Poesía

Trabajar cansa: poemas de Cesare Pavese

Una selección indeleble

"Ha llegado el momento en que todo se detiene / y madura". Compartimos tres poemas del libro Trabajar cansa / Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, de Cesare Pavese, que acaba de ser publicado por Del Dock, Cartografías, GG Editora, en Buenos Aires.

Compartimos tres poemas del libro Trabajar cansa / Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, de Cesare Pavese, que acaba de ser publicado por Del Dock, Cartografías, GG Editora, en Buenos Aires.

La traducción y el prólogo son de Jorge Aulicino. 

 

 

Grapa en septiembre

Las mañanas transcurren claras y desiertas

sobre las costas del río, que al alba se enturbia

y oscurece su verde, en espera del sol.

El tabaco que venden en la última casa

todavía húmeda, al borde de los prados, tiene un color

casi negro y un sabor jugoso: humea azulino.

Tienen también la grapa, color de agua.

Ha llegado el momento en que todo se detiene

y madura. Las plantas lejanas están quietas:

se han vuelto más oscuras. Esconden frutos

que caerían de un sacudón. Las nubes esparcidas

tienen pulpas maduras. Lejos, sobre las avenidas,

cada casa madura bajo la tibieza del cielo.

No se ven a esta hora más que mujeres. Las mujeres no fuman

y no beben, saben solamente detenerse en el sol

y recibirlo sobre ellas tibio como si fuese fruta.

El aire, crudo de niebla, se bebe a tragos

como la grapa, cada cosa ahí exhala un sabor.

También el agua del río ha bebido la orilla

y la macera en el fondo, en el cielo. Las calles

son como las mujeres, maduran inmóviles.

A esta hora cada uno debería detenerse

en la calle y mirar cómo todo madura.

Hasta hay una brisa que no mueve las nubes

pero alcanza a conducir el humo azulino

sin romperlo: es un nuevo sabor que pasa.

Y el tabaco se empapa de grapa. Y así las mujeres

no serán las únicas que gocen la mañana.

 

 

Maternidad

Este es un hombre que ha hecho tres hijos: un gran cuerpo

poderoso, que se basta a sí mismo; al verlo pasar,

uno piensa que los hijos tienen la misma estatura.

De los miembros del padre (la mujer no cuenta)

debieron salir, ya hechos, tres jóvenes

como él. Pero como sea el cuerpo de los tres,

a los miembros del padre no les falta una pizca

ni un resorte: se han separado de él

caminando a su lado.

La mujer existió,

una mujer de sólido cuerpo, que volcó

en cada hijo la sangre y murió junto al tercero.

Parece extraño a los tres jóvenes vivir sin la mujer

que ninguno conoce y los ha hecho, a cada uno, con esfuerzo,

aniquilándose en ellos. La mujer era joven

y reía y hablaba, pero era un juego riesgoso

tomar parte en la vida. Es así que la mujer

se quedó en silencio, mirando extraviada a su hombre.

Los tres hijos tienen un modo de alzar los hombros

que este hombre conoce. Ninguno de ellos

sabe que tiene en los ojos y en el cuerpo una vida

que en su tiempo era plena y saciaba a este hombre.

Pero, al ver doblarse a uno de ellos en el borde del río

y zambullirse, este hombre no encuentra ya el movimiento luminoso

de los miembros de ella en el agua, y la alegría

de dos cuerpos sumergidos. No encuentra más a los hijos,

si los mira por la calle y los compara con él.

¿Cuánto tiempo pasó desde que hizo a los hijos? Los tres jóvenes

andan, en cambio, jactanciosos, y alguno, por descuido,

ha hecho ya un hijo, sin tener mujer.

 

 

Mujeres apasionadas

Las muchachas en el crepúsculo descienden al agua,

cuando el mar se desvanece, vasto. En el bosque

cada hoja se estremece mientras emergen, cautas,

sobre la arena y se sientan en la orilla. La espuma

hace su juego inquieto a lo largo del agua remota.

Las muchachas tienen miedo de las algas enterradas

bajo las ondas, que aferran las piernas y la espalda:

todo lo que esté desnudo, del cuerpo. Suben rápidas a la ribera

y se llaman por el nombre, mirando alrededor.

También las sombras en el fondo del mar, en la oscuridad

son enormes y se las ve moverse inciertas,

como atraídas por los cuerpos que pasan. El bosque

es un refugio tranquilo en el sol poniente,

más que la arena, pero les place a las oscuras muchachas

estar sentadas en lo abierto, sobre sus sábanas recogidas.

Están todas acurrucadas, apretando la sábana

entre las piernas, y contemplan el mar sereno

como un prado en el crepúsculo. ¿Se atrevería alguna

ahora a tenderse desnuda en un prado? Desde el mar

saltarían las algas, que rozan los pies,

y agarran y envuelven el cuerpo tembloroso.

Hay ojos en el mar, que se entrevén a veces.

Aquella desconocida extranjera que nadaba de noche,

sola y desnuda en la oscuridad cuando cambia la luna,

desapareció una noche, y no regresa jamás.

Era alta y debió ser blanca, resplandeciente,

para que los ojos, desde el fondo del mar, la alcanzaran.

 

 

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