La mente divina
Miércoles 27 de enero de 2016
Luciano Lamberti es siempre un crítico heterodoxo con una mirada creativa e imprevista. Aquí, a partir de una mirada pop sobre la ficción especulativa, se abre paso en la dicotomía entre el arte y Dios, dos formas de entender la creación.
Por Luciano Lamberti.
Quiero hablar de dos historias fantásticas, pero donde lo fantástico no pasa, como en los ejemplos clásicos del género, por la aparición progresiva de lo sobrenatural, sino por la de mundos donde lo sobrenatural es algo de todos los días. Es decir: más cerca del realismo mágico que de Otra vuelta de tuerca. Ambas son historias religiosas contemporáneas, y en un mundo donde es fácil tratar a la religión con frivolidad o ironía, se toman el tema en serio y lo desarrollan de un modo magistral.
En el relato “El Infierno es la ausencia de Dios”, de Ted Chiang, incluido en el genial volumen La historia de tu vida, los hombres reciben periódicamente la visita de ángeles. Es lo que se llama una “visitación”. No constituye un acontecimiento privado ni mucho menos: los ángeles se aparecen en medio de un barrio o en un puente, tan fugaces e impresionantes como la caída de un gigantesco meteorito en mitad de una ciudad, y esas manifestaciones traen consecuencias positivas y negativas a la vez. Algunas personas reciben curaciones: la desaparición de un tumor, por ejemplo, o la recuperación de la vista. Pero otros sufren alteraciones físicas causadas por las radiaciones de los ángeles, cuyos rayos divinos suelen ser letales. La particularidad de ese microuniverso es la de que, por momentos, el infierno es visible debajo de la tierra: la gente puede ver a sus seres queridos vagando por allí, hablando, riendo o llorando como lo hicieron cuando estaban vivos, solo que en la ausencia permanente de Dios (convenientemente, el Paraíso no es visible).
La historia que se cuenta en ese marco (la de un hombre que durante una visitación pierde a su esposa y decide cambiar de vida, convertirse, para reunirse con ella en el cielo) es casi menos importante que el mundo creado en ese breve relato. Chiang logra hacer verosímil y actual un tema que de tan demodé es terriblemente contemporáneo.
En la misma línea está la serie “The Leftovers”, que podría traducirse como “Los que quedaron”, basada en el bestseller Ascensión, de Tom Perrota, que también fue guionista de la serie. La misma plantea un conflicto simple: el 14 de octubre desaparece, sin ninguna razón evidente, el 2 % de la humanidad, millones de personas. No se desintegran, no se mueren, simplemente dejan de estar ahí. Un bebé que lloraba en el asiento de un auto se calla de pronto: la madre va a buscarlo y ha desaparecido. Así con todo. Poco después tienen nacimiento los Culpables Remanentes, especie de secta laica destinada a recordar permanentemente a los afectados lo que pasó.
No en vano “The Leftovers” cuenta a Damon Lindelof, la misma cabeza que pergeñó a Lost, entre sus creadores. No solo por la exploración de las relaciones familiares que ya había desarrollado en ese bestseller de la televisión, o por la cuestión de la fe, visible tanto en aquellos personajes como en estos, sino porque la serie funciona abriendo incesantes enigmas, muchos de los cuales no llegan nunca a responderse (esto, que podría ser su punto fuerte, a veces la vuelve involuntariamente cómica). Especialmente el enigma central, la intervención de Dios en la vida de esas personas comunes, que sin anuncios ni razones posibles abandonan la tierra. Lo que se cuentan son entonces las posibles consecuencias y preguntas que un fenómeno semejante es capaz de generar. ¿Por qué se llevó a esas personas y no a otras? ¿Por qué en ese momento? ¿Cuál es la razón última de esas desapariciones?
Como en el cuento de Chiang, Dios está por todas partes y en ninguna. Es el gran protagonista ausente. Su comportamiento es inexplicable, por lo menos dentro de los parámetros humanos. Pero ¿quién dijo que Dios iba a ponerse explicar todo? Si existe (y yo creo que sí) está más cerca de un artista chiflado que de un juez de la Suprema Corte o de un viejito benevolente de barba blanca y toga. O de un extraterrestre. O de un animal. O de un organismo unicelular, monstruoso y grande como un planeta. Su nombre bien puede ser Accidente, Casualidad o Azar; su mente, que no tiene que ver con la nuestra, no necesita que lo comprendamos. Es otro ejemplo, uno más, de lo inefable que resulta el arte verdadero, más cerca de la incógnita que de las respuestas fáciles.