Para hacer bien el amor hay que venir al sur
Por Vera Giaconi
Lunes 17 de abril de 2017
"Ellos eran jóvenes, y un poco estúpidos, y hermosos. Ellos no le tenían miedo a nada. Yo les tenía miedo a ellos". Otro de los textos que nos dejó el Filba Bariloche, en la mesa dedicada a las historias sobre sexo y juventud, de la autora de Seres queridos.
Por Vera Giaconi.
Ellos estaban felices. Excitados. Casi no querían hablar de ninguna otra cosa. Ellos coleccionaban anécdotas y recomendaciones, hacían planes y se dibujaban en situaciones que los dejaban al borde de la leyenda. Ellos estaban ansiosos, como un montón de caballos apretujados contra la cerca esperando que la abran para correr, al fin, como no lo habían hecho nunca. Ellos juntaban plata para comprar más alcohol, juntaban recetas para combatir la resaca, hacían listas de todo lo que no habían hecho jamás y que iban a hacer esos diez días, cuando llegaran a Bariloche. Ellos sabían que en ese tiempo tendrían que reunir anécdotas que pudieran durarles toda la vida, como si ya no fueran a tener otra oportunidad.
Como si de alguna forma después de ese par de semanas sólo pudieran volver al cerco del que acababan de salir. Y veían los folletos de las excursiones, de los boliches a los que iban a ir, de las fiestas que se iban a organizar, y sentían que cada cosa se iba a hacer por primera vez y sólo para ellos.
Ellos eran jóvenes, y un poco estúpidos, y hermosos. Ellos no le tenían miedo a nada. Yo les tenía miedo a ellos.
Porque eran una fuerza que me estaba arrastrando y que nunca se fijaba en lo único que me parecía indispensable: el viaje en sí. No el destino, no los planes, no el desborde feliz de moverse por fuera del radar y la vigilancia, no, el viaje, es decir, el traslado. Ir de un punto al otro y llegar sano y salvo. Romperse después podía ser una elección, una válida, incluso, pero antes había 24 horas de viaje en micro. Y eso, para mí, significaba 24 horas de tiempo y mil formas de no llegar a ninguna parte.
Ellos, tan interesados por las excursiones, la gente con la que iban a coger, los tragos que se iban a tomar, las delicias del culipatín en el cerro, de las cabalgatas y los atracones de chocolate, eran imparables. Y yo necesitaba parar un momento, sólo un par de segundos cada vez que salía el tema, y repasar cuestiones que estaban relacionadas con las únicas preguntas que no estaban haciendo y que yo necesitaba resolver. Pero confieso: tampoco podía frenar todo y preguntar por mí misma, lo que necesitaba era infiltrar mis dudas para que se volvieran parte de lo que ellos querían saber y encontrar así mis respuestas.
Preguntar yo era romper el hechizo y perder para siempre mi fachada de chica recia, de rockerita audaz, de temeraria que corre de la policía en una marcha o se mete en medio del pogo más grande del mundo y grita “no lo soñé-e-ee-e”. El viaje a Bariloche, o mejor, las angustias que necesitaba atender para poder pensar en subir al micro con todos ellos y viajar, eran lo mismo que quedarme sin mi disfraz (y nadie puede sobrevivir a los dieciocho años sin un disfraz).
