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Una lectura de "Leñador"

Sobre Leñador, de Mike Wilson (Fiordo): "Si algo demuestra la novela de Wilson, como lo hacía la de Melville, es que no necesita de lectores, que funciona más allá de ellos, que la literatura no necesita público". 

Por Antonio Jiménez Morato.

No quiero volver jamás a la condición en la que estaba antes de venir al Yukón. Antes no era, nada era, ahora las cosas se me hacen manifiestas y yo estoy junto a ellas. 

Mike Wilson, Leñador

Al final de esta novela un árbol cae, talado. Se lo digo desde ya, porque esta novela, como la vida, merece ser atravesada aunque se conozca su conclusión. Tampoco creo que, con este título que tiene, decirlo les destripe la trama. Una verdadera obra de arte no se viene abajo por un spoiler y leer Leñador o ruinas continentales de Mike Wilson es una experiencia única. Si, por poner el caso, alguien nos informara antes de comenzar la travesía, porque la lectura de esta novela es una aventura, de que se trata de una novela de otra época lo creeríamos. O quizás fuera más exacto decir sin época, ya que la narración sobrepasa las referencias temporales, podría haber sucedido hace dos siglos, o podría estar sucediendo ahora. Puede sonar grandilocuente, acaso lo sea, pero Mike Wilson parece dialogar, voluntariamente o no, en esta novela con Moby Dick. No es especialmente original ver esa relación en la novela, incluso hay referencias a los balleneros dentro de ella, pero acaso sea interesante explicar un poco ese vínculo, que no se ciñe a detalles argumentales, sino que atañe al alcance y logros de la novela. 

En primer lugar por la ambición que subyace en la escritura de este libro. Cuando todo parece facilitar que las novelas adelgacen, vivimos en una época de novelas anoréxicas pudiera decirse y ya saben las razones habituales que se esgrimen para ello: «la sobreestimulación de los lectores gracias a las tecnologías digitales que nos ha convertido en lectores poco o nada constantes para enfrentarse a largas lecturas», «el agotamiento de la novela como forma narrativa de las clases medias», «la aparición de nuevos géneros que compiten con ella»… Todo un repertorio de sandeces que precisamente parecen olvidar lo más evidente, que los bestsellers que se proponen desde las multinacionales son extensos  y deben hacerse largos como una dieta de adelgazamiento (un director comercial de una de estas editoriales en España se atrevió a decir en una entrevista que los bestsellers debían darle al lector la sensación de que culminar su lectura era un logro), y que las élites del libro, crítica y autores, en realidad prefieren libros breves justo por lo contrario que el público masivo: se leen antes. La manera más directa de pasar desapercibido en la república de las letras de hoy es escribir libros gruesos, casi nadie los leerá y hablarán de ellos por referencias. En esos dos modelos se produce una disociación evidente que predispone al lector antes de sumergirse en ellos: o serán intensas muestras de estilismo literario condensadas en pocas páginas o bien extensas narraciones destinadas al escapismo de lectores menos exigentes. Ahí está formulado el gran dilema de la novela de hoy: parece brillar por su ausencia la osadía de exponerse a una novela extensa y, necesariamente, menos intensa, como vehículo de la gran literatura. Aunque, para poner en duda esta visión de los hechos (las excepciones que confirman la regla), conviene recordar que las dos novelas más influyentes de la literatura latinoamericana en lo que va de siglo hayan sido dos auténticos novelones: 2666 de Bolaño y La novela luminosa de Levrero. Tan sólo el conjunto de la producción de Aira, tan poco interesado por otra parte en la idea misma de la novela, de ahí que se haya inventado un género, puede dialogar con esos dos referentes de igual a igual. El primer elogio que debe hacerse a Wilson es que se ha atrevido a ser extenso, a gestionar el aburrimiento, la desidia del lector, a entender que toda novela que busque crear vida debe albergar, también, momentos de menor tensión argumental. Es más, en Leñador parece no ocurrir absolutamente nada, en el sentido convencional de la acción, cuando en realidad está pasando todo. Los breves fragmentos narrativos que se alternan con las digresiones enciclopédicas en que se va explicando el mundo de la novela poseen, en sí mismos, muy poca carga argumental, y podría decirse que, como las películas de Claire Denis, huyen intencionadamente de mostrar esos pasajes intensos de la narración. No conocemos, ni falta que nos hace, qué ha llevado al narrador a huir de la sociedad para unirse a esa comunidad de huraños leñadores, pero sí que vamos compartiendo con él la progresiva fascinación por ese mundo sencillo y autosuficiente en el que se ha ido sumergiendo. Nos internamos de su mano en él.

