Entrevistas

Osvaldo Aguirre: “Pienso mi poesía como la recreación de una lengua familiar”

Clara Muschietti

Editorial Miño y Dávila acaba de publicar El sueño de las casuarinas, antología poética de Osvaldo Aguirre, del que tomamos la entrevista que sigue por Carlos Battilana. 



Por Carlos Battilana.



Osvaldo Aguirre es poeta. También narrador, crítico y periodista. Un trabajador incansable del lenguaje que desarrolló tareas en el campo cultural. Fue responsable editorial en periódicos y revistas literarias. Publicó numerosos libros de poesía, ensayo y narrativa. Sus artículos, notas, reseñas y entrevistas aparecieron en Diario de Poesía, Punto de Vista, Ñ, Acción, Radar libros y Bazar Americano, entre otras publicaciones. También ejerció por un breve período la docencia universitaria.  

La conversación de Aguirre es afable y precisa. Cultiva el perfil bajo y un tipo de atención en diagonal. El tipo de escucha que ejerce acaso tenga la doble impronta de su condición de poeta y periodista. Más que imponer un discurso, habilita el habla del otro. Allí hay una disponibilidad a la indagación, la curiosidad y el aprendizaje. Como en sus libros donde la lengua oral de distintos individuos -habitantes del campo y de los caseríos pueblerinos- es gravitante. En uno de sus poemas, incluido en el libro inédito Lucero, registra esa especie de estupor que le causan aquellas personas precipitadas que interrumpen la voz del otro y no reparan en el punto de vista ajeno. Y hasta ni siquiera se escuchan a sí mismas. El poema mencionado se refiere a un abogado cum laude (imposibilitado de mantener una conversación) al que el poeta evoca irónicamente. El texto se llama “Romper el hielo” y afirma: “Cada vez que me encuentro / con personas que hablan mucho / lo recuerdo, esas personas / que no se escuchan y tardan / en darse cuenta de lo que dicen. / Si es que se dan cuenta.” Agrega que cuando se aleja de los que hablan sin escuchar, aquellas frases pronunciadas de manera atolondrada resultan “un peso imposible de levantar”.  

En esta entrevista, el habla y el espacio corresponden a Aguirre, que se explaya sobre su producción literaria manteniendo un diálogo imaginario con los autores que influyeron en su trabajo de escritura. Estas preguntas apuntan a indagar acerca de sus poemas y libros, su oficio, los mecanismos de construcción, los tópicos más frecuentes y su visión sobre la poesía. Leamos (escuchemos) entonces la voz de Osvaldo Aguirre. 


 

¿Cómo se manifestó tu interés por la escritura de poesía? 

Comencé a escribir siendo muy chico. Mis padres me facilitaron los medios, o por lo menos así lo veo desde el presente: me daban cuadernos, biromes, lapiceras vistosas.  Ellos no escribían, pero hubo imágenes potentes de escritura, sobre todo de mi madre, que había sido maestra y tenía una letra hermosa; en un momento encontré un cuaderno de mi abuelo paterno, donde este abuelo se había ejercitado para aprender a escribir, con ejercicios, textos copiados, y eso también me llamó mucho la atención. Ese cuaderno, que conservo, había pertenecido a mi bisabuelo, que lo utilizaba para su contabilidad y mi abuelo lo usó como borrador: esa composición de un palimpsesto familiar está en la poesía que escribo. Entre los 10 y los 12 años tuve varias experiencias de escritura: hice un diario, que vendimos un verano con un amigo entre los vecinos del barrio, y que imprimíamos en mimeógrafo; intenté un relato influido por las novelas de Emilio Salgari y después otro al estilo de las de Agatha Christie y también escribí algunos poemas, aunque esto último se desarrolló con más intensidad y de manera diría metódica a partir de la adolescencia. 

¿Cómo surge el poema en tu caso? ¿Surge como un texto solitario o se inscribe en una serie que, eventualmente, conforma un libro? ¿Cómo te das cuenta a la hora de comenzar a escribir si se trata de poesía o narrativa? 

