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Entrevistas

Samanta Schweblin: “Siempre estoy con la cabeza puesta en el cuento”

Alejandra López

Después de una década, la escritora argentina vuelve al cuento con El buen mal (Random House).




Por Valeria Tentoni


   

De visita en Buenos Aires para presentar su nuevo libro, Samanta Schweblin, quien reside en Berlín desde hace unos cuantos años, dice que esto no se siente para nada como un regreso al cuento. El buen mal (Random House) y sus seis historias son, quizás, una de las novedades más esperadas de los últimos tiempos en Argentina: desde que llegó a la librería, encabeza el ranking de ventas. 

En cada uno de los cuentos, la autora de Kentukis diseña un pequeño universo en tensión, y sus protagonistas atraviesan situaciones extremas o dolorosas que los enfrentan a alguna de las caras del mal. Enfermedades, muertes traumáticas, accidentes y desenlaces inesperados pueblan estas páginas en las  sin embargo siempre, por algún rincón, llega un rayo de luz.  

“Escritos con una precisión que roza el prodigio”, según Raúl Zurita, confirman a la multipremiada escritora, nacida en Buenos Aires en 1978, como una de las cuentistas capitales de su generación, traducida a cuarenta idiomas, leída en todo el mundo y elogiada por plumas como las de Lorrie Moore o Siri Hustvedt. 

   

Después de Kentukis volviste al cuento, ¿cómo fue el regreso una década después de tu libro anterior en el género?   

No se siente para nada como un regreso, yo siempre estoy escribiendo borradores de cuentos. Unos pocos funcionan, la mayoría no pasan de ser notas iniciales, y solo cuando una cantidad de cuentos empiezan a formar un universo y puede pensarse como un libro, publico. Pero puertas adentro siempre estoy con la cabeza puesta en este género. La pregunta de si lo que voy a escribir es un cuento o una novela no aparece en mi proceso hasta muy avanzado el primer borrador, la extensión es prácticamente una consecuencia de lo que sea que ese material esté pidiendo, no es algo que sepa imponer de antemano.      

Los cuentos de El buen mal son más largos que muchos de tus cuentos anteriores, ¿qué podés contarnos sobre tu exploración en cuanto a las extensiones?   

Alguien me dijo hace unos días, “tus novelas son cortas y tus cuentos son largos”, no lo sentí para nada como un reclamo, todo lo contrario, me hizo darme cuenta de hasta qué punto voy acercándome a una extensión natural para mí, más allá de lo que imponen desde afuera los géneros y el mercado. En cada libro hay que volver a aprender a hacer un montón de cosas que se daban por aprendidas y cada libro impone sus propias reglas y destinos. Pero aún así, algo que sí puedo ver es que, con el tiempo, me fui volviendo menos ansiosa durante la escritura de los cuentos. Cada vez me importa menos ese lugar final al que se llega, y le presto más atención al proceso que hay que atravesar para llegar hasta ahí. Quizá me hice cuentista por ansiosa, y ahora que me doy más tiempo para pensar, o que estoy más vieja y más tranquila, los textos logran respiran más hondo, y por tanto crecen en extensión.  

Las casas, lejos de funcionar como espacios seguros, suelen ser en este libro escenografía para historias traumáticas y desenlaces oscuros. ¿Cómo las pensás?   

Que gracioso, pensé que sería raro ponerme a justificar estos escenarios cuando son parte indiscutible de nuestra cotidianidad, casi como si alguien viniera a preguntarme, ¿y porqué escribís tanto sobre humanos y no vemos ninguna ardilla en tus cuentos? Pero acabo de darme cuenta de que mis personajes prácticamente no ocupan sus lugares de trabajo o sus quehaceres fuera de las casas. Incluso si van de vacaciones (como el caso del cuento “La mujer de Atlántida”), el cuento sólo sucede alrededor de las visitas de las nenas a la casa de la poeta. Me fascina cuando desde afuera encuentran temas, límites o recursos que no planeé conscientemente, y sin embargo parecen orgánicos y son tonales a lo largo de todo el libro, tanto que sí parecen intencionales. Supongo que, con el tema de las casas, transpiro algo de mi propia experiencia -yo hago todo desde mi casa, escribo, trabajo, a veces la casa se llena de amigos, y si me voy siempre hay alguien que aprovecha y usa el departamento, que ya es como una miniembajada cultural en Berlín-, y si soy yo la que me voy siempre me gusta ir a casas, casas de amigos, los hoteles son lugares de los que siempre quiero escapar. Y por otro lado hay una curiosidad muy fuerte de qué pasa en esas casas ajenas donde las cosas y las rutinas, y hasta diría las ideas sobre la vida, se organizan de formas diferentes. Al fin no son más que nuestras guaridas más personales, el lugar donde creemos que podemos bajar la guardia y dormirnos, sin quedar expuestas a ningún peligro, aunque por supuesto, y esto es lo que me resulta tan atractivo, esto no es del todo cierto.   


