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Leer lo bailado: danza y literatura

Por Matías Moscardi

"La danza comparte con la poesía, entonces, su materia rítmica y sobre todo los efectos emocionales del ritmo sobre el cuerpo: pero ¿cómo una síncopa, una coma, una aposición, una estructura sintáctica determinada, podrían emocionarme? La emoción, le dice la danza a la literatura, es, en efecto, una sintaxis corporal, un cuerpo articulado en el tiempo y en las tres dimensiones del espacio".

Por Matías Moscardi.

 

Este año empecé a dar clases de literatura en un Instituto de danzas, en Mar del Plata. De más está decir que no sé nada sobre danza. Por eso, puedo preguntarme: ¿qué me permite pensar ese no-saber? En principio, si veo a una persona bailar –pongamos un ejemplo: Pina Bausch en la película dirigida por Wim Wenders (2011)– diría que la destreza es lo inmediatamente perceptible para alguien ajeno a la práctica. Eso: cuerpos haciendo algo que mi cuerpo no podría hacer. El grado cero de la danza sería, de cara externa al saber específico, una excepcionalidad sintáctica del cuerpo: unos movimientos encadenados de manera tal que su fraseo en el tiempo y en el espacio den como resultado cierto extrañamiento cinético. 

Ahora bien, podríamos trasladar esto a cualquier disciplina: un tipo de mirada exterior al saber que sólo percibe, por lo tanto, cierta excepcionalidad de una práctica determinada, su irreductible –podríamos decir– especificidad. En otras palabras: ante una práctica ajena, solo cierta destreza parece constituirse como valor legible, identificable. A su vez, toda práctica parece encontrar su productividad por fuera de sí misma. Los Ramones nunca escucharon a los Ramones; no escucharon, ni siquiera, punk rock: los Ramones escucharon a los Beach Boys. Ningún género musical es autotélico, nunca proviene de sí mismo sino de la mezcla con otros géneros musicales. Como si lo mejor que pudiéramos hacer para bailar –luego de haber estudiado danza– es ir hacia otras disciplinas: literatura, filosofía, artes plásticas, surf; y a la inversa, como si la danza fuera una perfecta lección de poesía, parecida a esa que Arturo Carrera recuerda en uno de los poemas de Potlach (2004), donde rememora la escena de lectura en ruso de un cuento de Pushkin: lo que escucha Carrera es la caja musical del lenguaje, una resonancia primigenia, originaria.

¿La danza sería, entonces, la música muda, «el silencioso arte del cuerpo», como lo llama Dolores Ponce, «la música hecha visible», como la define George Balanchine? Quizás la especificidad de las disciplinas –esa especificidad que las proclamas teóricas del presente declaran perdida o extraviada– se reencuentre en los modos de relación de una práctica con otras. Quizás en los grados, las probabilidades y las intensidades de esos cruces diversos, se haga presente al menos un resto de especificidad de una práctica determinada: en los modos singulares de transitar sus desafueros. George Didi-Huberman escribe en El bailaor de soledades, su libro sobre Israel Galván: «Sin duda bailar no puede aislarse de ningún momento humano, incluso la muerte se baila».

Paradoja personal: intensa relación con la música –estudié batería desde muy chico, luego guitarra y bajo– pero casi nula relación con la danza. Una vez, con una amiga, fuimos a aprender salsa: nunca una dificultad musical mayor. Entendía el esqueleto técnico y rítmico del baile –básicamente, dividido en compases de tresillos– a la vez que experimentaba una imposibilidad de traducirlos corporalmente: escases de preparación física, falta de fuerza para ciertos movimientos, vergüenza. Ahí, quizás, aparece otra idea: la danza no tiene que ver tanto con la gracia de los cuerpos como con un entrenamiento, con una gimnasia.

En 58 indicios sobre el cuerpo, Jean-Luc Nancy escribe que «un cuerpo es una colección de piezas». Algo, en esta definición, permite imaginar una disposición antológica de lo corporal: un orden compositivo del cuerpo como signo estético. Dolores Ponce, en su libro Danza y literatura ¿qué relación? se refiere, en este sentido, a un «sistema gráfico de notación»: bailar sería, luego, escribir con el cuerpo en la página tridimensional del espacio. Ambos sistemas, además, comparten sus bases: arbitrariedad, discreción, desplazamiento y productividad. William Carlos Williams se refiere, constantemente, en su monumental Paterson, a la danza del pensamiento y de las ideas: la concatenación, el ritmo, la cadencia con que se conectan las imágenes mentales entre sí. En una crónica de Ruben Darío titulada «Miss Isadora Duncan», la describe como «esa rítmica yanqui que hace poesía y arte con la gracia de su cuerpo». La danza comparte con la poesía, entonces, su materia rítmica y sobre todo los efectos emocionales del ritmo sobre el cuerpo: pero ¿cómo una síncopa, una coma, una aposición, una estructura sintáctica determinada, podrían emocionarme? La emoción, le dice la danza a la literatura, es, en efecto, una sintaxis corporal, un cuerpo articulado en el tiempo y en las tres dimensiones del espacio. Paul Valéry lo escribe de manera directa: la danza es, desde su perspectiva,

«una poesía general de la acción de los seres vivos: aísla y desarrolla los caracteres esenciales de esta acción, la separa, la despliega, y hace del cuerpo al que posee un objeto, cuyas transformaciones, sucesión de aspectos y búsqueda de los límites de las fuerzas instantáneas del ser necesariamente nos remiten a la función que el poeta da a su mente, a las dificultades que él le propone, a las metamorfosis que de ella obtiene, a los desvíos que le solicita y que lo alejan, a veces excesivamente, del suelo, de la razón, de la noción media, y de la lógica del sentido común. ¿Qué es una metáfora sino una especie de pirueta de la idea a la que uno acerca las diversas imágenes o los nombres diversos? ¿Y qué son todas aquellas figuras de las que nos servimos, todos esos medios, como las rimas, las inversiones, las antítesis, sino los usos de todas las posibilidades del lenguaje que nos liberan del mundo práctico para formar, nosotros también, nuestro propio universo, lugar privilegiado de la danza espiritual?»

Algo de esto aparece, también, en Pensar con mover. Un encuentro entre danza y filosofía (Cactus, 2008), de Marie Bardet, para la cual la danza implica, necesariamente, una pregunta por el estatuto semiótico del cuerpo, por cada una de sus partes y la relación entre las partes. En este orden, la composición sería el elemento común de las artes: «El concepto de composición como denominador común de lo que hace la danza, en tanto revela la tensión siempre en acto (…) entre la existencia de la danza como arte del presente y su escritura».

En un poema de José Watanabe, un maestro de kung fú se enfrenta a su enemigo en una danza de artes marciales: «Usted ha supuesto que yo creo a mi adversario/ cuando danzo –me dice el maestro./ Y niega, muy chino, y sólo dice: él me hace danzar a mí». La danza borra, en todo caso, las diferencias entre el maestro y su adversario: es una hipnosis espiritual mutua, una fusión de uno en el otro. Didi-Huberman dice que «bailamos para estar juntos». Un proverbio japonés, más escéptico pero igualmente vital, sentencia: «Somos necios bailemos o no. Por lo tanto, deberíamos bailar».    

 

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