En general tomo notas. Llevo diarios de manera intermitente, que no están tan referidos a la actualidad cotidiana como a recuerdos o a impresiones relacionadas con temas o preocupaciones persistentes. Los poemas surgen en ese marco. La separación entre poesía y narrativa para mí es muy clara, porque lo que escribo en uno y en otro caso refiere a mundos muy distintos. También es distinto en el sentido formal; en poesía trabajo con procedimientos narrativos, pero de una manera que no podría hacerlo al escribir un cuento o una novela. La serie se manifiesta en los poemas en prosa, pero no pienso que ningún poema sea un texto solitario, cada uno se inscribe en un proceso en curso tanto en un sentido compositivo como narrativo. Para mí hay un proceso en curso a partir de Las vueltas del camino, al que he pensado de manera diferente a través del tiempo. 

¿Hay un proceso de corrección en tu modo de escribir? Si es así ¿podríamos calificar a ese proceso como una instancia más de la escritura o como un acontecimiento autónomo? 

No hay una separación entre un momento de escritura y otro de corrección. Escribir un poema puede llevar años. Cuando empecé, me entusiasmaba cuando salía algo, con la primera versión, pero al día siguiente ese efecto se había desvanecido. El tiempo es una prueba. Hay un punto de partida, una versión preliminar sobre la cual transcurre la escritura propiamente dicha. Pero los ajustes insumen un tiempo particular para cada poema y ni siquiera la publicación en libro es necesariamente un final, porque la reedición es otra oportunidad de reescritura. Los poemas que no retomo en general son los que no publico. 

Los tonos y los giros de la lengua oral se manifiestan en tu poesía desde los primeros libros (Las vueltas del camino y Al campo). Más allá de la anécdota, se me ocurre que lo que predomina es la música de fondo que la sostiene.  

Sí. Escribo a partir de lo que me quedó sonando: frases hechas, onomatopeyas, latiguillos, refranes, nombres de perros, bromas de entrecasa. A veces incluso recupero palabras o formas de decir de un olvido prolongado. Pienso mi poesía como la recreación de una lengua familiar, una lengua escuchada sobre todo en la infancia. A la vez trato de lograr una entonación oral, que el poema sea una lengua hablada. Tuve diversos intentos de escritura pero recién empecé cuando me di cuenta que ese registro de lengua era el objeto de mi poesía, cuando dejaba hablar lo que venía con esa música de fondo. Ese momento es un recuerdo nítido: había ido a visitar a mis padres, en el campo, y tuve una especie de iluminación en que empecé a ver el mundo en esos términos, como si percibiera cada cosa por primera vez. Estaba leyendo Nadie nada nunca, de Juan José Saer, y también los cuentos de Borges, fue un período en que leí intensamente Ficciones y El Aleph. Esa revelación fue posible porque retomé voces, palabras y modos de decir que estaban en la conversación familiar y en los días de infancia en el campo. Resumo mi novela familiar de esta manera: mis bisabuelos vinieron de España y se instalaron en el campo, en el sur de Santa Fe; mis abuelos pasaron toda su vida en el campo; mis padres vivieron la infancia y la adolescencia en el campo y después en la ciudad; yo nunca viví en el campo pero lo visité periódicamente hasta la juventud y esa distancia produce como efecto una mezcla de obligación, de necesidad y de posibilidades. Con el tiempo pasé de compararme con un lingüista que registrara una lengua en trance de extinción a compararme con el último hablante de una lengua en extinción, porque el espacio en el que podía circular ya no existe y no quedan interlocutores. Siento una especie de responsabilidad en ese sentido. Estoy muy atento a los ecos, a las reverberaciones de esa música, y el poema es un lugar donde una historia se sigue inscribiendo. Tengo en claro que esa lengua es una reinvención de mi parte, como escribe Saer: “Cada uno crea / de las astillas que recibe / la lengua a su manera”. 

En Tierra en el aire hay un trabajo con el espacio como significante que le da cierto dinamismo visual a los poemas. Acorde con el título, lo considero un libro aéreo, ligero, inscripto en la línea de tu poesía anterior, pero también algo diferente. ¿Acordás con esta hipótesis? ¿Cómo fue el proceso de escritura de ese libro? 

