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Margarita García Robayo: “Nada que suceda en la realidad se puede trasladar a la hoja como un calco”

Después de La encomienda, la escritora colombiana publica El afuera (Anagrama), una reflexión sobre la vida privada y las islas de la clase media. 




Por Valeria Tentoni



  

Tras la publicación de La encomienda, Margarita García Robayo regresa a Anagrama con El afuera, un libro que compuso a partir del hallazgo de un cuaderno de notas escrito en el encierro, en simultáneo con sus primeros años como madre. “Esto no es un libro de pandemia”, le había advertido a su editora. “Las ideas que contienen me rondaban desde mucho antes de que nos atacara una pandemia –pero también sé que tuve que atravesar una para escribirlo”, agrega en el epílogo de este breve ensayo personal acerca de las islas que la clase media dibuja alrededor de su hogar y de la posibilidad de una vida comunitaria en los espacios públicos. Un texto que es también, a su modo, una aproximación exploratoria a la poesía a partir de los quiebres que la experiencia de la maternidad produjo en su sintaxis y en sus procesos de escritura. 

En simultáneo a la salida de El afuera, Páginas de Espuma publicó Alegría, un cuento ilustrado por la ecuatoriana Power Paola que narra una historia de dos amigas en la selva. Es sobre estas dos novedades y sobre su vida como escritora inmigrante en Buenos Aires que conversamos por videollamada en pleno verano argentino. 


     

“El parentesco es un hilo invisible, toca imaginarlo todo el tiempo para saber que está ahí”, leemos en La encomienda, un subrayado que podría servir como puente para El afuera. ¿Encontrás cercanía entre estos libros?  

Creo que siempre es el mismo libro. Creo que solo se escribe una sola cosa de diferentes formas. Hay distintos tipos de escritores, tampoco tantos, pero sí puedo reconocerme en uno en el que tenemos dos o tres obsesiones o temas fijos, y en todo caso lo que hacemos es como refinar o sofisticar ese abordaje frente a las mismas preocupaciones. En mi caso, sin duda tiene que ver con esa especie de ficción, digamos, que llamamos familia o parentesco o vínculos cercanos. Me interesa mirar eso muy de cerca, observar ese tipo de cosas que te parecen llamativas por alguna razón. Siempre te pueden asombrar de una manera distinta. Y ahí es donde a uno se le ocurre un nuevo cerco para eso, una nueva forma de acercarse a la misma obsesión, el parentesco.    

Es interesante pensar en esos procesos de profundización de una pregunta, en pensar cómo empiezan a brotar libros de ahí. 

Es la forma que yo encontré, es la forma en la que siento que tiene algún sentido lo que hago. Esa pregunta constante, esas ganas de entender o explicarme ciertas cosas elaborando más preguntas al respecto, no necesariamente da con una respuesta o con una certeza. Supongo que, si uno diera con eso, tampoco tendría mucho sentido seguir escribiendo. El otro día leía algo que me pareció muy interesante para explicar esto, sobre la falsa división entre escritores que escriben desde la fantasía, si se quiere, y escritores que escribimos un poco más asentados en lo que parece ser un realismo. Aun cuando yo creo que, de alguna manera, cuando entras en la literatura, no hay otra manera de atravesar ciertos temas que acudiendo a lo fantástico, de alguna forma. En La encomienda y en otros libros míos siempre hay una parte en la que te preguntas ¿esto será? ¿No será? Es una especie de juego psicológico, que es lo que te permite la literatura, y por ahí no la crónica directamente, o al menos cierto tipo de crónica. Casualmente, estaba leyendo una entrevista a una autora que me gusta mucho, Rachel Cusk, donde decía que no puedo entender este esfuerzo de ciertos escritores por armar un mundo de cero, donde tienen que convencer al lector de que el personaje que se está construyendo es, por ejemplo, neurocirujano, y entonces tienen que documentarse de tal manera que a nadie le quepa duda que ese personaje inventado es un neurocirujano. Dice que es un esfuerzo de construcción que termina percibiéndose artificial, cuando se empeñan páginas y páginas y páginas tratando de convencer. ¿Por qué no directamente sacar el velo y decir estoy intentando construir un neurocirujano y eso me presenta tales y tales problemas? A mí me pasa lo mismo. O sea, tratar de convencer a otro empeñando ese esfuerzo es algo que nunca podría hacer, básicamente porque no me interesa. Creo que ahí se explica un poco por qué algunos nos asentamos más en ese barro que es el mundo, digamos, o la vida, más allá de los de los recursos que usemos para construir una ficción.  

