Columnas

Opuestos

Una serie de elementos opuestos compuesta por un cerveza, los poemas de Joaquín Gianuzzi, Lemmy Kilmister y María Marta Serra Lima.

Por Jorge Consiglio.

lemmy kilmisterAyer me metí en un barcito que queda por Lacroze, cerca de Chacarita. Sirven una cerveza tirada incomparable. El mozo dice que el secreto está en la serpentina, pero no me consta. Lo cierto es que cuando la bebida llega a la mesa, en un vaso alargado, se convierte en un elixir. Para completar el disfrute me llevé una edición hermosa con la obra de Joaquín Giannuzzi, mi poeta preferido. Sus textos tienen un equilibrio ideal: el punto justo entre lo concreto y lo abstracto. En su primer libro, Nuestros días mortales, hay un poema que leí cien mil veces y siempre me provoca el mismo placer. Se llama “Uvas rosadas”. La idea que lo articula consiste en que los humanos vivimos exiliados de un reino exuberante y fresco, cargado de agua, dulzura y color; un reino que está en el interior de las uvas rosadas y que nosotros, aturdidos por el rumor insensato de la existencia, apenas podemos intuir. En el poema confrontan estos dos órdenes irreconciliables, ambos con peso terrestre; uno consagrado al silencio y a la quietud, y el otro a la inutilidad de una vida ocupada.

Siempre me deslumbró lo sólido de estas dicotomías; por esta razón, creo, también soy susceptible a los casos que desafían estas oposiciones tan taxativas. Se me vienen a la cabeza un par de ejemplos. Trabajo como vendedor de un laboratorio oftalmológico. Hace poco alguien me explicó qué era una emulsión. Se trata de una mezcla de líquidos inmiscibles de manera más o menos homogénea. Un líquido (la fase dispersa) es dispersado en otro (la fase continua o fase dispersante). Esto implica que el agua y el aceite pueden mezclarse, no como una solución, por supuesto, pero es factible lograr un grado de hibridez entre los dos elementos. Quizás sea fruto de de mi ignorancia, pero este concepto me sirvió para derribar un mito del tamaño de la Luna.

 

Guardo en la memoria otro episodio distinto pero igual de potente que el anterior. En 1992 tenía un par de amigos entrañables que vivían por Burzaco. Nos juntábamos en la casa de uno de ellos. Jugábamos al truco, escuchábamos música y tomábamos licor hasta que salía el sol. Amábamos el heavy metal, el trash y algo del punk. Nos vestíamos con remeras negras y jamás nos abrigábamos. Creíamos ser fieles a algo más profundo que un mero estilo musical; éramos parte de una legión de escépticos asqueados de todo, hasta de nuestra propia integridad. Un sábado, uno de los pibes, el Paya, vino con la noticia de que el 16 de octubre tocaba Motörhead en Obras. No lo podíamos creer. En ese momento, el líder de la banda, Lemmy Kilmister tenía 47 años y era un desaforado que se comía a los chicos crudos. El tipo se calzaba el bajo y gritaba su verdad desde el más puro rock and roll. Faltaban tres meses. Yo empecé a juntar plata en ese mismo momento: no podía faltar a la cita.

El día de concierto fuimos muy temprano a la puerta de Obras a hacer cola. Cuando dieron sala, corrimos como locos. Nos aseguramos los mejores lugares. El telonero fue Iorio con Almafuerte. La verdad es que estuvo bien, pero nosotros queríamos morir aplastados por el sonido de Lemmy, ese motociclista asesino. Salió puntual y con su típico atuendo: sombrero texano, botas por encima del pantalón, camisa abierta y los bigotes extremos unidos con las patillas. Recuerdo que nos abrazamos con el Paya y nos pusimos a llorar. Motörhead, nos gritábamos al oído. No lo podíamos creer. Los ojos de Lemmy, licuados por el resentimiento y el Jack Daniels, nos bendijeron por unos segundos.

Cuando empezaron los acordes de Overkill, el tercer tema que tocaron, ya estábamos descerebrados pero no lo suficiente como para pasar por alto una movida que se generó en uno de los costados del escenario. Un par de asistentes de la banda acomodaban a alguien, le ofrecían una silla que la persona rechazaba. Era una mujer. Estaba vestida con una túnica larga, llevaba el pelo corto y tenía unos cuantos kilos de más. No tardamos en reconocerla. Era la cantante melódica María Martha Serra Lima. No podíamos creerlo: la contradicción nos resultó mucho más brutal que la guitarra de Phil Campbell. Cuando terminó el show, Lemmy, después de despedirse del público, se acercó a María Marta. Le dio un largo abrazo afectuoso y aceptó, con cierto pudor, las felicitaciones de la baladista: yo lo vi. Doy fe.

Por supuesto, no paramos de hablar del tema por un par de meses. Hicimos nuestras averiguaciones. El Paya, en ese momento, frecuentaba al mánager de una banda grande. El tipo le contó que el rockero británico conoció a María Martha en un avión. Le aseguró que Lemmy sufría severas crisis de alergia y la cantante lo asistió durante un vuelo. No sé: le habrá inyectado epinastina. Hay otra versión: se sentaron en asientos contiguos en el Madison Square Garden una noche en que peleaban dos pesos pesados.

Lo más llamativo es que existen dos discos de Motörhead, Bastard (1993) y Sacrifice (1995), en cuyos créditos aparece un agradecimiento a Serra Lima. Este dato siempre me llevó imaginar que Lemmy, ese hombre duro pero vulnerable, se jugó una vez más por sus códigos. Quiso reconocer con esas palabras una deuda impagable hacia nuestra compatriota, ese tipo de deudas que no hacen más que crecer con el tiempo y con la profundidad que uno les da cuando las menciona.

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