El trabajo con el espacio surge de un intento de escritura para complicar la forma narrativa que me sale. Escribir contra la propia habilidad, como dice Fabián Casas, me parece un buen consejo y lo tengo en cuenta. La escritura de Tierra en el aire está asociada a los últimos tiempos de vida de mi padre y a la pérdida de una casa, aunque estos hechos aparecen de modo tangencial en los poemas, son un punto de partida y no de llegada. Alcancé a conocer una época en que la gente, pequeños agricultores, todavía vivía en el campo y en que los pueblos vecinos tenían una existencia particular, que no estaba supeditada a las grandes ciudades. Mis abuelos pasaron toda su vida en el campo. Pero sobre todo conocí la época en que los habitantes del campo y de los pueblos comenzaron a irse, en general a grandes ciudades. Lo que veía entonces, en el proceso de escritura, eran signos de ausencia. Un poema era lo que podía salvar del vacío, como aquello que uno se lleva o resguarda al retirarse de un lugar. Tierra en el aire es el lamento por la pérdida y a la vez la valoración de algo constitutivo. 

En tu libro 1864 hay una reflexión sobre una onza de oro como herencia familiar. El libro es, entre otras cosas, una larga meditación sobre la herencia. O los restos de ella. ¿Qué alcance tiene esta noción en tu escritura? 

La referencia a la onza es autobiográfica. Según el relato que recibí, mi bisabuelo la recibió de su padre en el momento de embarcarse en San Sebastián hacia la Argentina. Tenía 20 años. Ese momento era muy fuerte en la memoria familiar y el acento estaba puesto tanto en el don de la onza como en el hecho de que mi bisabuelo no volvió a ver a su padre. Es decir que alrededor de la onza hay una continuidad y una ruptura. Esa memoria estaba un poco desvaída y la retomé, tanto porque salvé a la onza como porque me interrogué sobre su significado. El hallazgo de la onza se produjo en un momento complicado de mi vida y me ayudó a sobrellevarlo; también me ayudó a dar unidad a un conjunto de poemas. La poesía está vinculada con una herencia de palabras y de modos de decir pero no una herencia recibida pasivamente sino inventada, construida sobre restos que encontré dispersos y abandonados: el cuaderno borrador de mi abuelo, los manuscritos de mi madre, un herbario que hizo mi padre con descripciones de los ejemplares que recolectó, la onza del bisabuelo. 

¿Qué lugar ocupa la emoción en la construcción y en la recepción del poema? Se me ocurre que en tu escritura la recepción se logra fuera del efectismo de la estridencia. 

Puede ser un objetivo en la escritura: capturar, reconstruir un momento de máxima intensidad. La emoción es como la rúbrica de la experiencia, aquello que sostiene el recuerdo. No hay sucesos pequeños, como escribe Joaquín Giannuzzi, porque la emoción, digo yo, suele estar en los gestos mínimos, en los acontecimientos cotidianos antes que en los extraordinarios, en el acontecer de la vida. Me resulta difícil leer algunos poemas en público porque evocan emociones o sucesos determinados. 

En tu caso particular, la escritura es una labor constante, cotidiana, atravesada también por tu actividad laboral. Te pregunto cómo interviene la noción de deseo en un trabajo tan persistente con la escritura. 

Sí, trabajo como periodista. Hubo un año en que publiqué seis libros, pero claro, al final de ese año me separé de la que era mi mujer… El deseo de escribir poesía atraviesa el orden cotidiano, lo interfiere, lo desordena, y le reservo las primeras horas del día, cuando estoy descansado y con las energías a pleno, o bien las últimas horas de la noche, “cuando ya cansado pero terriblemente libre enciendo la lámpara que apagaré muy tarde”, como diría Juan Manuel Inchauspe. 

En un contexto político y social de devastación, descalificación y discriminación como el actual proceso que estamos viviendo en nuestro país, ¿hay alguna dimensión política en el discurso de la poesía? 

Qué difícil, ¿no? Hablar de la función social de la poesía era o es un lugar común, pero desde hace un tiempo se volvió muy complicado y creo que esas reflexiones pecan de ingenuidad o son la expresión de buenas intenciones en el mejor de los casos. Hoy, como escribió George Steiner del ascenso del nazismo y del fascismo en Europa, las palabras son forzadas a decir lo que ninguna voz humana debería decir. En ese contexto la dimensión política del poeta podría estar en proteger y recrear los valores que destruye la ideología dominante. Diría del poeta antes que del discurso de la poesía, porque esto último suele entenderse en términos declarativos y me parece que así no funciona. Atravesamos un momento de desmoralización, ¿no?, en varios sentidos, y no aparece una alternativa al individualismo y al odio, aunque hay múltiples signos y acciones fuertes de resistencia. Parte de la desmoralización es pensar que el estado de cosas que padecemos en Argentina está definitivamente instalado. La dimensión política del poeta podría estar entonces en trabajar contra la corriente dominante y en sostener un horizonte, aunque el nivel de destrucción de la cultura es profundo y seguramente tendrá consecuencias durante muchos años.  

