La percepción ebria
Eduardo Muslip
Martes 30 de agosto de 2016
El prólogo a la reedición de Plaza Irlanda de Eduardo Muslip, publicada por Club5 Editores. "Muslip ha afinado ese 'realismo idiota' duplicado en un narrador que vibra con la proximidad de las personas y las cosas, y a la vez toma distancia y se abisma, se hace preguntas impensadas, trama conexiones arbitrarias, define, clasifica, compara".
Por Graciela Speranza.
Ya pasaron más de diez años desde la primera vez que leí "Plaza Irlanda" y todavía recuerdo el comienzo, y hasta el lugar preciso en que un colectivo fuera de control subió a la vereda y aplastó a Helena, la protagonista ausente: Donato Álvarez entre Neuquén y Franklin. Pasé muchas veces desde entonces por esa cuadra y el recuerdo vuelve puntualmente, como si la muerte de Helena hubiese sucedido efectivamente allí, mezclada ahora en la memoria con otros recuerdos -digamos, reales-, asociados a otras esquinas y otras calles. Es el efecto certero de los relatos perdurables y sobretodo de un realismo que gana en realidad distanciándose antes de acercarse a lo que cuenta.
La trama de "Plaza Irlanda" es mínima pero abunda en rodeos, ardides del duelo convertido en angustia contenida, seca, divagatoria. Después de la muerte de Helena, el narrador recorre la casa en que vivieron juntos, recupera recuerdos a tientas, se deshace de las cosas que fueron de ella -su ropa, sus libros, una rana de peluche- y conserva apenas unas fotos y unos recortes en un sobre, pequeños despojos insignificantes para el resto del mundo que deja cualquier historia amorosa. Extrañados por la radiación cegadora de la pérdida, Helena, la casa y las cosas aparecen de pronto en su desnudez primigenia, percibidas por un observador lúcido, minucioso, que sin ningún sentimentalismo romántico, ningún pathos, toma nota. El sentido se ha barrido por completo en un tiempo fuera del tiempo (como en “una ciudad súbitamente sepultada por la lava de un volcán”), pero el mundo sigue andando ajeno su tragedia. Sin el andamiaje de la psicología que anuda causas y efectos, las leyes absurdas del azar quedan al descubierto: mientras el interno 331 de la línea 84 de colectivos aplastaba a Helena contra la pared, el narrador buscaba infructuosamente durante horas una diferencia de 21,54 pesos en la conciliación bancaria, que encuentra casi de inmediato dos días más tarde cuando vuelve a su trabajo en el banco. No sabe y ni siquiera puede imaginar -he ahí la leve intriga inconducente que vibra en el fondo del relato- qué hacía Helena en Plaza Irlanda. Pero frente al desorden repentino que trae lo inesperado, se aferra a órdenes precisos que prometen sosiego, -un relato mitológico, una enciclopedia, un diccionario-, busca asidero en la localización cierta de las guías y los mapas. "Siempre me gustaron los mapas", dice, y se intuye que habla también por Muslip, que irá poblando relatos futuros de mapas, como si en la distancia que se abre entre el realismo ilusorio de un mundo cartografiado con "el rigor de la ciencia" y la ambición de una representación igualmente rigurosa pero más sesgada, se cifrara una poética. "¿Cómo era en realidad Helena?", se pregunta el narrador hacia el final del relato, y la respuesta se dilata en un retrato infinitamente facetado que no alcanza a componer una figura más o menos cierta.
Plaza Irlanda y otros relatos que Muslip ha escrito en estos años (conviene extender la serie hacia atrás con Examen de residencia y hacia adelante con la luminosa colección de Phoenix) perseveran en allanar esa distancia. Con la melancolía del fracaso, revelan la naturaleza no cartografiable de la experiencia y es probable que dejen a los cultores del cuento clásico que gana por knock out, descolocados. La constelación es la forma misma del relato que se despliega, deriva, prolifera y adquiere formas nuevas, para alcanzar una mínima fidelidad a lo que cuenta. Contar una historia o incluso dos, parece decir Muslip, es un puro artificio literario que traicionaría la lógica natural con la que se traman las vidas, encadenadas con otras vidas y otras historias, en series profusas que las narraciones convencionales reducen arbitrariamente a un argumento, o a una matriz doble según la célebre teoría hemingwayana del iceberg. Pero su literatura no se contenta tampoco con mimar el caos opaco de la experiencia. En la composición rítmica, musical, a primera vista divagatoria pero sutilmente trabajada con motivos, ritornelos y acordes, teje una trama porosa, expansible, con la que tamizar lo oído y lo vivido y darle forma. Por detrás de esa deriva calculada asoman otras constelaciones de voces e historias -Truman Capote, Carson McCullers, Isaak Dinesen, Felisberto Hernández, Copi, Puig, Hebe Uhart- pero de los diálogos íntimos con lo leído sólo quedan ecos lejanos que la madurez narrativa de Muslip ha transformado en voz propia.
Alentada por el francés Clément Rosset, ya en la primera lectura de Plaza Irlanda me pareció descubrir una variante del realismo que intenta acercarse a lo real en su carácter singular e insignificante, determinado y a la vez fortuito, esto es, en su carácter “idiota”. En el sentido primero de la palabra todas las cosas son "idiotas", explica Rosset en su penetrante ontología Lo real. Tratado de la idiotez, en tanto no existen más que en sí mismas y son incapaces de aparecer de otro modo que allí donde están y como son, o duplicarse en el espejo. La percepción ebria es una vía de acceso (el borracho que se queda alelado frente a una flor que señala con el índice: “una flor, una flor, le digo que es una flor”), pero también el desasosiego amoroso, la filosofía y la obra de arte, reveladora de las cosas del mundo más que ocasión de evadirse de ellas. Muslip ha afinado ese "realismo idiota" duplicado en un narrador que vibra con la proximidad de las personas y las cosas, y a la vez toma distancia y se abisma, se hace preguntas impensadas, trama conexiones arbitrarias, define, clasifica, compara. También la propia identidad sólo puede captarse al sesgo, como un huésped familiar y al mismo tiempo invisible, o visible desde un ángulo que impide identificarlo de forma certera. Es así, mirando al bies, como Muslip consigue acercarse a la intimidad de las vidas que observa y observarse. Contrariando el frenesí que hoy todo lo acelera, se entrega generoso al mundo que lo rodea, pierde el tiempo tildado en una visión distante que convierte lo anodino en importante y, para suerte de sus lectores, escribe ficciones.