Lírica e ironía
T. S. Eliot
Viernes 22 de julio de 2016
Miguel Ángel Petrecca, poeta, traductor, editor en Gog y Magog y librero en París (Cien Fuegos) será el curador de la poesía del blog durante un mes. Un lujo. Arranca su serie con T. S. Eliot y su "Retrato de una dama".
Por Miguel Ángel Petrecca.
Las discusiones acerca de la lírica tienen un aspecto frustrante, en mi experiencia, porque a mitad de la conversación las personas suelen descubrir que han estado hablando de cosas totalmente diferentes. La otra mitad de la conversación, por lo tanto, se dedican a tratar de entender de qué habla cada uno. “Lírica” es realmente un término escurridizo: a veces, funciona simplemente como sinónimo del género poesía; a veces, como un tipo específico de poesía; a veces, de una manera más borrosa, como sinónimo de un impulso, de un estilo, de una intensidad, de una poesía asociada a la emoción (ya sea como efecto de lectura o como actitud del yo lírico). Tal vez es en ese sentido que se habla de “momentos líricos”. Si es verdad que la lírica pura ha muerto, lo que quedaría son esos momentos, enmarcados con frecuencia en un discurso irónico. En una de las acepciones posibles de la palabra “lírica” (que suele implicar una visión encantada del mundo), la ironía es la verdadera némesis de la lírica: es la pasión del desencanto, y su rol consiste en volver químicamente tolerable la lírica, creando un lirismo ironizado. En otros casos, sin embargo, la ironía misma se vuelve lírica. En los cuatro poemas que seleccioné hay ironía, y hay también lírica, en alguna o en varias de sus acepciones.
En Retrato de una dama, el primero de la serie, ambas se combinan de una manera muy extraña. Tras la ironía que domina el poema desde su mismo epígrafe, el fantasma de la lírica se va insinuando ambiguamente en el fondo, a través de las descripciones esbozadas de la ciudad, de los crepúsculos humosos y de todo lo no dicho y sugerido; o salta de repente en versos como “Conservo mi aire impasible,/salvo cuando un organillero, mecánico y cansado,/reitera alguna gastada canción vulgar/ entre el aroma a jacintos del jardín,/evocando cosas que otros han deseado.” Leí Retrato de una dama, de T.S. Eliot, hace muchos años, en una de las clases de literatura norteamericana del genial Costa Picazo (¡qué lujo!). Nunca me pude olvidar de la imagen de un hombre subiendo en la oscuridad por una escalera caracol.
Retrato de una dama
Has cometido
fornicación en otro país
y además la muchacha ha muerto
Marlowe: “El judío de Malta”
1
Entre el humo y la niebla de una tarde de diciembre
usted logra que la escena se prepare por sí sola —como ha de parecer—
con “He reservado esta tarde para usted”;
y cuatro velas de cera en el cuarto en penumbra,
cuatro anillos de luz en el cielorraso,
un atmósfera de tumba de Julieta
para las cosas que se digan o quedarán sin ser dichas.
Hemos estado oyendo, digamos, al polaco de moda
que transmite los Preludios a través del pelo y las yemas de los dedos.
“Tan íntimo, este Chopin, que creo que su alma
debería resucitar sólo entre amigos,
dos o tres, que no toquen la flor
que se estruja y se cuestiona en la sala de concierto.”
— Y así la conversación fluye
entre veleidades y tristezas cuidadosamente reprimidas
a través de sones de violines atenuados
mezclados con remotas cornetas,
y empieza.
“No sabe cuánto significan para mí los amigos,
y cuán raro, cuán extraño es encontrar
en una vida hecha de tantas, tantas cosas dispares
(porque en verdad no me gusta la vida... ¿lo sabía? ¡No está ciego!
¡Qué sagaz es usted!),
encontrar un amigo que tenga esas cualidades,
que tenga y ofrezca
esas cualidades de que vive la amistad.
Cuánto importa que le diga esto...
Sin esas amistades... la vida, ¡qué cauchemar!”
Entre el ondular de los violines
y las arietas
de ásperas cornetas,
en mi cerebro un tam-tam
inicia el absurdo martilleo de un preludio propio,
caprichosa monotonía
que al menos es una evidente “nota falsa”.
— Tomemos aire en éxtasis de tabaco,
admiremos los monumentos,
comentemos los últimos sucesos,
pongamos en hora nuestros relojes de acuerdo con los de la calle.