El afuera es directamente un libro de no ficción, a partir de un cuaderno de notas que encontraste en una mudanza, ¿no? 

Yo le llamo no ficción a casi todo y novela a casi todo, porque realmente creo que no hay diferencia. Si me preguntas todo lo que cuento ahí es cierto, sí, todo es cierto. Ahora, hay un montón de cosas a nivel técnico, recursos, como suprimir personajes o inventar otros porque me es más útil, desdoblar situaciones o cambiar lugares: todas esas cosas las hago todo el tiempo, desde periodista. No encuentro que eso sea mentir. Siento que es acomodar las cosas para que funcionen en una ficción. Nada que suceda en la realidad se puede trasladar a la hoja como un calco, porque se te desmorona a los dos segundos, es insostenible. Entonces es una no ficción en la medida en que, bueno, sí las cosas que cuento ahí son ciertas, pero está diseñado de una manera que me obligó a acudir a recursos de la literatura.  

¿Y El afuera surgió efectivamente así, de un cuaderno que encontrás en una mudanza? 

Sí, tal cual. Estaba mudándome de casa y encontré ese cuaderno. Yo siempre tomé muchas notas, es la materia prima de todo lo que hago. Ahora ya no tengo cuadernito porque perdí la letra y tengo un chat conmigo misma donde pongo poemas o la lista de compras, y se termina contaminando todo. Y así eran estas libretas. Pero lo que más encontré en ellas fue la preocupación de una madre primeriza. Los elementos que antes tenían un significado cobran otra forma, de amenaza en general, como los perros, las plazas, el mundo. Pero también por la pandemia. Me sorprendió eso y decía qué loco, porque hay un montón de cosas que siguen vigentes y que tenían que ver en el fondo con lo esencial del libro, que es cómo nos vamos como construyendo cada vez más hacia adentro, abandonando el espacio de afuera, público. 

En el epílogo contás que cuando se lo presentaste a tu editora le dijiste que no era un libro sobre la pandemia. ¿Cómo fue eso? 

También es un guiño a mi editora que me contaba que, de repente, pensaron los libros de pandemia iban a convertirse en un género y no quería otro más así. Creo que recién ahora empezamos a entender qué fue lo que dejó esa experiencia. Yo no quería situarlo en lo coyuntural de la pandemia, sin embargo, es cierto que el libro no hubiera podido existir si no la hubiese atravesado. Creo que la pandemia lo que hizo fue poner en escena todos esos miedos que ya existían, que ya estaban de antes. Y esas formas de vida que se iban cristalizando, a veces de manera desprevenida, porque está naturalizado que la clase media, una vez que tiene familia, se vaya a una casa y si es posible que tenga parquecito, y si no que tenga piletita, y si no te vas los fines de semana, alquilas algo y no sé qué. Se va naturalizando ese modo de vida que va completamente en detrimento de la lógica de habitar un espacio público, de compartir en comunidad. Esas supuestas convicciones que uno tiene tambalean y se desmoronan si te pones a analizar la vida de cada quien, incluso la clase media más progre, creo que caen estos vicios sin darse cuenta. La pandemia fue la máxima expresión de estos miedos, porque existía una amenaza real, que era un virus que estaba afuera, que era efectivamente una amenaza, entonces uno no podía salir. Pero veníamos haciendo lo mismo hace un montón, con diferentes nombres. No era un virus y no era obligación y no era ley, pero era la plaza llena de basura, o los vagabundos de la esquina, o que los cochecitos y los chicos se caían de los monopatines porque las calles estaban rotas. La pandemia puso en escena esto de una manera caricaturesca y drástica. Igual, finalmente, el libro tuvo varios procesos, varias idas y vueltas, la digresión es infinita. Es un libro que podría tener varias capas más todavía de las que tiene. Y finalmente, hay algo en lo que caigo en cuenta recién ahora que lo publiqué. Ahora yo siento que la desigualdad dejó de ser un tema. No es más un tema vigente. Se quedó corto. Ya no estamos en un mundo de desigualdad, estamos en un mundo de dueños. O sea, hay dos, tres, cuatro dueños del mundo y en todo caso estamos en un mundo feudal más que desigual. Y creo que la lógica para analizar las capas sociales y el comportamiento financiero del mundo dejó de ser la desigualdad.  

