Entrevistas

El País del Sauce: cómo construir un paisaje con libros

Una notable colección coeditada entre dos universidades públicas recupera textos extraordinarios que navegan el litoral argentino. Conversamos con su editor, Sergio Delgado. 



Por Valeria Tentoni


 

Los aguafuertes y crónicas fluviales de Roberto Arlt y Rodolfo Walsh, los escritos recuperados de la escritora Emma Barrandéguy, las hipnóticas crónicas de conquista de Ulrico Schmidl publicadas originalmente en el Siglo XVI, los diarios de un navegante amateur inglés del Siglo XIX que deseaba conocer la argenta tierra prometida, los poemas de Juan L. Ortiz... ¿Qué podrían tener en común? En principio, un catálogo de lujo: el de “El País del Sauce”. 

La Universidad Nacional de Entre Ríos y la Universidad Nacional del Litoral reúnen sus fuerzas para publicar esta notable colección que tiene como motivo la región cultural que definen los ríos Paraná y Uruguay y que reúne textos clásicos de distintas ramas del arte y la ciencia. “Tienta en realidad un espacio más bien impreciso, menos geográfico que imaginario, delimitado por aquellas voces y miradas que participan de su formación”. El título de la colección se inspira en un verso de Juan L. Ortiz, quien, refiriéndose al río y su territorio, se hizo la siguiente pregunta: «¿es mi país, únicamente, el sauce?».  

“Lo importante fue siempre dar con un buen texto, un texto que nos procure esa fascinación y esa perplejidad que nos lleva a editarlo”, dirá en esta entrevista el editor de esta fuente de tesoros, Sergio Delgado. Nacido en Santa Fe, enseñó cine, arte y literatura en la Universidad Nacional del Litoral y en la Universidad de Bretagne-Sud, y actualmente en la Universidad de Paris-Est Créteil. En 1996 editó la Obra completa de Juan L. Ortiz y tuvo a su cargo además las ediciones críticas de otros autores como Juan José Manauta, José Pedroni y Juan José Saer. Posee una extensa producción ensayística y también publicó libros de crónicas, relatos y novelas como La selva de Marte, El alejamiento y El corazón de la manzana


  

Sergio, ¿cómo surgió la colección y la alianza entre universidades para publicarla? 

Como suelen suceder estas cosas, por la combinación feliz de varios elementos: la necesidad de una colección de libros que resguarde y difunda un patrimonio regional siempre amenazado, el interés de un grupo de intelectuales e investigadores de trabajar juntos y la decisión política de los responsables universitarios a cargo de las editoriales de apoyar y acompañar la iniciativa. Lo que es casi un milagro porque, en este contexto de exaltación del individualismo en el que estamos inmersos todo parece tirar en la dirección contraria, ¿no? Quizás sucede menos en el medio universitario, cultural o asociativo, como lo vienen demostrando las últimas manifestaciones de protesta contra las políticas de ajuste del actual gobierno: el espíritu colectivo de escritores, editores y artistas, y las redes de solidaridad de investigadores, es un dato que contrata con la anemia actual de partidos políticos y sindicatos oficiales. Los movimientos de la extrema derecha, en Francia, España, Estados Unidos o Argentina, se sirven de los peores sentimientos de una comunidad: la frustración, el odio, la xenofobia, el miedo. El error que cometen es ignorar o menospreciar el espíritu de “cuerpo” que tenemos los que, en cambio, desde hace muchos años estamos acostumbrados a trabajar de manera colectiva. Con nuestras diferencias y con todas las dificultades que esto implica, pero lo hacemos. En el momento actual de avance de la extrema derecha en Argentina y en el mundo cada cosa que hagamos en el terreno cultural nos obliga asumir una posición frente al odio. Volviendo a la pregunta: destaco estos tres elementos –patrimonio, trabajo en equipo y voluntad institucional– sin privilegiar ninguno porque funcionan de manera combinada, en el origen de la colección y en su duración en el tiempo.  

¿Qué criterio reúne los libros en una misma colección? 

