Querido Cuco
Por Luisgé Martín
Jueves 11 de octubre de 2018
"La mirada, ya lo sabes, es como la voz: se la lleva el aire, el tiempo, se esfuma en el remolino de lo que recordamos". A partir de la obra fotográfica de Guillermo Srodek-Hart, "Peluquería del Pueblo. Rauch, Prov. de BsAs. 2013", parte de la muestra "Correspondencias" de FOLA, el escritor español escribió un texto de ficción invitado por el último Filba Internacional.
Por Luisgé Martín.
Querido Cuco:
Te había espiado más veces, pero nunca antes te había hecho una fotografía como esta que te envío ahora. Y la mirada, ya lo sabes, es como la voz: se la lleva el aire, el tiempo, se esfuma en el remolino de lo que recordamos. Por eso nunca estamos seguros de que algo haya ocurrido de verdad hasta que lo vemos de nuevo.
No sé por qué aquel día corrí a buscar la cámara vieja y te retraté. En realidad sí lo sé, pero me avergüenza decirlo: después de muchos años de desapego o incluso de asco, esa tarde sentí otra vez deseo hacia ti. En la foto, ya lo ves, estás viejo y feo, como eres. No hay un efecto de luz sorprendente ni una trampa óptica que te embellezca. Pero yo vi a un fantasma y tuve ganas de desnudarlo igual que antes, con brutalidad.
Qué paradoja: todo esto ha ocurrido por amor. “No hay que tentar nunca a la memoria”, decía mi padre, “porque a lo mejor descubres que lo que tiene no vale nada”.
Cuco, ¿cómo es posible que esa barbería nos pareciera en algún momento el paraíso en el que íbamos a ser felices? ¿Cómo es posible que fuéramos capaces de soñar las quimeras que soñamos? En aquella época no teníamos cámara y no hay ninguna foto, pero recuerdo bien cómo estaba el salón el primer día que entré en él. Tenías en la repisa un jarrón estrecho con una flor recién cortada. El azogue del espejo —que era un espejo distinto— relucía aún sin quebraduras ni manchas. En las paredes no había todavía desconchones de humedad, eran blancas y reflejaban la luz de la calle hasta el momento mismo de anochecer. Y tus aparejos de barbero, con todos los botecitos de lacas y colonias, con las navajas y el afilador, estaban muy alineados en el estante de trabajo.
Han pasado casi cuarenta años, Cuco, y algunos de los objetos de aquella barbería siguen siendo los mismos. La virgen de hojalata y el cuadrito del muchacho guitarrista nunca se movieron de sus escarpias. Esas mesillas de latón que no quisiste tirar porque las había comprado tu madre estaban en el mismo lugar. Y el sillón, en el que te habías gastado todos los ahorros familiares, con el cuero del asiento entonces lustroso, era el mismo que sigue allí.
Cuarenta años, Cuco. Quince mil días. Cuando miramos algo fijamente, no nos damos cuenta de que envejece, pero el tiempo lo va desgastando. Hoy entras a la barbería, ves el sillón y te parece que está igual que ayer, pero no es verdad. Se le ha secado el cuero, el óxido ha comido la piel del hierro y los engranajes del reposapiés tienen limaduras de serrín o cabellos delgados que los van obstruyendo.
Nunca vemos lo invisible, pero lo invisible es lo que acaba matándonos. Yo no reparé en que todo había cambiado hasta aquel día en que sentí una especie de lujuria extraña hacia un fantasma que eras tú e hice la fotografía. Cada día me parecía igual al anterior. Habíamos tenido desilusiones y fracasos, sí, pero eran como el decorado de un escenario: lo esencial seguía estando allí. La tarde de la fotografía, en cambio, me di cuenta de que el escenario es únicamente un decorado, de que no hay nada más.
El primer día que entré en la barbería no había pelos en las baldosas, habías barrido todo como si quisieras borrar el rastro de la vida. Estaba reluciente. “Esta es la guarida”, me dijiste sonriendo, con las manos apretadas por los nervios de saber qué me parecía por fin. Estabas enamorado de mí y habías exagerado todo, como hacen siempre los amantes, para que yo soñara las mismas cosas que soñabas tú, y ahora tenías miedo de haberme decepcionado, de que ese salón chiquito y casi relamido me pareciera poco. Olía a colonia y a desinfectante. Yo me hice de rogar. Di dos vueltas a la habitación, me senté en el sillón, me recliné en él, y desde el reflejo en el espejo te dije: “Cuquito, quiero vivir aquí. Quiero quedarme para siempre contigo”.
Tú te pusiste a llorar y fuiste corriendo a echar el cerrojo de la puerta para que nadie pudiera verte así si entraba por descuido. Estuviste varios minutos llorando, abrazado a mi cuello desde detrás del sillón. Cuando te calmaste, metiste los dedos en mi cabeza y me preguntaste como de broma: “¿Quieres que te corte el pelo, entonces?” Yo solo sonreí. Sacaste unas tijeras y comenzaste a limarme muy despacio la melena. Fue la primera vez que lo hiciste. Luego sacaste de un cajón —uno de esos cajones que todavía duran, Cuco— otras tijeras de diferentes tamaños y seguiste cortando, casi cabello a cabello. Algunas veces he pensado que ese fue el acto sexual más intenso que hemos tenido nunca.
Mira la foto, Cuco, mira tu cuerpo. Mira tu gesto desencantado. Nada de todo lo que soñamos ha durado. Tampoco es importante, porque era un sueño de mierda. Como la mayoría de sueños. ¿Qué grandeza hay en vivir en una barbería y cortarle el pelo a la gente cada mañana? ¿Qué grandeza hay en ahorrar dinero mes a mes para pasar unas vacaciones en una playita de Brasil donde no te conoce nadie y puedes hacer algunas inconveniencias sin escándalo? ¿Qué grandeza hay en pasar los días en un pueblo del demonio en el que nunca pasa nada, en el que las cosas se van gastando sin que haya una razón?
Ese era nuestro sueño, Cuquito: perder la vida en insignificancias. Y bien mirado, lo hemos cumplido: la vida está perdida sin remedio.
¿Es tarde para marcharse de aquí? Es tarde, no me cabe duda, pero tengo que hacerlo. Mira la fotografía y date cuenta. Tengo sesenta y seis años, casi los mismos que tú, y necesito tener a mi lado objetos nuevos que me den la ilusión de que algo queda. No me engaño, Cuquito: la ilusión. No volverá a pasarme nada importante, no habrá otro hombre que me ame como tú me has amado, no encontraré ningún sueño que me redima. Pero tal vez pueda fingirlo todo. A ti, que has podido convivir con ese derrumbamiento en el salón, siempre te gustaron las sábanas suaves y nuevas. Decías que te hacían dormir mejor, que con ellas eras capaz de imaginar que seguías teniendo el cuerpo de un muchacho adolescente. Eso me pasa ahora a mí: quiero cerrar los ojos y meterme en una cama de sábanas recién compradas, limpias, de tacto pulido y tibio.
Cerrar los ojos como cuando me vine de mi país hace cuarenta años huyendo de la vergüenza. Cerrar los ojos como cuando te conocí en aquel boliche de Buenos Aires. Cerrar los ojos como cuando entré en esta barbería y vi todo reluciente y ordenado. Cerrar los ojos y sentirme todavía vivo, Cuquito. Para el tiempo que dure.
Te seguiré queriendo,
Manuel