Me gustaría hablar del tema de la sintaxis, que es algo que decís la maternidad te cambió. Me pregunto si también cambió tu manera de leer el mundo, no sólo de escribirlo. 

Sí, absolutamente. Odio decir esto por cómo suena, “ay, los hijos cambiaron mi vida”. Pero la verdad es que, en mi caso, fue así. Dejemos de lado el tema emocional, donde se transforma todo; en lo pragmático, es algo muy notable. Una diferencia muy drástica. No estaban proyectados los hijos en mi vida. Nunca me pasó eso por la cabeza. Sucedió de un modo bastante orgánico. Cuando conocí al papá de mis hijos, se dio naturalmente y bueno, sucedió. La mayoría de mis amigas siguen siendo amigas sin hijos, así que nunca dimensioné cómo era. No sé si es algo quizás de lo que se habla poco, pero te cambia en términos de condiciones de producción. Pasas a tener otros tiempos, a no ser más la estrella de tu vida. Hay un desplazamiento físico incluso, muy rotundo. Entonces lo que uno quiere hacer lo tiene que hacer en tiempos residuales. No hay otra forma. Por eso mucha gente renuncia a hacer lo que hace para maternar. Pero mucha gente no quiere renunciar a lo que hace, quiere ser mamá y además quiere hacer otra cosa. Y entonces son tres trabajos, digamos; el que es a tiempo completo, el más importante, que es el que criar a tus hijos, y después el que necesitas hacer, en mi caso es la escritura. Después hay que ganarse la vida, porque de la escritura yo no vivo. Entonces pasé a tener tres trabajos en lugar de dos. Y el tercer trabajo que se me sumó es el más demandante del mundo, con lo cual yo escribo en tiempos absolutamente residuales. Empecé a tomar muchas más notas, por ejemplo, en el celular, cosa que no hacía antes. Tienen que ser notas tipo versos, frases cortas. Me di cuenta de que realmente tenía que escribir más corto. Y lo curioso es que, de todas maneras, eso no es distinto a mi aspiración previa. A mí siempre me interesó la síntesis. De hecho, me encanta la poesía, y envidio mucho esa capacidad de los poetas que pueden decir tanto con tan poco. O sea, siempre aspiré a esto, pero como la primera versión de lo que uno quiere decir es terrible, un aluvión de cosas, comprimirlo me llevaba mucho más tiempo. Ahora mi mayor desafío es que todo eso suceda en mi cabeza: el caos está en mi cabeza y trato de achicarlo de manera que cuando llegue a la distancia de la pantalla, salga lo más cocido posible, lo más sintético posible, lo más certero posible. 

  

De hecho, El afuera termina con un poema. ¿Quizás es una aproximación exploratoria, un camino que comienza? 

Sí, y tiene varios poemas en el medio. Siempre pensé que, en todo caso, la sofisticación o el perfeccionamiento o la aspiración máxima de mi escritura era ir hacia la poesía. Me encantaría, digamos, aunque no me sale naturalmente. Me da terror, pero me encanta la síntesis. Un día, hablando con un amigo poeta que quiero mucho, Fabián Casas, él se había leído una novela mía muy cruda, muy dura, que se llama Tiempo muerto. Y me decía pero qué cruel, no hay nada rescatable en la vida de esta gente, no dejaste a nadie vivo, qué duro, qué tal. No tienen ninguna esperanza, esa gente no tiene redención. Estaba impactado. Y después me dijo: yo una vez escribí un verso que me recuerda mucho tu novela, "todo lo que se pudre forma una familia”. Un verso muy conocido de él. Y yo le respondí: ¿Viste? Tú necesitaste apenas un verso. Y yo 200 páginas. O sea, la incapacidad que tengo, a eso me refiero. Sirve como ejemplo para decir que para mí la aspiración suma es la síntesis profunda, digamos, esas líneas que te dicen mucho con muy poco. 

