Remake de «Me acuerdo» en clave de mar
Por Matías Moscardi
Miércoles 08 de junio de 2022
Las olas del último Filba Nacional en Mar del Plata nos traen este texto del autor de Diccionario de separación en clave de homenaje a Joe Brainard.
Por Matías Moscardi. Foto Diego Izquierdo.
Me acuerdo de mi primer barrenador. Era de telgopor. Me lo había regalado mi mamá y el día del estreno una ola lo partió por la mitad. Me acuerdo que para consolarme mi mamá me dijo: «¡Ahora tenés dos barrenadores!»
Me acuerdo de las tramas de espuma que dejan las olas cuando rompen sobre la orilla.
Me acuerdo de la arenga en un poema de César Fernández Moreno: «al mar hay que escribirlo, hay que volverlo palabras».
Me acuerdo de un huracán que vi desde la terraza de un hotel en Villa Gesell, formándose encima del mar como una nave nodriza de algodón sombreada con carbonilla.
Me acuerdo del día que comí arena.
Me acuerdo del olor a marea roja.
Me acuerdo de un caballo blanco en la orilla de una playa en Mar de las Pampas, con un jinete metalero que llevaba un buzo de Iron Maiden.
Me acuerdo del OVNI que vimos con mi primo sobrevolar entre las olas, al final de una tarde de verano, cerca del vivero de Miramar.
Me acuerdo de la única clase de surf que tomé en mi vida. Les había hecho una nota a unos free riders para la revista THC y me invitaron a su escuelita de surf. Fue un desastre. Por eso siempre tuve body. Es más fácil: no hay que pararse, vas con el cuerpo pegado a la tabla. Es como un barrenador para adultos que no pueden surfear.
Me acuerdo de haber pensado que Odiseo es el primer surfer y que hacer equilibrio sobre una tabla encima de una ola es una hazaña épica reservada para semidioses ágiles y esbeltos que llevan una dieta keto.
Me acuerdo que Borges en un poema se pregunta: «¿Quién es el mar?» Y yo me pregunto: «¿Borges habrá tragado agua salada?»
Me acuerdo de los edificios del centro de Mar del Plata vistos desde la escollera como un código de barras flotando sobre mar.
Me acuerdo de un beso en una casilla de guardavidas.
Me acuerdo de la vez que me picó una aguaviva. Me metí abajo de una ola y sentí un ardor en la cara. Cuando salí, tenía pegado un filamento en el cachete y me ardían los labios.
Me acuerdo de un amanecer de año nuevo en el que me metí de pepa al mar. Nadé hondo y me quedé haciendo la plancha, con los iones marinos entrando por los poros, en alianza con el ácido. Hasta que un haz de luz se proyectó desde las nubes y yo, que no creo en dios, pensé: «Si creyera en dios, este haz de luz entre las nubes sería dios».
Me acuerdo de un atardecer en Monte Hermoso frente al mar. El cielo parecía el incendio de un dios pirómano.
Me acuerdo de la vez que nos metimos a surfear de noche con un amigo en medio de una tormenta eléctrica. (Yo siempre con el body). Los relámpagos titilaban en el horizonte como tubos fluorescentes a punto de quemarse. No veíamos las olas: sentíamos cómo se inflaban abajo de nuestras tablas. No pudimos agarrar ni una.
Me acuerdo de un gorro de Mickey que se me voló y se lo llevó una ola. ¿Seguirá estando en el mar o alguien lo habrá rescatado?
Me acuerdo de un perro que le ladraba a la rompiente.
Me acuerdo del viento, tatuando sus ondas en la piel líquida del mar y de dudar si era el mar tatuando sus olas en la piel invisible del viento.
Me acuerdo de la vez que me caí de una ola y casi me ahogo. Quedé hundido sin aire y desorientado: no sabía para dónde era arriba y para dónde abajo. Empecé a tragar agua salda –me acuerdo del gusto al agua salada– y después de varios segundos de tirar manotazos para todos lados toqué con la mano el deslizador de la tabla y pude salir a la superficie. No fue gran cosa pero me desesperé bastante.
Me acuerdo que una vez en el mar me clavé una lata de Sprite abierta por la mitad en la planta del pie. Tuvieron que darme la antitetánica.
Me acuerdo de haber pensado que no me acuerdo cuándo fue la primera vez que vi el mar.