“El país del sauce” trabaja con una “región” concreta, la del Litoral, la que trazan la cuenta de los ríos Paraná y Uruguay. Esta región cultural, que excede los límites parroquiales, provinciales e incluso nacionales, tiene una identidad muy fuerte aunque con fronteras permeables, una riqueza increíble pero que todavía debe ser descubierta y revalorizada, y aunque es muy dinámica y vital –por eso mismo, quizás– se encuentra siempre amenazada. Es la misma amenaza que pesa sobre nuestro patrimonio cultural desde hace muchos años y que ahora alcanza un grado de gravedad extrema. Con todo lo que implica: la preservación de archivos, el cuidado de los textos, la memoria de hechos y protagonismos, la valoración editorial y la difusión, etc. Nuestra cultura nacional y regional ha alcanzado un grado de riqueza y complejidad impresionante. Es urgente preservar archivos, es indispensable que haya muchas colecciones de libros, que se abran y se mantengan bibliotecas –mediatecas, para ser más precisos–, que haya planes de promoción de la lectura, programas de becas de investigación, que se abran cátedras universitarias, centros de estudio y documentación y se conformen, sobre todo, equipos de investigación cultural.  

Si pudiera identificar un punto de partida de la colección “El país del sauce” debería localizarlo en el trabajo de preparación, entre otras ediciones importantes, de las obras completas de Juan L. Ortiz, Carlos Mastronardi y Amaro Villanueva. Estas ediciones fueron llevadas a cabo, respectivamente, por las editoriales de la Universidad Nacional del Litoral y la Universidad Nacional de Entre Ríos. Enseguida se conformaron equipos de trabajo de intelectuales e investigadores; enseguida aparecieron puntos de contacto y con naturalidad compartíamos material, información y perspectivas. Fue algo impresionante porque en muchos casos se verifica la dimensión del vacío que mencioné. Por ejemplo, Viaje a Misiones de Eduardo Holmberg, el primer volumen de la colección, recupera un informe enviado a fines del siglo XIX a la Academia de Ciencias. Un texto que nunca volvió a publicarse, y del que casi no quedaban ejemplares. Fue un verdadero trabajo de reconstrucción el que realizó para esta edición Sandra Gasparini. Y lo mismo que ocurre con los textos de Cronosíntesis de Emma Barrandeguy (edición al cuidado de Evangelina Franzot), los de las “Aguafuertes fluviales” de Roberto Arlt (incluidas en El país del río, junto con las crónicas de Rodolfo Walsh, al cuidado de Cristina Iglesia), los de Entre lenguas y mundo de Josep Sabah (recuperados de un archivo que se encuentra en París, seleccionados y traducidos por Mónica Szurmuk) o los de Chaco en el territorio de la imaginación de Alfredo Veiravé, libro que está a punto de salir (a partir de un proyecto iniciado por Claudia Rosa y editado por María Eugenia De Zan). Estos proyectos implican en su mayoría un rescate en archivos. Y las reediciones, como es el caso de El junco y la corriente de Juan L. Ortiz (que en realidad nunca había existido como “libro”, edición al cuidado de Francisco Bitar), Las tierras blancas de Juan José Manauta (al cuidado de Franzot) o Los estudiantes de Víctor Mercante (al cuidado de Graciela Villanueva), necesitaron, cada una en su medida, de un dispositivo crítico. En definitiva: todas estas ediciones intentan poner de relieve el origen de un texto, las condiciones de su preservación, y proponen acompañar la lectura con un dispositivo crítico. Editar es todo eso: volver al origen, reproducir, dar a luz y cuidar la criatura que resulta.  

¿Qué podés decirnos de la unión entre universidades? 

Los responsables de las editoriales de estas universidades tuvieron la sensibilidad y la determinación de llevar adelante, de manera conjunto, este proyecto.  Es maravilloso que dos universidades sumen esfuerzos. No es fácil porque estas instituciones tienen distintos modos de funcionamiento y si se quiere, también, distinta coloración política. En un contexto nacional que, además, no facilita las cosas sino que las entorpece. Pero es posible y a mí me resulta emocionante participar de este tipo de experiencias. Creo, modestamente, que es un ejemplo a imitar.  