Hay una cita a un poema de Cristina Peri Rossi que dice sobrevivir también es una nostalgia de no haber muerto todavía. En El afuera hay nostalgia de un paraíso perdido que en realidad nunca conocimos, ¿no?  

Sí, el libro está concentrado en la clase media latinoamericana, de capital latinoamericana. O sea; Buenos Aires, Santiago, Lima, Bogotá, México, más o menos conozco la misma gente de ese entorno, que tienen hijos, o que son escritores y tienen hijos, y confluyen una serie de condiciones que me llevan a formular estas hipótesis que están en El afuera. Ese es un poco el grupo al que más me refiero. Yo creo que hay formas mucho más orgánicas de vivir, que no son las que están asentadas en este tipo de entornos. La nostalgia creo que es también algo inherente a todo lo que escribo, quizá no en cuanto a lo tópico, pero sí a lo estético. Y no puedo divorciarlo de mi condición de ser inmigrante, de haberme ido muy joven de mi país y de mi casa, de haber renunciado quizá a encontrar ese lugar en el que diga bueno, yo soy de acá, yo pertenezco acá. Quizás yo soy de mi infancia, en todo caso, esos primeros años, pero también me alertaba y pensaba bueno, quizás yo no soy del todo de acá, quizá yo me tengo que ir. Y en todo caso, quizá lo más cercano a eso sea la escritura. Yo me encuentro en este lugar, yo puedo hacerme las preguntas que quiero en este lugar, yo puedo circular cómodamente en este lugar. Para mí ser migrantes es una condición muy solitaria que no se puede compartir con nadie. Las circunstancias de migración de cada quien son distintas. Es como un país de una persona, los inmigrantes viven un país solo y siempre están con un pie adentro y un pie afuera. No está mal, en un punto; creo que me permite observar todo de una manera distinta, ponerle un pie más de distancia, escribir con menos distorsión de la que puede tener alguien que nunca se ha ido de ese lugar. Y en el caso de El afuera creo que es así, porque bueno, hablas justamente de alguien que tiene hijos en un lugar en el que no nació, y eso la lleva a comparar constantemente cómo fueron sus condiciones de crianza con las actuales. Creo que eso, de algún modo, da cierta complejidad en el análisis, aunque no sea por aportar elementos diferentes. 

Otra cosa que subrayé en El afuera es que hablas del cuaderno de notas como un libro de quejas. ¿Pensás en esto, en la queja como motor de la escritura? 

Sí, sin duda. Desde que me acuerdo, escribo porque algo me molesta. Es como liberarme de toxinas. ¿Qué hago con esto que no soporto? Lo pongo en un diario, en una notita, en un papelito, en un no sé qué... siempre fue así. Y lo sigue siendo. Sentarme a escribir es una función vital en ese sentido. Lógicamente, lo que no me parece interesante es que se quede en la sola queja. En todo caso, viene siendo la materia prima y por ahí pasa a ser otra cosa completamente distinta. Pero lo esencial está ahí, y es la molestia, es la queja, esa especie de violencia que te genera el mundo.

Cuando empezaste a escribir, ¿cuando te diste cuenta de cuáles eran tus fuerzas? A veces es muy al principio, y a veces es después de un par de libros. 

Yo no tenía nada claro por qué hacía lo que hacía. Sabía que tenía una necesidad tremenda de sentarme y hacerlo, pero sin mucho plan, ni sin mucha estructura. Salió primero una novela, que no fue la primera que escribí. Mi primera novela se llama Lo que no aprendí. Es una novela clásica, si se quiere, con la que yo nunca me sentí cómoda en cuanto al resultado y fue un poco más inconsciente, si se quiere. Pero después, cuando salió Hasta que pase un huracán, ahí sí pude detectar qué era lo que yo quería hacer. No sé si son las fortalezas, pero sí que mi objetivo era más claro. A mí me interesa ese tipo de contenidos que te permiten con muy poco ver hondo, y recuerdo que había leído hacía muy poco una novela, Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco, y me había dicho: yo quiero hacer esto. Una historia chiquita que te explique, o que por lo menos tenga la ambición de explicarte una parte muy compleja y abarcativa del mundo. Y salió esa novela, que es muy cortita, la escribí de una sentada pero después tuvo como un año entero de apuntalar y de corregir. Y creo que con esa novela me di cuenta de que más allá de que me volviera o no a salir, eso es lo que yo quiero hacer. En términos de formato, al menos, eso es lo que me interesa. Los temas son distintos, porque los temas siempre están a pesar de uno mismo.    