Tu trabajo crítico se ocupó de poetas en los que pusiste especial atención: Juan  L. Ortiz, Roberto Raschella, Francisco Gandolfo, Juan Manuel Inchasupe, Estela Figueroa, Arnaldo Calveyra, Darío Canton, entre otros. ¿Se puede decir que este conjunto de poetas, u otros, gravitaron en la escritura de tu poesía? ¿Reconocés alguna impronta de alguna obra poética en particular? ¿O de algunos títulos de libros precisos? 

Sí, claro. Aprendí algo de cada uno de los poetas que mencionás. O por lo menos recuerdo lecturas y conversaciones que reconstruyo como enseñanzas. Salvo en el caso de Ortiz, tuve la suerte de hablar con ellos, de tener una amistad, y los leí y sigo leyendo. Francisco Gandolfo decía que el poeta llega sin apuro; me encanta esa idea, que en su caso tuvo que ver con publicar un primer libro a los 48 años, después de mucho esfuerzo. Con Calveyra tuve una impresión muy fuerte al leer Cartas para que la alegría, leí toda su obra y volví a experimentar esa impresión con los relatos de El origen de la luz; de esta lectura recupero una idea que en este momento pienso con particular intensidad, la idea de que el pasado que a uno lo constituyó sigue transcurriendo, que está por delante. Calveyra decía que en su cuarto de París abría la ventana y veía el campo de Entre Ríos, y lo asocio con parte de un diálogo que tuve con Marosa di Giorgio. Me habían preguntado por qué escribía siempre sobre el campo, y empecé a dudar, a preguntarme si no tenía que dejar de lado esa cuestión. En Montevideo, cuando la entrevisté, le trasladé esa pregunta a Marosa di Giorgio: por qué volvía una y otra vez al espacio que es el centro de Los papeles salvajes, la casa, el orden familiar, el jardín. Y tomé lo que ella me contestó: ¿por qué dejarlo, si está vivo, si no deja de transformarse y de revelarse? 

Tu trabajo en la escritura de poesía alterna con el ejercicio de la crítica. ¿Podrías establecer algún canal subterráneo entre ambas prácticas? ¿Habría algún vínculo? Según tu punto de vista, ¿el ejercicio crítico por parte de quien escribe poesía tendría alguna particularidad? 

La crítica es también un acto de reflexión sobre cuestiones que me importan al escribir poesía. En mi libro La tradición de los marginales compilé artículos, reseñas y entrevistas que originalmente hice y publiqué en circunstancias muy diversas, pero que en conjunto tienen para mí un hilo conductor, que sería mi visión de la poesía argentina contemporánea y de una línea que yo reivindico como la más productiva e interesante. Al reseñar un libro estoy particularmente atento a los modos en que otros poetas piensan o trabajan la lengua, las modulaciones orales, el paisaje, a cómo relatan su historia, las lecturas que los formaron. También reivindico el espíritu del curioso, “el curioso sistemático”, como diría Elvio Gandolfo. Escribo crítica de modo profesional, es decir teniendo en cuenta a un lector que debe ser informado respecto de un libro, pero desde un punto de vista personal, destacando lo que me parece relevante según mis propios criterios. 

Comenzaste a publicar tus libros de poesía en los años 90. No obstante, tus libros parecen desmarcarse de los registros más transitados de ese período al que se denominó “poesía del 90”, vinculados a cierta experiencia urbana y a una relación distante con los objetos, a la vez extrañada y cotidiana. ¿Lo ves de ese modo? 

Sí, pero a la vez creo que mis libros son parte de ese período no solo por cuestiones de cronología sino porque a su modo participan de lo que surgió entonces como novedad en relación a la lengua poética y a la incorporación de formas narrativas y de registros coloquiales. En los últimos años hay cierto interés por el tema rural en la literatura, pero tampoco veo a mis libros comprendidos en ese marco. Sentí más afinidad en cuanto a la visión del campo con otras expresiones artísticas, como la fotografía de Gustavo Frittegotto, o con experiencias puntuales como la obra poética de Marylin Contardi. 

Según tu biografía, estudiaste la carrera de Letras en la Universidad Nacional de Rosario y participaste de una cátedra que, por entonces, dirigía el poeta Aldo Oliva. ¿Qué recordás de aquella época y qué te dejó esa experiencia? 