En el planteo inicial de la colección nos preguntábamos respecto a la función intelectual, cultural y social que debe cumplir una editorial universitaria. Es cierto que uno de los objetivos de estas editoriales es la difusión del conocimiento académico y científico. Lo vienen haciendo y cumplen sin duda una función importante en relación, sobre todo, con la comunidad universitaria. Pero nos decíamos, en un segundo momento, que estas editoriales deben llevar adelante colecciones culturales, que se ocupen principalmente, aunque no de manera exclusiva, del patrimonio de sus “zonas de influencia”. Con ediciones cuidadas, a la altura del desafío, con un dispositivo crítico exigente, que es algo que las editoriales comerciales no hacen. O han dejado de hacer. ¿Por qué? Por una razón muy simple, que es sobre todo económica: para hacerlo hay que contratar equipos de especialistas y pagarles un sueldo. Es una pena porque en el resto del mundo esos mismos grupos editoriales están dispuestos a sacrificar una parte de sus enormes dividendos para la producción de colecciones de clásicos como es el caso, por ejemplo de la ilustre Biblioteca de “La Pléiade” de Gallimard. Esto les permite tener un fondo editorial y mantener y fortalecer un cierto prestigio. Nuestras grandes editoriales comerciantes están obnubiladas por objetivos más inmediatos. 

La colección está bautizada con un verso de Juan L. Ortiz, también autor del catálogo. ¿Por qué elegirlo como figura maestra de este proyecto? 

Me gusta ese término “figura maestra”. Y no porque crea que Juan L. Ortiz haya sido o pretendido ser un maestro. Si es el caso, sucedió manera silenciosa. Es el “maestro secreto” de la poesía argentina, como dice María Teresa Gramuglio. Muy poco reconocimiento tuvo, hay que decirlo, a lo largo de su vida. En serio: en la región nadie le prestaba la más mínima atención, salvo un grupo de locos y poetas que orbitaban en torno de su casa en Paraná, y su obra reunida fue llevada a cabo gracias a ese emprendimiento independiente y cooperativo que fue la Biblioteca Vigil de Rosario. Me gusta en todo caso la idea de que todo gran escritor y todo gran artista produce con su obra el mundo que habita. Ningún creador o intelectual es el resultado del territorio, la región o el paisaje donde nació, vivió o trabajó. Es su obra, su arte o su pensamiento lo que en todo caso determinan, explican y justifican ese origen.  

Quisimos que esta idea marcara, de alguna manera, el título de la colección.  Aunque nunca lo analizamos en profundidad y te agradezco la pregunta porque me permite volver a pensar el problema. Nos gustó la fórmula, digamos, y la adoptamos enseguida. Viene, es cierto, de un verso de Juan L. Ortiz, del poema “Entre Ríos”, un poema extenso cuyo tema casi exclusivo es la pregunta sobre cómo nombrar un territorio. ¿Es una comarca, una provincia, un jardín, un paraíso, un “país”? El nombre convencional, que nombra el “entre ríos”, ¿qué es lo que nombra? No el interior del territorio sino los contornos fluviales que marcan sus límites. O ambas cosas al mismo tiempo. Algo que en todo caso es difícil nombrar. Así comienza el poema, estos son sus primeros versos: “Como podría decirte, oh tú, el que no puede decirse/ alma, ahora, del sauce:/ el sauce que Michaux hubo de comprender, al parecer,/ recién en Pekín?” 

Para comprender estos versos hay que pensar en el viaje que hace Henri Michaux en 1931 a India, China y Japón. Al regresar publica sus impresiones de viaje en Un bárbaro en Asia (1933). Este título invierte los términos habituales del viaje occidental a Oriente. Ahora es el occidental el que se siente un “bárbaro” frente a la inmensidad de esos paisajes y esas culturas. Ortiz tenía en su biblioteca en la edición de Sur de 1941 con la traducción de Jorge Luis Borges. En el capítulo dedicado a China dice Michaux (sigamos la traducción de Borges): “En Pekín he comprendido el sauce, no el sauce llorón, sino el sauce erguido, que es el árbol chino por excelencia. El sauce tiene algo de evasivo. Su follaje es impalpable, su movimiento se parece a una confluencia de corrientes. Hay más movimiento del que vemos, del que nos muestra. El menos ostentoso de los árboles. Y aunque siempre estremecido (no el estremecimiento breve e inquieto de los abedules y de los álamos), no parece ensimismado ni atado: está siempre bogando y nadando para mantenerse a flote en el viento, como el pez en la corriente del río”. 