Infiltrar mis preguntas fue imposible: en ese momento ellos eran impermeables al miedo, a cualquier miedo. Desde muy chica, mi relación con los viajes fue una colección de despedidas sin retorno. La familia que quedó en Uruguay cuando mis viejos se exiliaron en la Argentina, los tíos y primos postizos con los que me crié en Argentina y que se volvieron a Uruguay con el regreso de la democracia, el abuelo que se despidió en el puerto y murió poco después de cruzar el río, el amigo de la familia que se despidió en un aeropuerto rumbo a Suecia y de quien no volví a ver ni una foto… No sé cuándo empezó a ser así, pero en algún momento, para mí viajar y morir se fueron pareciendo hasta que la imaginación se encargó de asociarlos definitivamente con una frondosa variedad de peripecias y ningún final feliz. Me recuerdo a los siete o nueve años, cruzando el río en Aliscafo rumbo a Montevideo e imaginando el naufragio y las pirañas (alguien me había dicho que en el Río de la Plata había pirañas y me pareció tan lógico que jamás intenté chequear el dato) rodeando a los náufragos para devorarnos por turnos, el agua marrón volviéndose rojo sangre. Me sentaba muy quieta en alguna de las butacas y miraba a los pasajeros calculando a cuál se comerían primero. Los más gordos eran mis víctimas principales, porque son lentos y tienen más comida para ofrecer. Pero enseguida estábamos los más chicos, que éramos bocaditos tierno y fáciles. Cuando viajábamos en auto, no había una sola vez en que, mientras estábamos cruzando el gran puente, no imaginara que mi viejo perdía el control del Taunus y terminábamos todos volando por el aire y muertos al caer. Si alguien querido se subía a un avión, catástrofe. Hasta que no recibía la noticia de que había llegado bien para mí estaba en el limbo de todas las muertes que le iba creando con el paso de los minutos.
Veinticuatro horas de viaje en un micro cargado con todos ellos, que estaban eufóricos, era lo mismo que imaginarme en lo más alto de una gigantesca rueda de la fortuna compartiendo el carrito con un gorila nervioso. Y todo sin haber podido hacer mis preguntas, las que harían caer mi disfraz, las de la ancianita vieja y temerosa que vivía adentro de la adolescente perpleja que yo era: ¿el micro es bueno? ¿tiene baño? ¿hacen paradas para bajar y tomar aire? ¿los choferes se turnan para descansar? ¿la ruta es segura, está bien señalizada? ¿cuál es la estadística de accidentes en ese recorrido?
Hay juegos que se juegan mucho tiempo. Con algunos amigos de la infancia era el de los superhéroes. Y mientras ellos probaban poderes como volar, atravesar paredes de una piña o ser invisibles, el mío siempre era el mismo: teletrasportación. Si hubiera podido teletrasportarme a la terminal de Bariloche para esperar ahí el micro donde todos ellos viajaban y recibirlos con un abrazo que sería el inicio de todo lo demás, las cosas habrían sido diferentes.
En cambio, me quedé en casa. Yo no viajé. Sí pagué el viaje, diecisiete cuotas que tenían su propio ritual: el de ir en grupo hasta la agencia para dejar la plata y pasar las siguientes horas de ese día en la calle, fumando y haciendo planes. Porque era buena para sumar emoción a lo que ellos planeaban, incluso cuando en mi cabeza se iba a asentando la idea de que nunca íbamos a llegar a enteros a ninguna parte. Y no encontré la forma de decírselo a ellos, pero sí encontré las palabras para, la misma mañana en que ellos se empujaban para subir primero al micro, anunciarles a mis viejos: yo no viajo, y encerrarme en mi cuarto hasta que ya no hubo posibilidad de arrepentimiento, o no hubo salida, o no hubo algo, no sé exactamente qué.
Por eso hoy cambiaría el poder de mi superhéroe y por una vez le daría el de viajar en el tiempo. Me sentaría delante de esa chica con sus ojos siempre delineados de negro, y le diría: dejá de tenerle tanto miedo a morirte y subite al micro, sacate la foto grupal al pie del cerro, tomá hasta desmayarte, cogete a alguien que no sea ese novio que tenés desde los quince y que no la ve ni cuadrada, tirate en culipatín y abrazalos a todos ellos, aunque estén disfrazados para la fiesta del mariposón, que te parece lo más imbécil del mundo, porque así de hermosos y algo estúpidos brillan más, y no van a brillar así por mucho tiempo. Sin embargo, sé que esa chica me habría dicho lo que respondía siempre a los buenos consejos: no entendés nada.
Hoy, por suerte, esa adolescente terca y desconfiada en algún traslado entre un punto y algún otro punto de cierto mapa se murió de verdad, y aunque ella no pudo ser algo estúpida y hermosa con todos ellos en esta ciudad, yo lo fui después con algunos otros en otras ciudades, y hoy estoy acá, sola, sin haber preguntado antes si me iban a traer en micro, en avión, o teletrasportada. Porque ya no importa, hay un montón de cosas que ya no me importan más.