillando, pataleando como locos, permaneció muda, sin saber qué hacer. Pero luego, poco a poco, como si despertara de un sueño, y muy bajito, comenzó a canturrear...”Siambere, siambere...Bemberesío sío, bem- beresío sío...” y de manera increíble, empezó a llegar la calma y el silencio. 

Detrás de la puerta cerrada del salón, la señora musitó un “Alabado sea el Santísimo...” y se alejó aprisa. Estuvo desde la mañana a la tarde moviéndose entre los invitados, apurando a las esclavas para que sirvieran las bandejas de postres finos, bizcochos, agua de Jamaica, ponches, cafés, vinos... Y luego, el almuerzo: guisos, estofados, zumos de frutas, guanajos, patos y gallinas...

Al final de la tarde, ya casi en la noche, cuando los invitados se marchaban y fueron a recoger a sus hijos, solícita, señora los acompañó hasta el cuarto de lectura y abrió las puertas de par en par. 

Casi le dio un soponcio de muerte. Chillando y con los ojos llenos de lágrimas, le reclamó a Kainene por el “sacrilegio” que había hecho.

–¡Demonio de todos los infiernos! –chilló espantada antes de caer al suelo desmayada. 

La esclava calva no conseguía entender el por qué tanto alboroto de la señora y los invitados. A su alrededor, escuchando sus cuentos y cantos, bailando, como cualquier muchacho de África, estaban todos los niños blancos, de ojos azules y verdes, hembras y varones, de todos los tamaños, con sus cabellos rubios y castaños recogidos en trenzas finas como caminos, trenzas con abalorios, caracolitos y semillas, con mapas y rutas secretas a la libertad.

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