Quisiera sumar una pregunta sobre Alegría: ¿Cómo fue el trabajo con Power Paola y Páginas de espuma?   

Me llamó Juan Casamayor, el editor de Páginas de espuma, y me pidió un texto para su colección, en la que hay textos como el de Mariana Enriquez y a mí me encanta. Y siempre me gusta esto de los libros ilustrados, quizás porque tengo hijos; esa sensación de leer un libro con dibujos. La ilustración cuenta otra historia, no necesariamente es como el epígrafe al revés, ¿no? Entonces dije bueno, déjame ver. Y yo tenía este texto que estaba completamente en borrador. No cambió mucho tampoco, pero realmente yo pensaba que iba a ser parte por ahí de una colección de cuentos. Alguna vez me habían encargado para una revista de Inglaterra un cuento sobre Colombia, pero me parecía tan forzado que al final no lo mandé. Se lo mostré a Casamayor y le encantó. Me ayudó muchísimo él, porque me propuso que crezca por el lado de la selva, del contexto en el que están los personajes. Y es súper determinante que esas chicas se sientan como asfixiadas y estén rodeadas por el monte. Me acuerdo de que me iba para un festival, pero me enfermé y no pude irme. Y me dediqué esos días convalecientes a trabajar el cuento y cerrarlo. Y quedó. Me preguntaron con quién quería trabajar y Power Paola enseguida fue mi primera opción. Ella estaba en Berlín pero también se entusiasmó, vino a Buenos Aires, nos juntamos, me dio como una primera idea de lo que pensaba hacer. Y fue realmente fue como un flechazo, nunca pensé que pudiera trabajar tan cómoda con alguien.  

¿Cómo te llevas con vivir y escribir en Argentina?  

Yo en Colombia escribía crónicas para revistas por encargo, y durante un tiempo seguí haciendo eso mismo acá en Argentina. Pero en Colombia no existe, ni en ningún otro país, la verdad, esto de los talleres, estos diálogos que son muy horizontales. En Colombia, por lo menos en mi época, querer ser escritor era como querer ser presidente. Algo que estaba investido de una especie de solemnidad y de prerrequisitos de formación, sobre todo, que yo no ni tenía ni aspiraba a tener. Yo vengo de una familia clase media, pero no con dinero. Lo que veía es que casi todos los escritores en Colombia estaban concentrados en Bogotá, iban a universidades muy caras, estudiaban literatura y no sé qué. Yo cero. Yo estudié derecho en una universidad pública. Terminé la carrera y nunca me recibí. Después estudié periodismo. Para mí era como una cosa muy lejana. Y cuando llegué a Buenos Aires me di cuenta de que en realidad era la cosa más ordinaria del mundo. En el mejor de los sentidos. Acá todo el mundo quería ser escritor, todo el mundo decía estoy escribiendo mi novela, escribí este poemita... Hay recitales de poesía, vas a los bares y la gente lee. O sea, era rarísimo para mí y yo no lo vi en ningún otro lado. Hay mucho más diálogo y me parece que siempre es enriquecedor. Encontré una interlocución acá con gente que quería hacer lo mismo que yo, y que era muy valiosa. Apenas llegué a Buenos Aires, pregunté: ¿a qué taller voy? Me dijeron hay dos, elige uno. Estaba el de Abelardo Castillo o el de Liliana Heker. Liliana me quedaba más cerca. Y ahí me encontré con un montón de gente que sigue siendo cercana; Samanta Schweblin iba ahí, Pablo Ramos, Azucena Galettini, Romina Doval. Fue muy lindo entrar en un lugar en el que hubiera gente que no había estudiado en la mejor universidad y que se las supiera a todas, pero que igualmente estuviera buscando una voz, una forma de contar, y tuviera cosas que decir. Liliana fue súper generosa conmigo. Creo que Buenos Aires permite alivianar un montón de cosas que todavía en otros lugares son demasiado solemnes. 

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