Leer es un buen negocio
Por Damián Ríos
Lunes 26 de noviembre de 2018
¿Quién podría decir que la lectura es un acto improductivo después de cruzarse con esta columna de Ríos? El poeta y hacedor de Blatt&Ríos recuerda una de sus compras fundacionales, en una librería que ya no existe, de un sello que ya no existe: los títulos de Hebe Uhart, Fogwill, César Aira y Elvio Gandolfo que potenciaron, entre otras cosas, su vocación editora.
Por Damián Ríos.
El mejor negocio de mi vida lo hice en una mesa de ofertas de la Librería del Centro editor de América latina que estaba en la zona de Viamonte y Callao, —la última sede del Centro editor, creo— cuando conocí a César Aira, Fogwill, Hebe Uhart, Elvio Gandolfo. Los libros eran, respectivamente, La luz argentina, Ejércitos imaginarios, La luz de un nuevo día y La reina de las nieves. Era principios de los noventa. Una novela, tres libros de cuentos.
No es casualidad que por aquella época yo anduviera husmeando en librerías: quería leerlo todo y todo estaba en las librerías. Cuando digo todo me refiero también a que la vida pasaba por allí. Una parte importante de mi vida ha pasado por las librerías y sigue pasando. Pero aquella librería tenía algo especial: el contacto con esos cuatro libros marcó mi experiencia como lector para siempre. También, ahora que lo pienso, mi vida como editor y, más estrictamente, mi vida a secas.
¿Cómo podía haber libros tan buenos en una sola colección? Es una pregunta que hoy, con un poco de esfuerzo, podría responder, pero el tema es que estaban ahí, eran muy baratos y había pilas, tal vez cajas enteras de esos libros y más libros y todos eran buenos. Inmediatamente me di cuenta de dos cosas: de que había una o más cabezas detrás de la edición de cada uno de esos libros (fantaseé con ese trabajo), y además de que quería conocer a los autores. Compré los cuatro y los leí y los regalé y volví a comprar los cuatro y los volví a leer y a regalar y a la semana volví pero ya compré dos o tres de cada uno y los volví a leer y los volví a regalar: era una trampa genial, eran baratos como caramelos. El CEAL, ahora lo sé, se estaba fundiendo. Comprar, leer, regalar: eso es lo que cada editor quisiera que pase con sus libros y en mi caso estaba pasando con cuatro. Las visitas a la librería se repitieron y yo seguí comprando los libros, a los que sumé La mayor, de Saer, que estaba en la misma colección y que también era buenísimo. Aún hoy puedo recitar de memoria pasajes completos de esos libros. La literatura argentina, o lo que yo entendía que era la literatura argentina, estaba invadiéndome a través de esas cabezas de playa que eran los cuatro libros.
Cada uno de los libros me reveló una biblioteca distinta. Me dediqué a buscar información de esos autores y esos autores a su vez me llevaron a otros autores, es decir que los cuatro libros se convirtieron en dieciséis y después en sesenta y cuatro y después, en un par de años, en doscientos cincuenta y seis, etc. Potencias de cuatro.
Cuando conocí a Fogwill, años después, en un bar de la calle Corrientes, hablamos de sus hijos y de Gambarotta; cuando conocí a Hebe Uhart, también en un bar de Corrientes, hablamos de la ciudad de Nogoyá; con Gandolfo, a propósito de una entrevista que le hicimos con unos amigos para una revista literaria, en un bar de Palermo, hablamos de Levrero; con César Aira, en un café de Flores, por supuesto, hablamos de Eloísa Cartonera y de Osvaldo Lamborghini. Con los cuatro hablé de aquellos libros y a ninguno le interesó demasiado, salvo a Fogwill pero no el libro de él si no los otros tres. Habían pasado años, décadas en algunos casos, desde que ellos habían escrito esos libros para mí fundacionales: ya estaban en otros planes.
La librería era chica, apenas cabían una o dos mesas y los libros estaban abigarrados. Vendía libros muy baratos. El CEAL. Ya no los tengo conmigo, pero con el tiempo esos cuatro libros para mí significaron cuatro amistades. Libros, librerías, bibliotecas, amistades: fue un buen negocio.