Podría pensarse que el poema «Entre Ríos», como Un bárbaro en Asia, es también el relato de un viaje. Ese viaje que es la lectura y que, acompañando a Michaux, le permite a Ortiz mirar el mundo a través de otros ojos –el beneficio de todo viaje estaría menos en los conocimientos que se puedan adquirir que en la posibilidad de refrescar y quizás modificar nuestra manera de ver el mundo–; pero también del viaje de Ortiz a China, en 1957, que es contemporáneo a la escritura del poema “Entre Ríos”. De esta manera los dos viajes, y tantos otros viajes, se superponen.  

Por lo menos dos elementos se entrecruzan en la cita. En primer lugar, el momento mismo de la revelación, es decir, el hecho de que Michaux puede comprender el sentido del árbol «recién» en Pekín: “En Pekín he comprendido el sauce”. Leyendo a Michaux, Ortiz cambia su manera de mirar el sauce: «su movimiento se parece a una confluencia de corrientes». El árbol, símbolo, de lo fijo, mima la imagen del río, símbolo de lo que fluye. Una vez, ese entrañable filósofo, profesor de la universidad de Entre Ríos, nos propuso, como desafío, el título “El país del ñandubay”. En algún sentido tenía razón porque el ñandubay es un árbol autóctono, de la región, y en cambio el sauce un extranjero, un recién venido, aunque se ha ambientado muy bien en el Litoral. Discutiendo y pensando nos dimos cuenta de que “país del sauce” refleja mejor la complejidad que queremos abarcar. Como sea el árbol es un elemento fundamental para pensar un país. 

Desde un punto de vista etimológico, palabras como “país”, “paisano”, “pago”, “paisaje” tienen un mismo origen y provienen del encuentro entre el antiguo francés y el latín medieval: pays, pagensis. Todas estas palabras hacen referencia a un lugar determinado, pero también a la gente que lo habita. No tiene nada que ver con el concepto de país como “Nación” (con mayúscula) porque ese concepto todavía no existía en la baja Edad Media. Aparece mucho después. En su origen, país-paisaje-paisano hablan de un territorio determinado por el espacio pero también por un sentimiento, un modo de vida, una manera de percepción. Una de las primeras apariciones de la palabra “pays” en francés es un texto sobre la vida de san Léger o san Leodegario: Tuit li omne de ciel païs, trestuit apresdrent a venir; et sancz Lethgiers lis predïat”. Se podría traducir como "Todos los hombres del país del cielo aprendieron a venir juntos; y san Leodegario les predicó". Esos hombres del “país del cielo”, ¿quiénes son? ¿Los monjes que habitaban en el monasterio dirigido por Leodegario, o los bárbaros de los alrededores que había que convertir? Y qué bueno que hayan aprendido a vivir juntos. En la colección buscamos un poco eso: esta confluencia de lecturas. Y la construcción de un paisaje a partir de una suerte de gramática visual. 

En la colección encontramos autores nacionales pero también internacionales, viajeros, naturalistas y conquistadores que llegaron a nuestros ríos y los escribieron. ¿Cómo pensar el territorio como hilo conductor? 

Nos parece que ante todo hay que considerar el territorio de manera dinámica. Aunque más no sea para evitar las trampas de las concepciones nacionalistas o regionalistas retrógradas. Nos vienen enseñando que los creadores de una determinada región son los que nacieron o vivieron en ella. Es lo que exigen como condición, por ejemplo, algunos concursos literarios provinciales. Y en cierto modo esta definición tiene sus razones. Pero, ¿cómo pensar los aportes de aquellos pueblos originario que fueron desplazados del territorio o sencillamente aniquilados y su impronta sigue afectando la lengua y la cultura local, o los de aquellos viajeros que visitaron la región, de paso, pero que la observaron y describieron y participaron de su definición? Pienso, por ejemplo, Charles Darwin o Roberto Arlt. En el marco de estas consideraciones vamos encontrando a los autores de la colección. 

También hay distintos géneros dentro de la colección, crónicas, novela, relatos, ensayos. ¿Por qué decidieron hacerlo así? 