Me acuerdo de una canción que dice: «con la paciencia del mar esperaré».
Me acuerdo de mi primer tubo (el primero y el último, porque solo una vez pude lograr meterme adentro de una ola). Gritaba de la emoción y el sonido revotaba contra la pared cilíndrica de ese lavarropas industrial que centrifugaba mi voz hacia adelante como un megáfono gigantesco de espuma.
Me acuerdo de un arcoíris que caía sobre el mar con la forma de un tobogán lisérgico de agua y luz.
Me acuerdo de una vez que jugábamos a tirarnos clavados desde la escollera con mis amigos de la adolescencia. Me tiré varias veces hasta que en una sentí un golpe indoloro en los muslos. Me quedé nadando un rato y cuando salí, tenía la malla desgarrada y las piernas chorreadas de sangre.
Me acuerdo de una novela de Bei Dao que se llama Olas de la que no me acuerdo absolutamente nada.
Me acuerdo del día que creí ver por la ventanilla de un taxi a mi amigo Lisandro surfeando entre las olas y horas después me enteré que la noche anterior se había matado con el auto.
Me acuerdo de perdernos, de muy chicos, en Punta Mogotes, con mi primo. El mar nos arrastró con disimulo para un costado, lejos, muy lejos de la sombrilla de mi tía. La gente aplaudió como en una lectura de poesía hasta que nos encontraron.
Me acuerdo de mi amigo el Gallo que una vez, con un viento huracanado frente al mar, prendió un porro metiendo su cabeza y sus manos adentro de su propia remera.
Me acuerdo del día en el que un lobo marino se me tiró al humo mientras flotaba sobre el body; del miedo paranormal que me dio, como si no fuera un lobo marino sino un fantasma con forma de lobo marino.
Me acuerdo de la sensación de saltar justito cuando pasa la ola antes de desmoronarse, despegar del suelo y alcanzar la cresta, como tener un súper-poder por cinco segundos.
Me acuerdo de la punzada en la sien al filtrar una ola en invierno sin capucha.
Me acuerdo que un surfista campeón del mundo me explicó una vez que la orilla del mar es la fuente de iones negativos más grande del planeta. Me dijo: «¿Viste esas lámparas de sal que la gente tiene en sus casas para absorber la energía del wifi? Bueno, la orilla del mar es como una lámpara así pero gigante».
Me acuerdo de los calambres en los gemelos y en las plantas de los pies por usar patas de rana; bajar de la tabla y no tener suelo donde estirar el músculo; aguantar el dolor a flote.
Me acuerdo de una tarde en Puerto Madryn en la que me tiré de una piedra y me encontré con un mar lleno de cadáveres de aguas-vivas que había traído una corriente helada. Fue como nadar en una pileta de gelatina sin sabor.
Me acuerdo de la tarde que llovió cuando estábamos barrenando a pecho. Ahí entendí el dicho «llueve sobre mojado».
Me acuerdo de Thomas De Quincey, que cada vez que consumía opio veía un mar tremendo. La alucinación era tan recurrente que en un momento llegó a pensar que tenía hidroplepsia, una retención de líquido en el cerebro.
Me acuerdo que cada vez que me acuerdo del nombre de mi mamá, Marina, me acuerdo del mar y del miedo que ella le tiene al mar. ¿Los miedos son recuerdos?
Me acuerdo del ataque de risa que me dio enterarme de que el cable que abastece de internet a todo nuestro país sale del mar, de una playa en Las Toninas. Me acuerdo del video de Youtube en el que vi cómo instalaban ese cable: parecía una escena de Fitzcarraldo.
Me acuerdo del espumón de una ola que en lugar de derrumbarse hacia adelante se combaba hacia atrás por el viento en contra que venía desde tierra, disparando gotitas que formaban con la luz del sol diminutos prismas y arcoíris de un segundo.
Me acuerdo de un poema de Marina Yuszczuk donde ella se sumerge a bucear en el mar en el poema y yo pensé: «Esta debe ser la primera vez que alguien se sumerge a bucear en el mar en un poema».
Me acuerdo del tío Ramón, que una vez se metió a buscar una pelota por hacerles un favor a unos chicos que jugaban en la playa y casi se ahoga. «Soy un gran nadador» era su frase de cabecera.
Me acuerdo de la película Escenas frente al mar, de Kitano. Un chico sordo que trabaja como recolector de basura encuentra una tabla rota, la arregla y empieza a surfear. Pero ¿cómo será surfear sin escuchar el mar?