Después sentémonos un rato a beber nuestra cerveza.
II
Ahora que las lilas están en flor
ella tiene un búcaro de lilas en su cuarto
y mientras habla hace girar una entre los dedos.
“Ah, amigo mío, usted no sabe, no sabe
lo que es la vida: usted, que es dueño de ella”
(lentamente hace girar los tallos de las lilas)
“deja que fluya desde usted, la deja fluir,
y la juventud es cruel y no tiene remordimientos
y sonríe ante situaciones que no sabe ver.”
Sonrío, desde luego,
y sigo tomando el té.
“Pero en estos crepúsculos de abril, que de algún modo me recuerdan
mi vida sepultada y París en primavera,
siento una paz infinita y el mundo
me parece maravilloso y joven, después de todo.”
La voz vuelve como el desfilar insistente
de un violín roto en un atardecer de agosto:
“Siempre estoy segura de que usted comprende
mis sentimientos, siempre segura de que usted siente,
segura de que a través del abismo usted extiende la mano.”
Es usted invulnerable, no tiene talón de Aquiles.
Seguirá avanzando, y cuando haya triunfado
podrá decir: Aquí es donde muchos fracasaron.
Pero ¿qué tengo yo, qué tengo amigo mío,
para darle? ¿Qué puede recibir de mí?
Sólo la amistad y la adhesión
de alguien que está a punto de llegar al final de su viaje.
Me quedaré sentada aquí, sirviendo el té a los amigos...”
Tomo el sombrero: ¿cómo intentar una cobarde compensación
por lo que ella me ha dicho?
Cualquier mañana me verán en el parque,
leyendo las historietas y la página deportiva.
Sobre todo me llama la atención:
una condesa inglesa que se ha hecho actriz.
Un griego fue asesinado en un baile de polacos,
Otro defraudador bancario ha confesado.
Conservo mi aire impasible,
salvo cuando un organillero, mecánico y cansado,
reitera alguna gastada canción vulgar
entre el aroma a jacintos del jardín,
evocando cosas que otros han deseado.
¿Son estas ideas correctas o falsas?
III
Cae la noche de octubre volviendo como antes,
salvo por una leve sensación de malestar,
subo la escalera y hago girar el picaporte
y siento como si hubiera subido gateando.
“Así que se va usted al extranjero... ¿Y cuándo volverá?
Pero es una pregunta inútil.
Ni siquiera pensará usted en su regreso
y encontrará tanto que aprender.”
Mi sonrisa cae pesadamente entre las chucherías.
“Tal vez me escriba.”
Mi aire impasible se inflama un instante;
esto es como lo había previsto.
“En los últimos tiempos me he preguntado con frecuencia
(¡pero nunca sabemos al principio cómo acabarán las cosas!)
por qué no hemos llegado a ser amigos.”
Me siento como alguien que sonríe y al volverse
súbitamente observa su expresión en un espejo.
Mi aire impasible se apaga; estamos de verdad a oscuras.
“Porque todo el mundo lo decía, todos nuestros amigos,
¡estaban seguros de que nuestros sentimientos
armonizarían a tal punto! Yo misma apenas lo entiendo.
Ahora debemos dejárselo al destino.
Usted me escribirá, de todos modos.
Tal vez no sea demasiado tarde.
Yo me quedaré sentada aquí, sirviendo el té a los amigos.”
Y yo debo pedir prestada cualquier forma cambiante
para encontrar expresión... bailar, bailar
como un oso bailarín,
chillar como un loro, parlotear como un mono.
Tomemos aire en un ligero éxtasis de tabaco...
¡Bien! ¿Y si ella muriera una de esas tardes,
una tarde gris y humosa, crepúsculo amarillo y rosado;
si muriera y me dejara aquí sentado, pluma en mano,
con el humo que baja desde los tejados,
dudando, por un instante
sin saber qué sentir o si comprendo
o si soy sagaz o tonto, demasiado lento o demasiado apresurado...
no sería de ella la ventaja, después de todo?
Esta música triunfa en el “morir”
ya que hablamos de morir...
¿Y tendría yo derecho a sonreír?
Thomas Stearn Eliot, St. Louis, Missouri, 1888-Londres, 1965
Traducción Rodolfo Wilcock y Enrique Pezzoni
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Miguel Ángel Petrecca mantiene el blog de traducciones Como una mosca de largas zancas y estará coordinando un taller de lectura de poesía china los días 12 y 13 de agosto, y 2 y 3 de septiembre.