No sé bien por qué. Pero la idea estuvo presente desde el comienzo. La mezcla de géneros, pero también de disciplinas –literatura, historia, ciencias naturales, cine–, y de jerarquías, siempre arbitrarias, de lo que se considera “culto” o “popular”… Pienso ahora que nos gustó la idea de armar como una suerte de fresco o caleidoscopio. En cualquier, lo importante fue siempre dar con un buen texto, un texto que nos procure esa fascinación y esa perplejidad que nos lleva a editarlo. 

Uno de los conceptos que se resaltan en el prólogo a Orilla es el de la perplejidad del viajero como fuerza productora de escritura. ¿Qué podrías decirnos al respecto? 

El libro Orilla es de por sí una experiencia muy particular, un viaje muy particular. En él reunimos con Enrique Fernández Domingo, que es el autor del prólogo, distintos relatos de viajes. Una antología de textos de viajeros tan diversos como Charles-Marie de La Condamine, Roberto Payró, Theodore Roosevelt, Le Corbusier, Siegfried Kracauer, Juan José Manauta, Lobodón Garra, Jennie Howard, Ana Iliovich y Pablo Montoya. Distintos especialistas presentan estos textos seleccionados en torno de la idea de “orilla” que esos relatos postulan. Siempre hay una orilla de la que se parte o a la que se llega. Pero hay orillas también en el transcurso del viaje. Y no hay viajero, por más escrupuloso que sea, que no se desoriente en un momento dado. Necesitará entonces recostarse sobre uno de los lados familiares de todo itinerario, que no necesariamente constituyen una “frontera”, que es un límite siempre más brusco, regido por convenciones y controles policíacos. Habría que definir previamente, claro, las nociones y los usos de términos como “orilla”, “frontera”, “límite”, “línea”… Decimos muchas veces “arrimarse a la orilla”, como buscar un lugar reconocible y confortable. Comprendimos entonces que la noción de “orilla” define algo físico –el límite que distingue la tierra y el agua, por ejemplo–, pero también algo más bien abstracto, si se quiere filosófico o cultural. Se habla de un “orillero” como alguien que circula por los bordes y allí encuentra su ámbito. Así se dice, por ejemplo, que Borges es un “escritor de las orillas”. Y, como sea, no existirían esas realidades y estas reflexiones sin el viaje. Muchas veces es la perplejidad del viaje, del salirse del lugar propio, lo que nos obliga a pensar. Y escribir.

Efectivamente, es un concepto fuerte el de orilla. ¿Por qué permitió guiar la búsqueda editorial? 

Casi desde el comienzo de la colección venimos organizando encuentros en los que hablamos de los diferentes proyectos de libros, pero en los que analizamos también una determinada problemática. Así organizamos un coloquio en Paraná en 2015 en torno del problema del horizonte. De ahí surge El horizonte fluvial que es uno de los libros de la colección. En 2017 organizamos un coloquio en París sobre la relación entre el río y la ciudad, en 2019 nos reunimos en Resistencia y Corrientes en torno justamente de esta cuestión de las “orillas” y últimamente, en 2023, nos encontramos en Barcelona para pensar “territorios imaginados”. Estamos preparando una publicación a partir de ese encuentro.  

Muchas de las experiencias sudamericanas de los viajeros extranjeros del catálogo están marcadas por la invención, también: hay mucha fantasía en lo que cuenta que ve Lina Beck-Bernard o en las descripciones de las vestimentas de los pobladores originarios de nuestro territorio en las crónicas de Ulrico Schmidl. ¿Cómo pensar lo fantástico en estos textos rescatados? 

Supongo que hay una tradición, que puede remontarse Ulises o Marco Polo, de viajeros que recorren una tierra desconocida. Cuando encuentra paisajes, pueblos o culturas nuevas, a las que su mirada no está acostumbrada, su inteligencia, con toda la honestidad posible, debe hacer un esfuerzo singular para comprender y en consecuencia describir lo nunca visto. Está esa parte deshonesta del asunto, no podemos tampoco negarlo, cuando el viajero que regresa o describe a sus compatriotas lo visto, trata de vender espejitos de colores. Nunca sabremos qué tan honesta o deshonesta fue la magnífica descripción que hace Hernán Cortés de la ciudad de Tenochtitlan, con sus canales, su mercado, sus templos, su academia de ciencias, con esos jardines zoológicos o botánicos impresionantes, porque después la destruyó. En cierto modo todo viajero, sin necesidad de ser un conquistador, destruye lo que ve. Es el temor de Claude Lévi-Strauss, nunca del todo apaciguado, de contaminar los pueblos primitivos que estudiaba en el Matto Grosso.  

