Sueño: Leonora Balcarce escribe con Gyula Kosice
Jiniva Irazábal / Filba
Sábado 28 de setiembre de 2024
Compartimos uno de los textos del Filba Internacional: un recorrido por las salas del museo Malba en el que cuatro escritores leyeron un relato inspirado en la exhibición Intergaláctico de Gyula Kosice.
Por Leonora Balcarce.
Acostada sobre el pasto húmedo del parque “La tapada”, en Lisboa, me tomé un descanso de las largas caminatas. Estaba viajando sola por primera vez, recorriendo ciudades de Europa. La capital portuguesa fue mi primer destino, después vendrían, Barcelona, Madrid, Londres y París.
Hacía calor, la humedad del pasto me refrescaba, el cielo estaba nuboso, solo era gris y blanco, ni una estrella a la vista.
Cerré los ojos casi quedándome dormida, cuando alguien se interpuso entre el cielo yo. Era un chico muy joven y demasiado lindo que me preguntó en un inglés muy confuso con acento francés “si me sentía bien.” Me incorporé y le dije que sí, él se sentó al lado mio, tenia el pelo con rulos, castaño, ojos rasgados hacia arriba, azules como el cielo que no se veía esa tarde, nariz de león, labios perfectos, piel de angel, espalda con forma de flecha. Me ofreció un poco de su Seven up helada y me contó que estaba con unos amigos que se habían querido quedar en el bar de la esquina tomando cerveza, pero él prefirió estar solo un rato y dar una vuelta por el parque. Cuando me vio acostada le transmití mucha paz y quiso acercarse. Me contó que vivía en París y estudiaba economía pero que le gustaba mucho el arte. Tenía veinticuatro años, yo veintiséis. Sus padres vivían en Amsterdam y tenían un restaurante.
Le dije que yo vivía en Argentina, Buenos Aires, que estudiaba cine, que era hija única, pero tenía muchos amigos. Que mi padre era escritor y casi no lo conocía ni sabía dónde estaba. Pero mi madre era la mejor persona del mundo y era psicoanalista; había escrito varios libros.
Nos contamos todo, nos reímos. Me invitó una porción muy pequeña de un hongo alucinógeno, dudé, pero me convenció enseguida. “Esto te hace ver más allá y entender”, me dijo. Mordió un pedazo y me dio el resto, era amargo como la hiel, tomé un poco de seven up para pasarlo y así nos quedamos acostados sobre el pasto, con las cabezas muy cerca, tocándose, pero con nuestros cuerpos separados mirando para otro lado.
Al rato mientras lo escuchaba, sentía que su voz salía de mi cuerpo, como si fuera yo la que hablaba. Sus palabras, ya a esa altura inentendibles, resonaban en mi tórax como un tambor. Eso me hizo reír, él empezó a hablar en francés, o al menos lo entendí así, yo no sabía casi nada de francés, y me dio un ataque de risa que nos contagió. El me dijo que yo hablaba en un idioma parecido al arameo, de pronto éramos políglotas, pero ninguno de los dos entendía al otro.
El cielo se despejó. Se veía absolutamente todo, desde la vía láctea hasta los agujeros negros, miles de estrellas fugaces, era de noche pero estaba el sol con sus rayos muy cerca de nosotros, tanto que el calor empezó a ser insoportable. Cuando el sol se alejó, aparecieron naves espaciales que iban como flechas recorriendo un lado al otro el universo. Estaban en una misión, largan vapor de sus motores, era como si estuvieran construyendo una ciudad. Nosotros no hablábamos.
Él tenía los ojos cerrados, yo seguía mirando el cielo, estaba sumergida en la historia de estos vehículos que atravesaban el espacio a toda velocidad, como hormigas trabajando. El halo de vapor que dejaban estos artefactos dibujaba en el cielo una ciudad, estaban bocetando lo que después se convertiría en un mundo flotante en el espacio.
No lograba saber si estas naves eran manejadas por seres de otras dimensiones o si ellas en sí mismas tenían vida propia.
Me daba cierta esperanza pensar que en un futuro cercano habrá una ciudad en el cielo donde podríamos escapar de la destrucción de nuestro planeta. Pero ¿cómo llegaríamos? ¿Esas mismas naves vendrían a buscarnos? ¿Habría una selección natural como en el Arca de Noe? ¿O sólo podrían acceder los más poderosos del mundo?
Me invadió una sensación de claustrofobia pensarlo, sentí un dolor muy fuerte en la boca del estomago que hizo que me levantara como una tromba y me alejara hasta la copa de un árbol. Empecé a tener arcadas y a vomitar, primero bilis amarilla, después una especie de planta como una enredadera larga, que tenía que ir arrancando de la boca, era el doble de larga que mi cuerpo, luego unas partículas más duras de plástico, era acrilico, tenían distintas formas, cuando las vi en el pasto me di cuenta que eran las mismas naves que había visto en el cielo, pero en miniatura.
Me quedé tirada, me sentía agotada y hambrienta. Busqué a mi amigo nuevo, pero ya no estaba ahí, miré a todos lados para ver si estaba bien o le había pasado lo mismo que a mi. Caminé por el parque y no había ningún rastro de él. En la esquina había una estación de servicio y lava autos igual que la que tenía de juguete cuando era chica, con las rampas en curva, la playa de estacionamiento donde ponía mis autitos de colores, los surtidores de nafta con las calcomanías pegadas “común” “super”, las barreras blancas con las rayas rojas, los banderines de colores, la parte de los cepillos del lavaautos. Era la réplica de la mía pero gigante y de acrílico. Entré a la estación a comprar algo para comer, no había nadie.
Sonaba “Mon Dieu” de Edith Piaf, caminé hasta el fondo donde estaban las heladeras, tenían un cartel de luz neón que decía en portugués “SERVIR SE”.
Agarré una botella de leche, la abrí y empecé a tomarla, nunca me había gustado la leche entera pero estaba deliciosa, tomé un litro casi de un sorbo, tiré la botella, agarré una bandeja de jamón cocido de 200 gramos y me la devoré, seguía hambrienta; como una autómata me dirigí hacia la góndola de los cereales, abrí una bolsa de pan de centeno y seguí devorando como si fuera un ser de la prehistoria. Me dio sed y me senté a tomar un bidón de agua, me dolía un poco la panza, pero necesitaba algo dulce, así que fui directo hacia los chocolates y me agarré uno con maní. Salí de la estación comiendo chocolate, la luz era blanca, caía un diluvio de burbujas gigantes que no llegan a tocar el piso, explotaban antes. Miré hacia arriba y el cielo se había vuelto gris otra vez. Me pregunté si esa ciudad de naves espaciales seguiría ahí detrás de esa nube.
Caminé hasta el hotel bajo la lluvia de burbujas, apenas llegué a la cama, con el chocolate sin terminar, me hundí en un sueño profundo.
En el sueño me veo desde afuera, estoy tirada en el pasto, un chico con rulos muy lindo se me acerca, su cara me resulta familiar, pero creo que no lo conozco, se sienta a mi lado y empezamos a hablar. Nos reímos, me ofrece algo, no puedo ver que es, me lo tomo y una nave espacial se estaciona entre nosotros.