Al mismo tiempo, como sucede en la novela de Melville, la peripecia del narrador protagonista de Leñador está marcada por una obsesión. De ahí que el cierre de la novela enlace una vez más con el épico fin del capitán Ahab. Pero mientras la búsqueda y caza de la ballena pasa por terminar con ella, en desaparecer a través de ella, la novela de Wilson habla de talar los árboles como mecanismo para fundirse con la naturaleza. Sin lugar a dudas puede encontrarse por eso mucho de Thoreau en este libro. ¡Cuánto hallarán los atentos lectores de Walden y tantos otros de sus libros en estas páginas, que parecen herederas suyas! La huida del narrador, su doble huida a lo largo de la novela, termina con la tala de su propio yo, de su relación con la sociedad y el resto de los humanos para entregarse a la naturaleza. El nihilismo feroz que va asperjándose en las pequeñas escenas narrativas del libro, que poco a poco va siendo inoculado en el narrador, y desde él en el lector, termina por convertirse en algo que sólo en una novela de largo aliento puede suceder en toda su plenitud, y que es, sin duda, el gran acierto de Leñador: la experiencia se densifica en su lectura hasta tal punto que el lector tiene la sensación de haber vivido lo narrado. No lo contempla, no se produce una identificación con el narrador, va más allá, los hechos se aquilatan como experiencia propia. Lo que ha logrado Wilson en esta novela es encapsular tiempo. En varias de sus entrevistas, y en Chile ha hecho ya unas cuántas tras ganar tanto el premio de la Crítica como el de mejor novela que otorga el Consejo Nacional del Libro y la Lectura, se permite deslizar una idea alarmante para muchos, la de que los libros «no necesitan lectores». Esto, que atenta contra tantos dogmas –desde la estética de la recepción a las absurdas campañas de promoción de la lectura–, cobra mucho sentido, y no paradójicamente, cuando uno lee Leñador. Si su lectura provoca esa densificación de la experiencia es, precisamente, porque no necesita que el lector la construya, el lector es invitado a experimentarla, pero no es un cómplice necesario para que ocurra. Esa experiencia estaba ya ahí, el lector la atraviesa. Pero si algo demuestra la novela de Wilson, como lo hacía la de Melville, es que no necesita de lectores, que funciona más allá de ellos, que la literatura no necesita público.

Por eso no tiene miedo a aburrirlos, e incluso juega a expulsarlos de sus páginas. Las listas de Moby Dick, sus capítulos destinados a representar el paso de los días en los que no sucede nada para Ahab, obsesionado y por tanto muerto ya, aunque no cesen de pasar cosas, ese mecanismo que alberga tiempo generado por Melville, los que han estado en ella –no se trata de leerla, sino de transitarla– lo saben, se encarna también en el libro de Wilson. Llama poderosamente la atención el momento en que las anotaciones de tono enciclopédico abandonan el contexto de la vida de los leñadores para comenzar a tratar asuntos más generales, conocidos por todos, y pese a ello no pierden ese estilo divulgativo, de almanaque agrícola, con el que están escritas. Leñador construye un mundo, no se limita a glosarlo, y es ésa la prueba más evidente de su insobornable libertad como texto que no se pliega a las convenciones del mercado, del negocio-mundo del libro. Puede parecer ingenuo, y nada más independiente que la ingenuidad en este sentido, construir una novela que no necesite lectores. Ojo, no que los quiera o que los maltrate, para nada, sino que se planta ante ellos con la misma indiferencia y hospitalidad con que la naturaleza nos envuelve. En este mundo de novelas que «te atrapan», parece ser una virtud eso de que te atrapen, es doblemente placentero encontrar una que te acoge de manera sosegada, generosa, sin ansiedad. 

Leo por ahí que Wilson ha decidido de momento no entregar novelas a los editores, que quiere centrarse en la escritura de ensayos, en su trabajo académico. Aunque también es cierto que anda regalando un nuevo texto que puede encontrarse en las librerías de Santiago. Voy a arriesgarme con un último spoiler: cuando terminen de leer Leñador estarán cambiados. 

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