Al final del libro encontramos una serie de notas que dan referencia de cómo surgió cada cuento. Muchos de ellos tienen elementos autobiográficos, contás, y quisiera preguntarte por cómo te sentís al respecto de ese tipo de curiosidad, la que intenta rastrear lo autobiográfico en la ficción.   

Es una curiosidad que yo también tengo como lectora sobre algunos autores, así que la intuyo. Estos cuentos no son para nada autobiográficos, aunque sí habitan espacios personales en los que he estado, Hurligham, donde crecí; rutas patagónicas que solíamos cruzar en coche con mi familia; Atlántida, donde veraneé muchos años de chica; Shanghai, donde viví unos cuantos meses años atrás; en fin, son lugares que conecto con gente particular y emociones particulares que sentí y que tenía ganas de compartir. Los cuentos más cercanos son “William en la ventana” (porque aunque el cuento va por otro lado, yo sí recibí ese llamado en medio de la noche de esa otra autora desesperada porque el gato que se le había muerto en Dublin unas horas atrás, gritaba ahora desde algún lugar de su cuarto en Shanghai. Y de hecho, juntas lo encontramos, tal y como narro en el cuento). Y luego el cuento de Atlántida, porque yo veraneaba en esos lugares con mi familia, y también tengo una hermana, como le pasa a la protagonista. Y en las dos historias tuve que romper finalmente varias ataduras con mis recuerdos que trababan mucho el argumento. Es difícil escribir desde ese lugar, puede ser una trampa porque al estar todo tan cargado de emociones personales, es más difícil medir el peso que verdaderamente tienen estos elementos en el texto.  

Siri Hustvedt dice de tu literatura que trabaja con sentimientos humanos para los que quizás no haya nombre todavía, ¿qué podés decirnos al respecto? ¿Te interesa esa indagación?   

Me encanta, cuando leí esa nota de Hustvedt hablando sobre mis cuentos casi me da un síncope. Pienso en el título de Distancia de rescate, donde planteo esta idea de estar midiendo constantemente la distancia que nos separa de un hijo, en caso de que algo malo sucediera de pronto y tuviéramos que correr hacia él para rescatarlo. O pienso incluso en el título de este libro, El buen mal, donde esas fuerzas aparentemente extrañas o amenazantes nos vuelven a poner en marcha, ordenan prioridades, pueden incluso ayudar a sanar. Estos conceptos no son cosas que yo me haya inventado, son sensaciones y emociones que siempre estuvieron ahí, pero de pronto un personaje o una historia pone en acción la posibilidad de ponerle un nombre, y ese nombre es capaz de comunicar con precisión toda una idea en solo segundos. A veces no podemos contar lo que sentimos hasta que no aprendemos una forma de nombrarlo, y más inquietante todavía es comprobar que a veces ni siquiera sabemos que algo nos está ocurriendo hasta que, de pronto, al encontrar una manera de nombrarlo, lo vemos con toda claridad.   

La maldad, especialmente en el último relato, opera como catalizador de todos los elementos del libro. ¿Explorarla desde la literatura qué nos permite?   

A mí, a nivel personal, me permite ensayar por anticipado mi relación con esa fuerza. Aprender a detectarla antes de que ataque, entender qué movimientos podría hacer en mi vida una vez que entra. Anticiparme a cuánto daño podría ocasionar, incluso jugar con la idea de que quizá también traiga un bien, o una puesta en crisis, o un veneno, y que entonces podría incluso ayudarme, siempre y cuando pueda prestar verdadera atención a lo que me está sucediendo. A veces ensayar sentir un miedo, te quita el miedo. Y sin miedo somos más valientes, y más abiertos, y más felices. No es poco, ¿no?   

Niños, ancianos, enfermos y animales son quienes “se llevan la peor parte” en estos cuentos, seres en situación de vulnerabilidad, ¿por qué decidiste trabajar con ellos?  

Los animales, en particular estas especies que conviven con nosotros, me parecen casi símbolos, señas, presencias que alteran nuestro estado y nos ponen a dialogar con nosotros mismos como a través de un espejo. Nos confrontan con otros modos de percibir la realidad. No hablan, pero comunican. No razonan como nosotros, pero toman decisiones. Con los niños y niñas más pequeños hay algo de esto también, porque, como los animales, no tienen lenguaje. Y los ancianos, cuando empiezan a perderse un poco en su propio mundo (vengo de una familia con muchos casos de demencias y alzheimer), también tienen algo de esto. Es una mezcla entre vulnerabilidad y super poder. Porque en los tres casos, animales, niños y ancianos, también hay un saber profundo sobre las cosas que perdemos en la adultez, o que aún no hemos alcanzado. Quizá lo que me pasa es que estoy desesperada por saber qué piensan. Alguien tiene que saber cómo vamos a arreglar este mundo que rompimos, ¿no? Y no me parece que los adultos se estén ocupando ahora de las cosas realmente importantes.

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