Se trata de la vida
Natalia Ginzburg
Martes 09 de agosto de 2016
Por Elena Medel.
Me llamo Anna...
Me llamo Anna. Antes respondí a otros nombres: en esta historia tuve otra edad y otro sexo. Fui madre y abuela antes incluso de ser madre; fui padre, y hermano, y amigo, y amante, y esposo. Ahora me llamo Anna, y Anna me llamaré durante la vida en que su historia permanezca conmigo.
Todos nuestros ayeres golpea el calendario. Se escribe en el pasado desde el presente... y se lee hoy, cuando aún nos zarandea esta historia sobre quienes viven —sin saberlo— al borde de la catástrofe. A Natalia Ginzburg le salió una novela sobre la guerra, aunque sin la guerra. No del todo: una novela sobre aquello que late antes del horror, la sensación de que algo grave nos destrozará, y ese miedo atraviesa su escritura. Con ese miedo —con el miedo de Anna— leo.
«Los días se iban deslizando», y se desliza también la narradora de Todos nuestros ayeres. Natalia Ginzburg se aleja de sus personajes, y sin embargo su experiencia no deja de precipitarse a la invención. La historia de Anna, y la de su familia, y la de sus amigos, no es la historia de Natalia Ginzburg. Con ella, en cambio, comparte fechas y comparte lugares. Turín como destino inevitable, el campo como refugio, y la dictadura y la guerra como heridas.
La ficción concede otra oportunidad a la vida, y a veces «hay que reescribirlo todo», como comenta el padre de Anna en un pasaje memorable de la novela. Mientras los días reales se deslizan, las palabras de Todos nuestros ayeres vuelan. La atención de Natalia Ginzburg salta de personaje en personaje. Se detiene en uno de ellos, nos cuenta su origen y sus circunstancias, acaso sus sueños; luego lo abandona por un tiempo a nuestra imaginación. Unas páginas después lo retoma, lo acerca a otro personaje, cruza sus vidas. Deshace —suaves, rotundísimos— los nudos de sus historias.
Los días se deslizan y la trama se oscurece. La pregunta: ¿cómo reaccionará este personaje? ¿Qué habrá sido de aquel? Ginzburg, generosa, siempre acaba respondiendo, aunque muy a su manera.
La voz que más se oye es la de Anna en esta novela de vida abierta. Imagino a Natalia Ginzburg imaginando a su vez la atmósfera de Todos nuestros ayeres. Como una casa de muñecas —ese edificio minúsculo y partido en dos, que imita a pequeña escala la vida verdadera: la cocina y el salón de las horas en común, el dormitorio, una cama similar a una cama… no tanto juguete como réplica de lo real— de esa forma imagino a Natalia Ginzburg imaginando esta novela, cuidando cada detalle, disponiendo a cada personaje. Se trata de la vida. No es la vida, sí una imitación, pero no es un juego, sino algo muy serio.
El lector se asoma a la casa de muñecas de Todos nuestros ayeres como un intruso. Es más que nunca un intruso, igual que ese profesor de piano, «el único extraño que pisaba la casa». Y como intruso, tendrá que vérselas con el pudor y, con él, la conciencia de lo sensible que nos resulta un entorno ajeno. La novela, como el hogar y como la propia vida, es una unión de materiales sensibles. Esta novela nos pide pudor y nos exige discreción.
Incluso a campo abierto, los lugares de Natalia Ginzburg se transforman en espacios íntimos. La casa de enfrente de los primeros años, la casa propia de los años últimos... Ginzburg los arrebata a sus dueños y se los otorga a sus personajes.
Todos nuestros ayeres se lee igual que una historia de amor y de amistad: una historia sin piedad, donde la infelicidad doméstica viaja hacia nosotros. Se lee así, epopeya de muchachas y muchachos que aprenden mientras crecen. Se lee así, tragedia de hombres y mujeres quienes quizá contarían de otra forma de haber nacido en otra familia, en otro país o en otra época.
Qué sencilla la prosa de Natalia Ginzburg, con qué palabras nuestras —las de la conversación, las del secreto— entrelaza sus relatos. Qué compleja, a la vez, a la hora de hilar varias novelas diferentes —la emocional, la social— en una misma novela, tan clara, como Todos nuestros ayeres.
Todos nuestros ayeres se nutre también de los sentidos. Esta novela se lee y se ve. Se oye la música de la máquina de escribir de Ippolito, el hermano, en los días de infancia, y se huele y se paladea: «pasó el otoño con los tomates puestos a secar delante de las casas para hacer conserva, y luego el maíz y las habas puestos también a secar, y la gente que bajaba del pinar con sacos de piñas». Las sensaciones físicas sirven para describir principios y escrúpulos: «Le daba un poco de frío pensar que acababa de decidir una cosa para toda la vida».
Lo importante sucede en Todos nuestros ayeres como sucede la vida: de golpe. Ninguna alarma suena y avisa al lector cuando una muerte te quiebra o te quiebra una vida. Natalia Ginzburg no avisa. No se llama Anna, pero es Anna. Ella es cada uno de los personajes de esta historia y es —una vez más— tú.
El presente prólogo fue tomado de Todos nuestros ayeres, de Natalia Ginzburg, editado por Lumen.