La marea está subiendo: ruta de autor
Por Cynan Jones
Jueves 18 de noviembre de 2021
"La vista se abre. Yo siento que este es el punto preciso de la bahía en el que el Norte se encuentra con el Sur. También marca el punto que separa las dos etapas de mi infancia": del autor de Tiempo sin lluvia y La tejonera (Chai), uno de los textos del Filba Internacional.
Por Cynan Jones. Traducción de Gabriela Adamo.
Las lapas no suelen alejarse mucho de su hogar, un tajo que abren en la roca con los labios endurecidos de su caparazón. Cuando el agua cubre las rocas, salen a buscar comida. Cuando baja, se deslizan de vuelta a su sitio.
Creo que vivo de manera parecida. Vivo a menos de cien metros del lugar al que se mudó mi familia cuando yo tenía once años, en la colina sobre el pequeño pueblo de Abearaeron, en la costa occidental de Gales. Antes vivía a solo cinco minutos en auto. Hoy iré a pie.
Llueve un poco cuando salgo de la casa y camino por la calle estrecha, hasta donde se abre la bahía. El brazo de Llyn –la península al norte de Gales– se extiende hacia el horizonte. Las montañas y sus picos no se ven bien, semi-cubiertos por la nube. A veces, sin embargo, se recortan como siluetas. De a ratos, son invisibles. El horizonte parece existir en capas y el clima decide qué tan profundo nos deja ver.
Mientras miro, la península se desvanece por culpa de un banco de lluvia más densa. Es esa época del año… habrá lluvia, nube densa, cielos azules. Todo en el rato que me lleve la caminata.
Cruzo unos campos para llegar al sendero que me conduce más allá de la capilla en la cima de la colina y luego baja en zig-zag por una pendiente empinada que, alguna vez, en la Edad de Hierro, fue el flanco lateral de un fuerte. Hay champiñones silvestres, los primeros que veo en mucho tiempo.
Encuentro el camino costero, cruzo el puente del pueblo, luego paso junto a la rueda reciclada del molino histórico. Mientras tanto, la lluvia para. Veinte minutos después de salir de casa estoy en la playa, frente al pueblito escondido de Aberarth, donde el río desemboca en el mar.
En galés, Aber significa “boca de”. Boca del río Aeron, Aberaeron. Boca del Arth, Aberarth.
Hay gaviotas descansando en la margen del río, patos a los que les gusta deglutir los granos que mi hija les arroja cuando la traigo hasta acá. En un libro que compré para ella leí que solo los patos hembra graznan. A pesar de haberlo leído en un libro, no estoy seguro de que sea verdad.
Los patos me estudian con tranquilidad. El detalle no entró en la historia, pero este es el lugar exacto del que hice salir a un hombre en kayak justo antes de hacerlo partir por un rayo.
Paso revista. La marea está subiendo. Eso quiere decir que debo mantenerme arriba, en el camino del acantilado. En parte me alegra que el mar tome la decisión por mí. Es una playa rara. Pareciera que el borde de la tierra se hubiese aflojado y venido abajo. Hay grietas profundas en los acantilados arcillosos. Cada tanto, algunas salientes se vencieron y se derrumbaron sobre las piedras. El agua entró a los campos y cavó canales profundos.
Desde el mar, la costa parece un montón de dientes expuestos al océano.
De hecho, la tierra tiene sus motivos para mostrar hostilidad. Siglos atrás, el dique que frenaba las aguas se rompió y toda la región baja y fértil de Cantre´r Gwaelod se inundó. La culpa de ese hecho recae sobre distintos individuos según cuál sea la era en la que se cuente la historia. La sacerdotisa que permitió que se desbordara un manantial de hadas; el pícaro que engañó al hombre responsable de administrar el muro; el mismo hombre, cuando la templanza y Dios se hicieron populares, que fue culpado de haber estado demasiado borracho como para levantarse.
Tenemos un Plan de Administración de Costas que define las políticas para encarar los próximos cien años con sus aumentos en los niveles del mar y la erosión. Las opciones para los asentamientos costeros suenan militares: mantengan la línea; avancen la línea; retirada estratégica; sin intervención activa.
Subo por el sendero del acantilado. De inmediato, el aspecto cambia. La playa desplegada abajo, el mar del color del barro que los ríos cargados depositaron en él.
La marea sigue siendo suficientemente baja como para revelar el diseño repetido de los goredi: arcos geométricos de rocas macizas que se extienden en líneas curvas, como marcas de mordidas sobre la costa. Son los restos de trampas pesqueras del siglo XII, vigiladas en su época por monjes cistercienses que caminaban desde aquí hasta la abadía a veinte millas de distancia. El mar entraba y, cuando salía, los salmones, espadines y otros peces quedaban atrapados en las piletas que se formaban detrás de los muros. Yo pesqué aquí de un modo más humilde, sobre todo róbalos y lisas.
Por un trecho, el sendero está rodeado de espinos, mimbreras y otros arbustos vencidos. Las matas son pesadas. Moras, saúco, rosa mosqueta, endrina. Elijo una. Es masoquistamente amarga, mucho mejor cuando la hundimos en gin para hacer una bebida que guardamos para Navidad.
