Las alas de Wim Wenders
Un perfil del director alemán
Jueves 28 de abril de 2016
A partir de los ensayos compilados en Los píxeles de Cézanne (Caja Negra), Virginia Cosin construye un perfil maravilloso del director alemán, al tiempo que repasa sus películas más icónicas. “Un artista de verdad puede tener momentos de zozobra, pero cuando vuelve a encontrar esa brazada olímpica, no sólo lo saca a flote, sino que inventa una forma nueva de nadar”.
Por Virginia Cosin.
Me acuerdo de la primera vez que vi “París Texas”. Me acuerdo del lugar, de las personas que estaban conmigo, de la luz que proyectaba la pantalla del televisor en el que se reproducía el VHS. Me acuerdo ahora, recién ahora que termino de leer Los píxeles de Cézanne, el libro que reúne artículos, conferencias y escritos de Wim Wenders, de algo que no me acordaba en lo más mínimo. Ahora que la punta del recuerdo aflora y sigo tirando del hilo, aparecen mi amiga, los padres de mi amiga, el sillón en el que los cuatro nos sentamos a ver la película, las imágenes que transcurrían lentas y yo no conseguía decodificar, el esfuerzo descomunal por no quedarme dormida, y una sola escena qué me impactó y consiguió capturar el interés de mis once años: en esa escena un hombre habla por teléfono con la mujer que está al otro lado de un vidrio. Él puede verla, pero ella a él no: ella solo puede verse reflejada en el espejo. Ella es una de las mujeres más hermosas de la tierra y esa belleza va a configurar de ahí en adelante un ideal. Si a alguien querría parecerme, cuando fuera adulta, sería a esa mujer.
A esa imagen que me había subyugado me aferré, me acuerdo ahora, cuando mi amiga, al día siguiente, compartió con sus padres la opinión de que la película era una maravilla. Yo, que me había aburrido hasta la desesperación, y que no había entendido nada, que ni siquiera hubiera podido decir cuál era la historia, si era que contaba una historia, me uní al coro de alabanzas y dije que sí, también la película me había encantado. Aunque lo cierto es que lo único que me había encantado era esa escena y, sobre todo, Nastassja Kinski.
Después la volví a ver en DVD o en salas de cineclubs y renové la fascinación, no sólo con esa escena, sino con el lenguaje de la cámara, el guion de Sam Shepard, los otros tres actores principales.
Volví a suspirar por Nastassja y su sweater rojo de angora.
Vi esa y muchas más, todas, probablemente, en la sala Leopoldo Lugones, ese templo en el que los feligreses de otras épocas moldeamos nuestra devoción por las películas, mucho antes de que existieran los Baficis.
La filmografía de Wenders me parece despareja. “Las alas del deseo” nunca llegó a cautivarme como “París Texas” o “El amigo americano”. “Alicia en las ciudades” es un tesoro escondido, y “El miedo del arquero frente al tiro del penal” un bodrio a cuyo final no llegué nunca sin quedarme dormida.
Tuvo una época que me atrevería a catalogar de vergonzosa, en la que entre otras cosas vino a la Argentina a filmar la publicidad de un auto e hizo una remake o continuación de “Las alas del deseo” que, la verdad, no me dieron ganas de ver y otra con Bono que era cualquier cosa.
Hasta que, cuando lo dábamos por perdido, apareció con ese monumento de belleza bestial que es la película sobre Pina Bausch. Y nos recordó que un artista de verdad puede tener momentos de zozobra, pero cuando vuelve a encontrar esa brazada olímpica, no sólo lo saca a flote, sino que inventa una forma nueva de nadar.
Sobre los procesos creativos, la poética propia, lo importante de dejar que el lenguaje lo encuentre a uno —y no uno al lenguaje— en el camino hacia la construcción de una obra, de un pensar que a su vez sea un refugio, un lugar confortable que se pueda habitar, escribe Wenders en los artículos de Los píxeles de Cézanne.
Wenders tiene el poder de asombrarse, y ante cada obra de otro artista que admira se hace la misma pregunta: ¿Cómo hizo para lograrlo? ¿Cómo hizo para realizar esto de este modo, exactamente de este modo, tal como está hecho? ¿Qué hace de esta obra algo diferente a todas las demás?
Cada uno de estos escritos es un intento por extraer la espada Excálibur de la piedra en la que quedó atrapada, de deshacer el hechizo y entender dónde reside el poder singular de artistas tan diversos como sus colegas cineastas Ingmar Bergman, Michelangelo Antonioni, el pintor Edward Hopper, el fotógrafo Peter Lindbergh o la coreógrafa y bailarina Pina Bausch, entre otros.
Wenders pone en práctica, en sus textos, aquello que aprende observando: escribe con un estilo directo, despojado, musical, sin pretensiones de ensayista, apenas atendiendo al dictado, no de ideas previas, sino de esa voz que se hace presente en el movimiento propio del actuar.
Su mirada se detiene en los modos en que la técnica determina la particularidad de un hacer. (Y pensar también sería un modo de hacer) Como buen cineasta que es —y en esto comparte el interés con otro autor de culto, Jean Luc Godard— las herramientas para construir los relatos son tan importantes como los símbolos a los que la materialidad de las imágenes en movimiento y los sonidos intentarán dar sentido. El medio, la máquina, la lente con la que se mira, es el mensaje.
Así, cuando se fascina con los cuadros de Edward Hopper, y diagrama una propuesta visual en la que cada toma pudiera ser compuesta de un modo tal que la cámara no tuviese que hacer ningún movimiento, comprende, después de asistir a la proyección del material filmado, que lo que cobra vida en una pintura, puede ser mortífero para el cine.
O cuando escribe, entiende que la lapicera es una herramienta que no le permite acceder a sus propios pensamientos o recuerdos y la computadora, el ordenador, más parecida a una máquina de edición, le permite no solo dejar correr los pensamientos al ritmo de los dedos sobre el teclado, sino que también le da posibilidades de cortar, pegar, solapar, intercalar y crear textos auténticos y personales.
O cuando se propone filmar las obras de su admirada Pina Bausch tiene que esperar como veinticinco años porque no encuentra que el cine, por más arte de las imágenes en movimiento que sea, pueda dar cuenta de esa otra clase de movimiento que se produce en los cuerpos de los bailarines, hasta que se inventa el cine en 3D.
Cuando por fin domina la técnica del cine en tres dimensiones y está por comenzar el rodaje de la película con Pina Bausch, Wim Wenders se entera de que su amiga acaba de morir. La decepción y la tristeza son enormes. Pero se sobrepone y filma, de todos modos, ya no una película con ella sino sobre y para ella. La película, insisto, es de una belleza monumental porque capta una mirada sobre lo singular, sobre la autenticidad como una experiencia de desocultamiento. Un arrojarse con el cuerpo hacia lo que le es propio. No una fuerza, sino más bien un abandono. Un ritmo, que es también el de este libro, en el que piel, huesos, música, espacio y lengua se reúnen en un mismo movimiento.
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