Columnas

Más corazón que odio

En ¿Por qué tanto odio?, la historiadora francesa Élisabeth Roudinesco responde a la acusación de Michel Onfray contra "la fabulación freudiana".

Por Luis Diego Fernández.

por qué tanto odioPrimero empezar por lo amarillo –así lo decimos de una vez-; lo menos importante pero lo más vendedor: Sigmund Freud por Michel Onfray: “dificultades sexuales, obseso por el onanismo, homofóbico, fantasías sexuales hacia su propia madre que lo adoraba, relación con su cuñada, hija lesbiana, megalómano, ávido de fama y de dinero, capaz de cobrar sumas exorbitantes por una sesión, simpatizante del nazismo austríaco de Dollfuss y del fascismo de Benito Mussolini a través de una dedicatoria en una carta que lo certifica”. Ahora bien, Michel Onfray por Élisabeth Roudinesco –en su libro ¿Por qué tanto odio?: familia campesina y pobre, víctima de sacerdotes salesianos pedófilos, pagano, padre desdichado y explotado empleado de lechería, madre que lo envía a un orfelinato durante su niñez y adolescencia lo que genera su resentimiento a la mujer –ergo, misógino-, masturbador compulsivo, hedonista patológico y apologeta de una pareja sin hijos, cuando paradójicamente ama la figura del padre –a quien nunca mató”.

 

Ahora bien, realmente es esta revista Caras o Intrusos en la filosofía –algo que existe desde las Vidas de los filósofos ilustres de Diógenes Laercio- lo que verdaderamente enojó a Jacques Alain Miller, a Bernard Henry Levy y a “la gran dama del psicoanálisis” Élisabeth Roudinesco al punto de tomarse el trabajo de describir un libro sobre algo que ella califica como “libelo delirante”. No, claro.

Frente al freudismo de postal -descubrimiento del inconsciente por parte Freud, acceder al inconsciente a través del lapsus, el sueño que disfraza el deseo reprimido, el psicoanálisis como perteneciente a la clínica y la ciencia, el diván como cura para las psicopatologías, la toma de conciencia de la represión para que el síntoma desparezca, la universalidad del complejo de Edipo, el psicoanálisis como disciplina emancipadora, la resistencia al psicoanálisis como muestra de la neurosis, Freud como emblema de la racionalidad ilustrada-, Michel Onfray inicia una tarea de investigación cuya tesis es la siguiente: el psicoanálisis es una filosofía de Sigmund Freud. Una visión privada e individual con pretensión universal –como toda filosofía- que emana de la vida y del cuerpo del propio Freud. El psicoanálisis es una versión del nietzscheanismo, que no admite que opera por intuiciones como toda filosofía, y, en cambio, busca “pruebas” de su cientificismo. El psicoanálisis, señala Onfray, es una autobiografía filosófica de Freud. El psicoanálisis, lejos de ser emancipador, es conservador, es decir: normalizador. Esto es lo que realmente Roudinesco no puede admitir.

élisabeth roudinesco

Dice Élisabeth Roudinesco: “A esta humanidad monoteísta (judía, cristiana, musulmana) condenada al odio y la destrucción, Onfray opone una humanidad ateológica, preocupada por el advenimiento de un mundo higienista, paradisíaco, hedonista: la cual estaría dirigida por un dios solar y pagano, completamente investido por la pulsión de vida y cuyo representante sería el propio Onfray, quien tendría por misión inculcar a sus discípulos la mejor manera de gozar de sus cuerpos y del cuerpo de sus vecinos: a través de la masturbación. Aunque Onfray parece ignorar los trabajos de referencia sobre el tema, se muestra decidido a hacer del pene el objeto de un culto fálico y volcánico heredado de los antiguos dioses griegos”. ¿Quién injuria a quién?

El libro de Michel Onfray está más escrito con el corazón que con el odio –sobre ello podemos debatir largamente, pero no es nuevo, todos sus libros lo están. Esto es lo que Élisabeth Roudinesco, a mi criterio, no puede ver. Onfray suele repetir que Nietzsche le salvó la vida, por lo tanto, toda su obra emana de una fibra vital, pulsional, porque le va la vida en ello; esto no es inusual en las vidas de los filósofos, sino la norma. Quizá Roudinesco no de cuenta que toda filosofía es consecuencia de un dolor psíquico o físico –ejemplos, sobran: la endeble salud de Epicuro, el dolor de Lucrecio, la angustia de Sartre, la acromegalia de Palante, la sífilis de Nietzsche, la homosexualidad sufrida de Wittgenstein, el SIDA de Foucault, el trastorno respiratorio de Deleuze, la tartamudez de Abraham-, y es curioso que viniendo de una psicoanalista no se percate de ello. Michel Onfray es otro caso testigo: su libro sobre Freud no está escrito desde el odio sino desde el corazón, como todos los anteriores. Pero también desde la sistematicidad racional que lo caracteriza: su obsesión por pasar a horas y páginas cuantificables de lectura y estudio: el dato exacto de cuánto tiempo le tomó leer las obras completas de Freud es un ejemplo: “entre junio y diciembre de 2009”, sic. Por otra parte, “acusar” que el texto no tiene notas a pie de página ni aparato crítico implica desconocer toda la obra de Onfray: ninguno de sus libros tiene notas a pie de página, y sus fuentes están citadas al final de una manera particular –comentadas de modo amable- y mucho más creativamente que cualquier libro de filosofía académica y tediosa. El carácter popular y no populista de Onfray irrita y es envidiado, sobre todo por intelectuales como Bernard Henry Levy o Jacques Alain Miller que sí son dos burgueses de fuerte nota, y que ya quisieran vender la cantidad de ejemplares y tener el rebote en los medios que posee el filósofo hedonista. El orgullo de venir de una condición pobre y por ello no alabar al pueblo –lo contrario-, sino a la escultura de sí, acerca a Michel Onfray a Albert Camus –de quien no casualmente está escribiendo uno libro en estos momentos. El talante libertario, antidemagógico y hedonista no suelen gustar al mundo psi porque atenta contra los intereses y negocios de una cuasi secta jerárquica y con jerga propia. Onfray es, en este sentido, como un filósofo de la antigüedad: un epicúreo sería lo obvio, pero mejor, un estoico. Esa resistencia que señalan los psicoanalistas es de ellos, de no poder ver ese espacio que Onfray abrió. Quizá sería un mejor ejercicio de proyección pensar porque Roudinesco tiene la necesidad de escribir un libro sobre un “libelo delirante”. ¿Por qué le presta tanta atención al punto de escribir un libro sobre algo que en si es tan impresentable y malo que no merecería la pena dedicarle un segundo si quiera? Es probable que el odio aludido no esté en Onfray sino en la propia Roudinesco, que lo proyecta. No es descalificable en sí señalar que Sigmund Freud sea un filósofo -cuando siempre lo quiso- salvo que se considere que ser filósofo está en un lugar inferior o superado por otra instancia mayor. Preguntas como estas disparan El crepúsculo de un ídolo, y no ya tanto un debate sobre Freud, sobre quien, claro está, nadie lo pone en duda: todo se trata de lecturas diversas y razones de legitimación. Sólo que a veces los intereses económicos suelen ser más potentes que la argumentación y la verdad de ciertos hechos.

 

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