Las brazadas de Herzog y Cheever
Bajo una lluvia redentora
Lunes 14 de noviembre de 2016
Otra epifanía del autor de Bellas artes: en esta oportunidad, la que empujó a Werner Herzog a llegar a pie hasta una amiga enferma, en una caminata infinita. Como el nadador de Cheever, el documentalista avanzó entre el agua: el agua helada.
Por Luis Sagasti.
Como un rayo se le cruzó por la cabeza a Werner Herzog la siguiente idea: si emprendía una marcha a píe de Munich hasta París, la extraordinaria crítica alemana Lotte Eisner, a quien al decir prudente de todos el cine de su país tanto le debía, se iba a salvar de una enfermedad que la tenía al borde de la muerte. Una y otra vez, con la convicción de un recién converso, Herzog se repite que ella no tiene ningún derecho a morirse. No ahora, dice; hay que impedirlo de algún modo. Veintiún días exactos demoró en recorrer a pie los casi ochocientos cincuenta kilómetros que separan las dos ciudades. En una sola ocasión estuvo al borde de resignarse a un vehículo pese al frío y la lluvia constante. De semejante marcha, que parece una suerte de reverso de El nadador de Cheever ―amén de que ambos viajes concluyen de manera diametralmente opuesta, el alemán se hospeda en muchas casas de verano que encuentra deshabitadas, mientras no hay día en que en algún momento no camine bajo el agua― de semejante marcha, decía, surge un libro entrañable, es decir de los que se leen mejor en la cama: Del caminar sobre el hielo (Entropía).
Agradecimiento y expiación son los motivos más usuales por los cuales alguien inicia una peregrinación: de alguna manera hay algo de capitalismo religioso en el asunto, después de todo se trata de pagar por los favores recibidos o devolver con dolor en el cuerpo el daño realizado. Herzog paga por adelantado; un cheque al portador que debe entregar sin decir una palabra de su sacrificio (“Alguien le tiene que haber dicho por teléfono que yo había venido a pie, yo no quería mencionarlo”).
A medida que avanza, los dolores y achaques de su admirada Lotte van ocupando su cuerpo. Cada paso la libera. Ampollas, calambres, el frío como una segunda piel. La mugre lo cubre por completo. Solo en un momento, justo en mitad del viaje, el cuatro de diciembre, habita en él la duda, la sensación cruda del sinsentido: “¿Vive aún nuestra Eisner?” ―se pregunta.
Dos años antes, Herzog había filmado una obra maestra: Aguirre, la ira de Dios.
En su diario de viaje escribe cosas como: “Las suelas arden por efecto del núcleo incandescente del interior de la tierra”, “la lluvia puede dejarte ciego”, “la verdad atraviesa incluso los bosques”. Se trata de pequeñas iluminaciones, retazos, esquirlas de la epifanía inicial. Son guijarros involuntarios, salvajes, que arroja hacia adelante para marcar el camino que lo lleve hacia El Dorado que le fuera negado a Lope de Aguirre, al nadador de John Cheever. El combustible de su andar es el amor entrañable por alguien a quien hay que aplazarle la fecha de partida. Con semejante kerosene no hay forma de fallar.
Herzog llega sin pies, exhausto, a París. Y, cuando encuentra a Eisner en su cama, susurra: “Abra las ventanas, desde hace unos días que puedo volar”.
Nueve años más vivió la gran Lotte.