La reconstrucción
Hans Peter Keller
Lunes 29 de febrero de 2016
"Una de nuestras aptitudes es sobrevivir a catástrofes que, en su expansión, se vuelven invisibles": Hans Peter Keller en la tercera entrega de la curaduría de poesía del autor de Ahab, leído con la compañía de Sebald y Benjamin.
Selección y notas de Martín Armada.
“Arriba, las hojas perfumadas: / brillo y gracia… / Lo trágico debajo / del vaso con rosa / es transparente”. El poema bien podría tomarse como una declaración de principios estéticos, bien como la evidencia de ciertas condiciones de existencia. Lo primero, porque en la tarea inútil de nombrar lo inefable, en esa frustración, puede fundarse una poética. Lo segundo, porque una de nuestras aptitudes es sobrevivir a catástrofes que, en su expansión, se vuelven invisibles.
En su conferencia “Guerra aérea y literatura”, W. G. Sebald, se detiene en las características de la reconstrucción alemana luego de la guerra. En su modo de lidiar con el pasado inmediato separa a viejos y jóvenes escritores: “Si la vieja guardia de los llamados emigrantes interiores se ocupaba sobre todo de darse una nueva apariencia y [...] evocaba la herencia humanista occidental con abstracciones interminablemente prolijas, la generación más joven de los escritores que acababan de regresar estaba tan concentrada en el relato de sus propias vivencias bélicas, que siempre derivaba hacia lo sensiblero y lacrimógeno, y parecía no tener ojos para los horrores, por todas partes visibles, de la guerra”.
No parece ser el caso de el autor de “Vaso con flores”. Hans Peter Keller, al tiempo de terminar sus estudios de filosofía en Colonia, fue enrolado en las Wehrmacht y combatió en el Frente Oriental hasta que volvió a casa en una camilla. Su vida durante la posguerra fue austera. Afincado en el Este alemán, se limitó a algunos viajes europeos, a trabajar como editor de sellos menores en Suiza y a dar clases de bibliotecología casi hasta su muerte en 1988, en la región de Renania, donde había nacido 73 años antes.
Pese a haber estado en uno de los escenarios más atroces de la Segunda Guerra Mundial, en sus poemas la experiencia directa del frente evita eso que tanto, y con razón, irrita a Sebald. Lejos de la autocomplacencia, en la poesía de Keller la mente, el lenguaje, el cuerpo son tierra arrasada. La naturaleza es una amenaza. Los otros son espectros que parecen vagar entre las ruinas espirituales que pueblan las ciudades reconstruidas, y el orgullo se desgrana al ritmo de la paranoia de un país que para volver a la modernidad pagó el precio del recelo, la culpa y la división.
En la misma conferencia, Sebald se anima a proponer que el catalizador del milagro alemán fue “una dimensión puramente inmaterial: la corriente hasta hoy no agotada de energía psíquica cuya fuente es el secreto por todos guardado de los cadáveres enterrados en los cimientos de nuestro Estado”. En la obra de Keller, efectivamente, hay cadáveres.
Los sobrevivientes juntan los restos y, si cierta lucidez se los permite, componen un cuadro monstruoso para ofrendarle a las generaciones por venir. En el caso de Keller esa tarea se materializó en los libros que publicó entre la década del 60 y mediados de los 70. Casi una veintena de títulos que ayudan a responder de manera contundente una de las preguntas que Walter Benjamin se hizo ante los hombres que volvían de las trincheras en la Primera Guerra: “¿Acaso dicen los moribundos palabras perdurables...?”.
Las mechas
Cuando el agua en el lavamanos suena...
nada... una revolución levanta polvo
el sonido regular de la cafetera
por la mañana y la tarde es neutral
bajo la lámpara la barba que crece
le susurra al espejo sombras en la cara
pero en la oscuridad, en la oscuridad pero
no hay somnífero que cierre los ojos
desde que ponen mechas en la casa
desde que ponen mechas debajo
ahora es obligatorio quitarle a los vecinos
los fósforos
hacer una razzia para encontrar las palabras
incendiarias, no dichas, no escuchadas
es posible
que se escondan en el aire.
Intuición
En guardia frente a la burbuja del sueño, sacudo
el polvo de los reflejos,
me encuentro con mis ojos, los curiosos:
no hay que llevar la sombra detrás de la luz,
no hay que calmarla
que se mantenga flaca y punzante
y, sueño a sueño, tome su ración de agua.
Desgracia
Construí mi casa, sin hablar, en el viento;
mi techo está dedicado al alma de todos los pájaros
y cada piedra es piel honesta,
pero arriba la veleta de cuervos irreverentes
traiciona la edad de la luna antes que oscurezca
y no escuchan cuando uno les pide que el viento se detenga.