Me acuerdo de una ola que bajé como en caída libre.
Me acuerdo de entrar al mar de espaldas en patas de rana.
Me acuerdo del día que casi choco con el auto por mirar las olas.
Me acuerdo de un poema de Dulce María Loynaz: «Cuando la ola viene impetuosa sobre la roca... ¿La acaricia o la golpea?».
Me acuerdo del acantilado como un cierre de paréntesis del mar que se ve desde la ruta cada vez que volvemos a casa en auto.
Me acuerdo de haberme hecho esta pregunta: «¿El mar borra o escribe? ¿Es editor o es poeta?».
Me acuerdo de un zorro que Henry David Thoreau encuentra mirando al mar y se pregunta: «¿Qué es el mar para un zorro?».
Me acuerdo del barco fantasma que navegó sin tripulación desde el puerto hasta la rotonda de Constitución en medio de un temporal en los noventa.
Me acuerdo de haber pensado que el mar hace música electrónica, es el mejor dj.
Me acuerdo de un free rider que me dijo: «Yo veo tubos en todos lados. Para mí todo es un tubo: voy caminando por la calle y clavo un tubo».
Me acuerdo de una tarde sin olas en donde usamos las tablas como botes y llegamos muy hondo para ver la ciudad desde el punto de vista del mar.
Me acuerdo de la hipérbole: «Llorar un mar de lágrimas».
Me acuerdo de la comparación: «los recuerdos como olas». Si clasificáramos los tipos de olas, entonces tendríamos los tipos de recuerdos: los que revuelcan, los que elevan, los que son pura espuma, los que dan miedo, los grandes y los chiquitos, los que rompen en un glass perfecto y los que se derrumban como glaciares.
Me acuerdo de la película de John Carpenter en la que una ola arrasa la ciudad de Los Ángeles y lo vemos a Kurt Russell, tuerto, con un parche de pirata, surfeando entre rascacielos.
Me acuerdo de dos versos de Urdampilleta: «Me voy al mar a reírme/ para volverme rico». Siempre me hizo reír mucho eso: que reír hiciera rico al poeta.
Me acuerdo de la tarde en la que mi hijo Fermín, que tenía un año y medio en ese entonces, jugaba en la orilla de una playa en Santa Clara, hasta que vino una olita muy pequeña pero con mucha fuerza y lo tumbó y se lo llevó para adentro. Con Lari logramos sacarlo en poco más de treinta segundos aunque tardamos más de un año en recuperarnos del susto.
Me acuerdo del poema de Marianne Moore que dice que el mar es una tumba.
Me acuerdo de la vez que pensé que eran ballenas las sombras de las nubes proyectadas sobre el mar.
Me acuerdo de otra vez que en el súper chino de Serena nos avisaron que había ballenas en la playa de enfrente. Yo pensé que eran nubes.
Me acuerdo que en el curso de preparto, la chica que nos explicaba cómo contar las contracciones decía que eran como olas.
Me acuerdo de viajar a lugares que no tienen mar. Cuando vuelvo y lo veo me doy cuenta que lo extrañé. A veces he llegado a saludarlo en voz alta.
Me acuerdo de pensar que el mar es una máquina de clichés: qué difícil escribir sobre él sin encender su máquina.
Me acuerdo del fósil de gliptodonte que Lari encontró hace poco en la orilla.
Me acuerdo de varias siestas en la playa, pensar que el mar es un somnífero, que el mar arrulla con las nanas de sus olas.
Me acuerdo de un festival de poesía en el que terminamos en la playa, recitando poemas de memoria frente al mar, subidos a una tarima de madera.
Me acuerdo de mi última ola, en febrero de 2021. Una tarde de olas malas en la que de pronto apareció una buena. La corté hacia la derecha y subí con el body hasta la cresta. Volví a bajar y volví a subir, en zigzag. Así por unos segundos hasta que la ola, como una canción punk, terminó.
Me acuerdo del cementerio marino y de ese verso, «el mar, el mar, siempre recomenzando».
Me acuerdo del sonido oclusivo de los caracoles cuando el agua de la ola rebobina y se retira, como una persona pidiendo silencio: «Shhhhh… Shhhhh… Shhhhhh… Shhhhh… Shhhhh… Shhhhhh… ».