Mi boca sigue impresionada por el efecto áspero cuando salgo del túnel de espinos y el camino vuelve a abrirse. El viento dispersó las nubes de lluvia y ahora unos pompones blancos se deslizan por el cielo azul.
Me ataca el olor marino y fétido de los nidos de cormoranes y gaviotas. Un ostrero silba desde la playa, que ahora no se ve. Se oye el llamado ocasional de las gaviotas.
Un poco más adelante llego al lugar al que voy para sentarme y pensar.
Justo al frente, los acantilados alcanzan su altura máxima. La vista se abre. Yo siento que este es el punto preciso de la bahía en el que el Norte se encuentra con el Sur. También marca el punto que separa las dos etapas de mi infancia.
Es aquí donde suelo ver los peregrinos. Este año, de nuevo, una pareja crió dos pichones. Vi cómo aprendían a volar. Vi cómo tambaleaban y se asustaban frente a aves más grandes. Vi cómo se turnaban para lanzarse desde el acantilado, directamente hacia el agua, como si estuvieran compitiendo entre ellos para llegar lo más lejos que se animaban sin tener dónde aterrizar.
Después de los acantilados, el sendero desciende hacia campos agrícolas, chatos, junto a los que ahora vive mi padre. Miro hacia atrás, hacia el camino recorrido hasta aquí. El cielo volvió a cerrarse. El salto del arroyo junto al nido de los peregrinos es una línea delgada y brillante. Abajo, en la costa, una tormenta reciente dejó un montón de algas, trituradas por las olas hasta casi volverse compost. En el campo, los cultivos en barbecho –no reconozco a qué planta pertenecen– se volvieron negros. Primero pienso que alguien quemó el terreno.
Camino por la playa durante un trayecto breve, luego vuelvo al sendero de la costa, paso al lado del campo de deportes en el que jugaba al fútbol cuando iba a la escuela. A veces el viento soplaba con tanta fuerza desde el mar que la pelota que el arquero había pateado daba vuelta sobre su cabeza y caía dentro del arco. Otras, cuando giraba con la pelota a mis pies, la lluvia caía con tanta violencia que me enceguecía.
Doblo hacia el pueblo, atravesando el terreno de otra pequeña capilla, y cuando salgo del cementerio a través de una vieja puerta abatible, algo raro pasa. Me siento nervioso. Hice este camino una cantidad innumerable de veces, pero siempre me pasa lo mismo. Y sé por qué. Los campos brillantes, fertilizados, que piso ahora marcan el límite exterior de mi mundo infantil. Son los campos adyacentes a la tierra que labraban mis abuelos. Si estaba en estos campos, estaba donde no debía. Sigo sintiendo eso, treinta y cinco años después.
Esta sensación de leve ansiedad me acompaña hasta que cruzo el campo y llego a los hornos de cal. En el siglo XIX, los barcos traían piedras calizas a los hornos para que fueran quemadas o convertidas en cal viva, que luego era apagada y distribuida sobre los suelos locales, a los que les falta acidez. Ahora crecieron más plantas sobre los hornos, están más derruidos. Pero cuando era chico, eran un castillo privado, justo en el límite de los “campos marinos” de mis abuelos.
Los hornos eran solo uno de los elementos extraordinarios que proveía el mundo mágico de la granja. Dependencias dilapidadas; una pendiente cubierta de bosques en la que vivían elfos y dragones, no tenía dudas; y, cavados en la pendiente, bunkers de la Segunda Guerra Mundial donde había murciélagos, lechuzas, botellas viejas con cierres de vidrio, latas oxidadas y diarios que se convertían en polvo si los levantaba para leerlos.
Mis abuelos no eran los dueños de la granja. Cuando mi abuelo -mi Taid- falleció, la familia tuvo que devolverla. Ahora es un lugar de veraneo.
Bajo por el sendero que lleva hacia la playa que era “mía” cuando era chico. Los postes de los viejos muelles desde donde se bajaban la cal y el carbón para los hornos aún están expuestos, esperando que suba la marea.
Más temprano en el año, en el campo detrás de la berma elevada vi una skúa colilarga. Eso es imposible. Son aves del ártico. Acá había una, en la tierra de mi infancia. Era una señal. Durante el lockdown había escrito sobre una aventura hacia los mares cubiertos de hielo.
Ya casi llego. Trepo para salir de la playa, tomo la calle larga, recta, de un solo carril, que me lleva hasta las afueras del pueblo; cuando me topo con la calle principal veo la cabaña en la que crecí. La caminata me llevó apenas tres horas.
Tenemos algo acá en Gales: nuestro Filltir Sqwar. En inglés, con cierta torpeza, sería algo así como “milla cuadrada”. Pero un Filltir Sqwar es más que eso. Es el pedazo de tierra con el que una persona está íntimamente conectada.
Entro a la propiedad y me acerco a las cabañas todo lo que me animo. Recuerdo la sensación de la argamasa de sus paredes deshaciéndose bajo mi mano. Puedo sentir el sonido de la rueda de mi bicicleta de cross subiéndose al reborde de la calle. Ver los pequeños ácaros rojos con forma de araña correteando por las entradas asfaltadas para los coches.
Detrás de la propiedad hay una colina “doble” muy pequeña. Cuando era más chico, era enorme. Al día de hoy sigo sin saber realmente qué hay del otro lado.