Vi a Aldo Oliva por primera vez en una clase de Literatura Europea II, de la que él era titular y a la que asistí como oyente. En esa clase daba “Recogimiento”, el poema de Baudelaire, y quedé muy impresionado por la intensidad que Aldo transmitía. He escuchado a muchos poetas en la lectura de sus poemas pero para mí ninguno supera la forma en que Aldo transmitía la carga emotiva -el magma, diría él- que podían tener las palabras. Participé en su cátedra después de terminar la carrera, durante tres años. Esa etapa está asociada por otro lado a mi amistad con Fernando Toloza, quien también integró la cátedra, y con el cual compartí además el trabajo primero en la librería Trilce, de Jorge Isaías, después en el diario La Capital y finalmente las primeras colaboraciones en Diario de Poesía. Fernando murió muy joven, en un accidente de tránsito, y me ocupé de publicar un libro de poemas que él tenía ya cerrado, Fuera de temporada, y una recopilación de sus artículos periodísticos, que seleccionó Diego Colomba. Recuerdo especialmente que un verano armamos con Fernando un grupo de lectura del Dolce Stil Novo y otros poetas medievales; un efecto de ese grupo fue “El poeta tradicional”, un artículo sobre Francois Villon que publiqué en Diario de Poesía, y también el hecho de que problematicé por primera vez para mí la idea de tradición. Aldo se molestó cuando le comuniqué que iba a trabajar en el diario La Capital; esa decisión significó que dejara la cátedra, pero seguimos en contacto hasta su muerte, en 2000, y seguí leyendo su obra: preparé el dossier que le dedicó Diario de Poesía y escribí un libro en el que reviso su historia como centro de un movimiento de poetas rosarinos y santafesinos entre fines de los años 50 y mediados de los 60. 

Hay una plaqueta editada en 2005 por Dársena 3 titulada Ningún nombre. Se desvía, en parte, de tus libros dedicados al campo. Los poemas publicados allí, además de referirse a la última dictadura militar en términos temáticos,  apuntan a desmontar los modos del lenguaje de ese período. Así es que aparecen términos y formas de expresión muy característicos del clima de época: “apátrida”, “célula enferma”, “Dios, patria y familia”, etc. El conjunto de poemas tiene como verso final “no termina la noche argentina”. ¿Cuál fue la motivación de escritura de estos poemas? 

Empecé a escribir los poemas de Ningún nombre hacia 1996, cuando se cumplieron veinte años del golpe militar del 24 de marzo de 1976. Ese trabajo surgió en conexión con otras cuestiones que se me impusieron y que derivaron en artículos periodísticos, sobre todo vinculadas a los efectos del terrorismo de Estado en el lenguaje, “el discurso de la muerte” en los términos de Rodolfo Walsh, o lo que decía antes citando a Steiner, que leí en aquel momento. Los poemas también elaboran de algún modo la lectura de Poder y desaparición, el ensayo de Pilar Calveiro. La plaqueta incluye una selección de poemas de un libro todavía inédito, que seguí trabajando de modo intermitente hasta hace unos años. Todavía no me convence en un sentido estrictamente poético, pero no siento ninguna urgencia con respecto a la publicación. 

¿Qué proyectos poéticos y literarios estás pensando o elaborando en este momento? 

Este año soy más metódico con mi diario. Confío en que en esas anotaciones encontraré textos futuros. No solo poemas sino también relatos; tengo una línea de cuentos en los que trabajo pequeñas cuestiones de la vida cotidiana, algo que aparece en mi libro La línea maestra y otros cuentos. Por otro lado tengo un libro de poemas en curso, que gira en parte alrededor de la idea de que el pasado está por delante. Nostalgia de la luz, la película de Patricio Guzmán, me afirmó particularmente en esa convicción. Hace ya unos cuantos años, en una terapia, la analista, Tita Florio, solía cerrar las sesiones preguntándome: ¿Por qué poner por delante lo que está detrás? Evidentemente es una obsesión que tengo, o mi neurosis personal. Esa pregunta me fascinaba, me divertía, me desesperaba, me movilizaba, porque cada vez podía resonar de un modo diferente. No lo sentía como un cuestionamiento sino como una invitación a responder. Sé que una parte del pasado está por delante y eso es algo vital para mí, por lo menos en esta etapa. 

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