En general el viajero recurre a su propio bagaje cultural, incluso el más remoto o extravagante, para comprender lo nunca visto. Y es así que cuando Colón ve unos extraños mamíferos acuáticos piensa en el mito de las sirenas; pero a veces recurre a la invención. Ocurre con Beck-Bernard y Schmidl, los ejemplos que mencionás, que son a viajero que llegan del extranjero. Pero ocurre también con los viajeros de lo nuestro que son Holmberg, Arlt o Walsh. Descubren lo extraño en el interior del propio país y sus relatos están cargados de magníficos hallazgos de invención. 

Finalmente, ¿cómo incorporar lo documental? Muchos de estos libros cuentan con mapas, fotografías, documentos... 

Es una buena pregunta que nos interroga a nosotros, pero también el presente y el futuro del libro como objeto y de la lectura como práctica. Porque estamos en un momento de cambio de época. Podría responderte a partir de nuestras prácticas actuales en relación con este objeto impreso en papel, encuadernado, que llamamos libro. Lo leemos de una y muchas maneras. En un sillón, recostados en la cama o saliendo a caminar a un parque o a sentarnos en un bar. Abrimos las páginas y comenzamos a leer. Eso creemos. Si estuviéramos ciegos leeríamos con la yema de los dedos o escucharíamos un audiolibro. ¿Es la misma lectura? ¿Leemos el mismo libro? Todavía no terminamos de procesar lo que John Bryant postula como “texto fluido” que entramos en la era de la IA. Bryant nos dice, con razón, que un texto es lo que el lector, según sus posibilidades y deseos, elige hacer con él (incluiría al editor en esta genealogía): están las distintas correcciones que hace un autor en vida –y muchos no terminan nunca de escribir y corregir sus propios textos–, las sucesivas ediciones, con sus erratas, están luego las modificaciones que los editores –los buenos y los malos– les infieren, la intromisión de familiares y amigos, la de las distintas traducciones (incluso dentro de una misma lengua: lo siento mucho pero no leemos el mismo libro si tomamos una traducción hecha en Barcelona o en Rosario), y a esto hay que sumar las ilustraciones, las adaptaciones a la historieta, el cine o la televisión. Cada elemento modifica el libro y forma parte de él. Lo que está ocurriendo actualmente con la adaptación de El Eternauta es un ejemplo. Se le hace decir ahora a Oesterheld lo que cada uno quiere oír. Ahora mismo, que estoy escribiendo esto, Héctor Germán Oesterheld acompaña los reclamos del personal del hospital Garrahan. Y está feliz. 

Los herederos pueden quejarse pero será la postura de un lector más. La mamá y la hermana de Nietzsche hicieron lo que quisieron con sus manuscritos. Nietzsche, en Ecce homo, un libro que dejó sin publicar poco tiempo antes de ser internado en un hospital psiquiátrico, decía en el capítulo 3 de la primera parte cosas terribles de su madre y su hermana. Las considera una “maquinaria infernal”. Casi que con razón las pobres mujeres manipularon los manuscritos para cambiar esa imagen. Y por suerte publicaron esos libros, con todas sus deformaciones, y por suerte algunos amigos conservaron copias de los manuscritos. En la edición de Ecce homo que estoy leyendo, magníficamente editada por Eric Blondel, encuentro la violenta versión original del hijo (respuesta, gracias al trabajo que Mazzino Montinari hizo con los manuscritos, durante la preparación de la edición crítica) y puedo leer en un anexo, como documento, la versión de la madre y la hermana. ¿Por cuál me decido? Las dos fueron escritas por Nietzsche. 

