La fiesta verdadera
Por Luis Sagasti
Jueves 11 de octubre de 2018
"Toda obra de arte suele tener un detalle o pliegue inadecuado, prematuro, excedido, muchas veces difícil de ubicar, que legitima su perfección o su belleza". El texto que Sagasti compartió en la mesa del Filba en el Malba: "La fiesta desbordada". "Como el arte, la fiesta permite que todo lo demás funcione, ya sea para evitarla, ya sea para promoverla".
Por Luis Sagasti. Fotografía Rodrigo Ruiz Ciancia.
En una noche serena nada anticipa el estallido de una ola en la playa. Iluminada por la luna solo alcanzamos a ver en la compacta oscuridad de allí delante que de pronto se hace la espuma. Es lo más próximo al big bang que podemos estar. Así, entonces, el inicio: pura fuerza liquida que brota desde el vacío. A veces pienso que comulgar con esa espuma abrupta y sin por qué es el anhelo profundo de todos. Podemos llamarla, invocarla, como hace la tribuna cuando corea un gol en estado de ciernes. Pero en la noche la ola no viene desde ningún sitio, no es como el calor o el frio, que siempre llegan de otro lado, sino como el viento: de pronto se levanta,
Hacia el siglo IV, una vez que el cristianismo ganó la partida por el reparto espiritual del mundo, los dioses griegos, para no ser reconocidos, se dirigieron a Egipto transfigurados en animales. No tuvieron suerte y en estampida se dispersaron por Europa. Al que mejor le fue, asegura Heinrich Heine en su libro Los dioses en el exilio es a Dionisio: una vez al año celebra sus bacantes en el claro de un bosque que solo se alcanza cruzando un lago. A esos ritos, asegura el autor, han llegado ocultos, incluso, algunos monjes cristianos.
A la fiesta de la que intento hablar no se ingresa con salvoconductos o invitaciones: se presenta súbita y sin aviso. Se trata de ese pequeño círculo negro en el lado yang del mundo; la nuez en el platillo de una balanza que pesa más que todas las frutas que hay del otro lado. Ese es el verdadero equilibrio del mundo. Como el arte, la fiesta permite que todo lo demás funcione, ya sea para evitarla, ya sea para promoverla.
Los cumpleaños de quince, las celebraciones de casamiento, suelen ser hoy la cifra de un orden marrón de relojeros. Las emociones e intimidades mediatizadas, ofrecidas en pantalla junto con los sandwichitos de miga y el ananá fizz; los cuerpos domesticados: el baile uniforme, jaranas de protocolo, pareja de cubanos en su salsa, cotillón carioca de postre que llega en trencito adornado con serpentinas mientras sobre las mesas nieva papel picado y espuma en spray. En verdad un partyplaner es algo así como un exitoso domador de tsunamis: es el encargado de evitar que la verdadera fiesta ocurra. Sin corderos en hecatombe, organiza un eco afónico de lo que es puro grito de entraña animal.
En su cuento La Multitud Ray Bradbury imaginó que cuando un accidente ocurre de pronto aparecen algunas personas que de inmediato rodean a las víctimas, las mueven (sabemos que eso no hay que hacer) y males mayores ocurren. Y esas personas que aparecen son siempre las mismas y su función no es otra que esa: mover los cuerpos. En las fiestas ocurre algo semejante. Algunos invitados incitan al baile con una alegría torpe (nos toman del brazo). Esos invitados, que animan cuerpos ajenos, son siempre los mismos aunque ellos mismos incluso habiten cuerpos ajenos. Como prolongaciones del partyplaner matan el fuego que creen avivar. Parecieran ser esos monjes de vuelta del bosque que quieren reproducir en el monasterio la bacanal a la que no fueron invitados. Son Tom Cruise echado de la fiesta en Ojos bien cerrados.
En este momento, en algún lugar, estalla una ola: Dionisio celebra su marea del mismo modo que alguien ahora toca las Goldberg o canta Hey Jude para equilibrar las cosas.
Mi abuela decía que a una hora incierta de la noche ambos mundos se rozan. Ese pequeño lapso es distinto para cada uno de nosotros, decía, y casi siempre nos encuentra dormidos. La fiesta como ese otro mundo que nos visita, nos palpa y nos encuentra mayormente anestesiados.
Potlasch de alegría, donación de caos, la fiesta es la jungla ancestral que late dentro de nosotros.
Hay lugares del Amazonas donde árboles altísimos y abigarrados liberan tanto oxígeno en las alturas que a sus pies uno de veras se apuna y entonces ve unas cosas confundirse con otras. En la fiesta de la que hablo sucede algo semejante y por momentos nos parecemos a esos soldados yanquis en Vietnam que huían en carreras pánicas. Fueron muchos los combatientes que afirmaron haber visto con el rabillo del ojo aldeas primitivas, paradisíacas, adosadas a la selva, como si la guerra no les concerniera. La adrenalina hace que las cosas ocurran en cámara lenta, como atestiguan los sobrevivientes de un accidente. Así, el tiempo se hace tan lento que se pueden ver pliegues de otros tiempos que han quedado ahí adosados, porque la fiesta es un gran palimpsesto para quien sepa leerla. Entonces no es raro en medio de un baile distinguir a Zelda y a Scott Fiztgerald, o ver al sesgo la orgia de un augusto romano. Todos los tiempos reunidos ahí dentro nuestro explotan, salen, brotan, entonces de nuevo la espuma: previa a toda luz, anterior a los umbrales de cualquier niebla.
Toda obra de arte suele tener un detalle o pliegue inadecuado, prematuro, excedido, muchas veces difícil de ubicar, que legitima su perfección o su belleza. Es el tributo a pagar por ciertos todos. Es, de nuevo, esa mínima nuez que sostiene el mundo. Allí está la puerta de acceso: detenernos ante esa pincelada hecha como al descuido y no corregirla.
Eso me recuerda una celebración. En Lisse, no muy lejos de Amsterdam se encuentran los jardines de Keukenhof, reconocidos unánimemente como los más bellos del mundo. Más de siete millones de tulipanes se plantan cada año. El parque abre el día de la primavera y permanece en exposición casi por dos meses. Al no permitir la menor imperfección, para hacer más tolerable la temporada, la noche previa a la inauguración los jardineros celebran una fiesta en donde sacrifican al collie que han criado desde que se cerrara el parque el año anterior.
En medio del invierno la semilla late cubierta de tierra, debe aguardar las tempestades y la nieve. Y en el invierno de nuestro descontento debemos custodiar nuestro claro del bosque. La tormenta de afuera es más bien una llovizna insípida y uniforme que reduce los ánimos a media docena de emoticones.
Miremos una vez más La fiesta inolvidable. Peter Sellers va donde no quieren invitarlo y el orden de una reunión de almidón glaseado, de a poco se va a abriendo en pinceladas nerviosas hasta que
en un momento ya inevitable se hace la espuma. Y literalmente al lavar los invitados a un elefante que habían ingresado. ¿Y no fue ahí, luego de la mutilación de Urano, en medio de la espuma del mar, donde nació Afrodita? Heine nada nos dice de su suerte pero tengo para mí que así como el bueno de Peter se encuentra con ella y baila como poseso en medio de la espuma de la fiesta inolvidable así a nosotros también, y no creo ser ingenuo, nos aguarda el amor y la belleza que hay en todo principio si sabemos vaciarnos para que llegue la ola.