Los cantores del Abasto
Gardel y el anhelo
Martes 06 de agosto de 2019
"Puedo entender al porteño que, estando en París, no para de extrañar Buenos Aires; pero no deja de desconcertarme la circunstancia en la que alguien, ahí en Montmartre, fauborg sentimental, se dedica a evocar la calle Suipacha, la calle Esmeralda".
Por Martín Kohan.
Yo puedo entender, lo confieso, al porteño que, estando en París, no para de extrañar Buenos Aires. Esa mirada, sabidamente, se forjó en Carlos Gardel, en esa mixtura singular de Toulouse y Tacuarembó que urdió Gardel para definir a la perfección lo que podría entenderse por un porteño: inscripción en lo uruguayo de una sugestión de lo francés, un horizonte de francesidad recalando en lo uruguayo.
Tenemos pues a Gardel en París, y más concretamente en Montmartre, así como tenemos “Canaro en París” o las “Mañanitas de Montmartre” de Irusta-Demare-Fugazot. Ya lo dije: puedo entender al porteño que, estando en París, no para de extrañar Buenos Aires; pero no deja de desconcertarme la circunstancia en la que alguien, ahí en Montmartre, fauborg sentimental, se dedica a evocar la calle Suipacha, la calle Esmeralda. Concibo la evocación sentida de la calle Corrientes, concibo la del arrabal. La de Suipacha, la de Esmeralda, hoy me resultan más enigmáticas.
Concibo la intriga previa: “¿Cómo habrá cambiado tu calle Corrientes?”, porque en Corrientes se labra el mito y porque es insoportable, para el que está lejos, pensar que su lugar está cambiando y está cambiando sin él; que se lo está perdiendo, que va quedando desacompasado; que si vuelve acaso ya no volverá a lo mismo, que añora cosas que quizás ya no existan. Concibo eso y concibo lo que viene después: “tu mismo arrabal”, donde “mismo” puede entenderse como “incluso” o como “aun”, pero también puede entenderse como idéntico. Y es que el arrabal, a diferencia de la calle Corrientes, tal como advertía Borges en esos mismos años, prometía permanencias, un aferrarse a lo que ya estaba, un mantenerse porfiadamente en lo igual.
La calle Corrientes, entonces, y luego el arrabal; pero Suipacha y Esmeralda hoy resultan más dudosas. Hay que ponerse a evocar semejantes calles, tan luego desde Montmartre; hay que esmerarse, y hasta obstinarse, para lograr una reminiscencia así.
Se trata, claro, de “Anclao en París”. Anclado porque el errante (el de la “vida de errante bohemio”) ha quedado fijo (“Aquí estoy varado”); anclado: el ancla se clava y lo detiene, lejos, a merced de eso otro que también se clava: el recuerdo (“yo siento que el recuerdo me clava su puñal”).
Pero Gardel no canta “anclado”, sino “anclao”; porque Cadícamo no ha escrito “anclado”, sino “anclao”. La idea de que, para el exiliado, la patria es la lengua, como propuso Theodor Adorno tras el exilio, se ajusta aquí de esta forma: para el exiliado, la patria es la pronunciación. Y junto con la pronunciación, el acento. En el envés del canto de Gardel, para desconfigurar identidades en vez de erigirlas y asentarlas, habría que ubicar (o desubicar) a Luca Prodan, el acento y la pronunciación de Luca Prodan, su manera de decir Chivilcoy, por ejemplo.