Es magnífico el proyecto de la Melville Electronic Library (MEL) pero casi que comienza a ser una reliquia. Aunque la idea del “texto fluido” que la sustenta sigue siendo pertinente. En la MEL se pueden encontrar en línea los manuscritos de Melville, las ediciones principales (por ejemplo, la edición norteamericana y la inglesa de Moby Dick), las correcciones, las traducciones, hasta llegar a la adaptación de John Huston. El lector navega en ese océano. Todos los problemas de la literatura moderna están en esa obra monumental. Es más, todo se concentra, como un microcosmos, en aquella incansable frase inicial: “Call me Ishmael”. ¿Cómo leo esa frase, cómo la traduzco? Debo irme en primer lugar hacia el libro del Génesis: Ismael es el hijo bastardo que Abraham tuvo con la esclava Agar. El niño fue expulsado con su madre y creció en el desierto. Con ese dato, esa sencilla frase cobra otro sentido. Pero puedo pensar también en tantas reescrituras. Philip Roth comienza su saga The Great American Novel (1973) con "Call me Smitty". Eso es otra cosa: es como decir: “soy un Don Nadie, un cualquiera”. Cada nota, cada imagen que acompaña una edición, modela nuestra lectura, la desvía hacia otros textos y contextos, lo que podemos obedecer o no. La decisión es nuestra. Es nuestra “obra secreta”, como lo plantea Borges en “Pierre Menard, autor del Quijote”. La lectura es siempre un azar y una perturbación en nuestras vidas. De manera consciente o inconsciente. Seamos honestos: ¿quién no lee hoy en compañía de Google o de IA? Lo que leemos nos lleva a buscar una palabra, un dato, una imagen. Las ediciones electrónicas (las buenas) comienzan a incorporar esos desvíos. 

Volviendo a la colección “El país del sauce”, queremos pensar que en cierto modo prolongamos esta pregunta –“¿Cómo pensar lo documental?”– sin darle una respuesta definitiva. Cada decisión editorial, en todo caso, la mantiene como en suspenso. Quizás en un futuro pasemos directamente a la edición electrónica. Por el momento seguimos apostando al objeto libro y a su soporte material. De este modo, cada volumen de la colección viene acompañado por un dispositivo crítico (introducción, cronología, bibliografía y notas) pero también anexos con documentos e imágenes. En algunos casos prolongamos la edición, a través de un código QR, que es como una solución intermedia.  

Algunos ejemplos de lo que digo. En la edición del Derrotero y viaje a España y La Indias de Ulrico Schmidl, a cargo de Loreley El Jaber, se incluyeron distintos apéndices: del recorrido del viaje (con reconstrucción del itinerario), cartográfico (con algunos mapas emblemáticos de la época, que hoy contemplamos con una sonrisa, porque son aproximativos, pero que revelan la visión que se tenía del mundo en ese momento), documental (con manuscritos, cédulas reales, ordenanzas, cartas) y finalmente iconográfico (con ilustraciones que acompañaron las primeras ediciones). Es decir: leemos el texto a partir de nuestra mirada (que tiene su configuración, sus posibilidades, pero también sus límites) y lo leemos también a partir de la mirada de Ulrico (que ve estas tierras por primera vez con ojos europeos) y la mirada de los ilustradores que tratan de interpretar ese mundo casi fantástico. 

Las primeras ediciones de El arte de cebar y El lenguaje del mate de Amaro Villanueva venían acompañados de fotografías, documentos y dibujos. Ediciones posteriores, que no contaban con las mismas posibilidades técnicas, evitaron esas reproducciones. Nosotros las reponemos, con la mejor calidad posible, porque son fundamentales. Y además distintos anexos que dialogan con el archivo de Amaro. Principalmente las fichas en relación con palabras y expresiones ligadas a la práctica y la cultura del mate. La palabra “cebar”, por ejemplo, es un americanismo de la región del Río de la Plata, que surge de esa práctica. Para la edición de Los estudiantes de Víctor Mercante, que es una novela extraordinaria y secreta –extraordinaria por secreta–, llena de claves de lectura, desde el nombre mismo del autor que en la edición originaria aparece detrás de la máscara de un seudónimo y de alter-egos, Graciela Villanueva, su responsable, preparó un glosario con 500 entradas y más de 600 notas. Y la novela original venía acompañada, además, por ilustraciones y por partituras. Este dispositivo, bastante complejo sin duda, no agota la complejidad y la fascinación que nos produce esta novela.

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